En la tienda de un centro comercial con temor al coronavirus

En una de las cafeterías de la primera planta venden un buen cortado. Sobre la barra hay un pequeño dispensador de gel y se escuchan los quejidos. “Señora, la mascarilla, por favor”. Las camareras no paran ni un segundo y un hombre se acerca al mostrador, donde solo puede haber dos personas. “Échese un poco más a la derecha”, dice el dueño. “¿A mi derecha, dices?”, le responde el tipo. “No, derecha mía izquierda suya”, replica el jefe. El resto de las mesas guardan la distancia de seguridad y el relajo. Dice Juan (nombre ficticio) que antes había 24 y ahora solo 12, y que cuando se acumula el volumen la gente debe hacer cola para pedir. Eso sí, recuerda que la mayor cola (o por lo menos una de las mayores) se da en la tienda de enfrente, donde la fila suele salirse del edificio en hora punta. 

Allí una mujer vigila en la entrada el flujo de clientes. Pone el ojo sobre el dispensador de gel, para que quien pase lo haga “de forma segura”. Eso es lo que le preocupa a ella. Cuando el dispositivo se pone en verde, significa que ha salido el líquido espeso. Cuando no, es que se la han intentado colar.  

-Disculpe, el gel, por favor.

-Mi niña, es que ya me he echado en otra tienda.

-Lo siento, señora, son las normas.

Enseña un pequeño aparato donde se marca el número de personas que hay dentro del comercio. Ahora mismo son poco más de 230. No está mal, afirma, pero cree que es un registro excesivo para tan poco personal. Lo normal sería que hubiera trabajadores en caja, varios en la entrada, otro en maquillaje (para que nadie se aproveche, claro), también en la cola de la tienda y en el resto de las zonas específicas. “Los que somos tenemos que hacer todo”. Ella sigue controlando el aforo. “Caballero, hacemos la colita”. “La distancia, señores”. Pasados unos minutos, resume la escena. “Te termina doliendo la cabeza por estar todo el rato mirando. Es un estrés. Estamos todos quemados”. Y una mujer interrumpe: “Mira, ¿sabes dónde están los gorritos esos de invierno?”. La chica se vuelve y sonríe, le ha recordado al día después del confinamiento, cuando lo primero que se agotó en la tienda fueron los pijamas. 

Esto de contar con alguien en la entrada para supervisar quién se echa el gel y quién no es poco común. Casi ninguna tienda lo hace. En uno de los puestos al fondo del centro comercial hay cuatro pasillos que señalizan la entrada y solo uno la salida. Entra mucha gente, pero no salen todos (eso parece). Un hombre, vestido de paisano, levanta la vista e inspecciona lo que ocurre dentro. 

-Hola, ¿es usted un vigilante? 

-No, yo estoy buscando a mi mujer, que se ha quedado y yo he querido salir.

Al señor le gusta el ambiente. Apenas se han producido aglomeraciones durante la mañana, por lo que camina tranquilo. Si hubiese mucha gente, como en días festivos y fines de semana, no andaría por aquí. En los anchos corredores se ven grupos de dos o tres personas, pero nunca apelotonados. Y los bancos, con una cortina de vidrio en medio para guardar la distancia. 

El guardia de dos metros se pasea de un lado a otro. Los días en los que hubo cierta locura él no trabajaba, así que dice saber poco. El problema para Vanessa (nombre ficticio), que viene de Lanzarote para comprar, no está en los alrededores, sino dentro de las propias tiendas. “Para qué hay tanta precaución en la entrada si luego dentro no hay nadie”. La cola rodea todo el espacio. “No tiene sentido. Muchas veces tienes que hablar tú para que se mueva el resto. Te tienes que buscar la vida porque no hay personal para agilizar la demanda. Estoy desorientada”. De repente alguien asoma la cabeza para analizar cómo de grande es la fila. “¡Ya coño!”, dice. Quizá tendría que esperar media hora en salir de ahí si comienza ya. 

Más o menos son unos 40 metros cuadrados. No hay ventanas (obviamente) y tampoco suficiente ventilación. Es muy difícil determinar si alguien se ha contagiado en una tienda. El contacto puede durar segundos y todos portan mascarilla. Las posibilidades podrían aumentar si el tiempo en el interior se prolonga y los corillos que se forman en torno a una prenda o estantería se multiplican. Al final, tiene lugar un fuego cruzado entre personal y clientela. Unos dicen que no hay suficiente control. Los otros que no dan abasto de estar repitiendo las normas. 

-Es a lo bestia. Entras aquí y te encuentras a medio centro comercial. Hace unos días le dije a un chico que se pusiera bien la mascarilla y me miró mal-, recuerda una mujer. 

-Nosotras estamos echando la bronca todo el día. A mí me molesta que se quiten la mascarilla para oler el perfume, por ejemplo. O que me toquen cuando les muestro el secante-, explica una empleada. 

Por todo el recinto hay varios carteles. “Queremos cuidar de ti, por eso te recomendamos mantener la distancia de dos metros”. “Nuestra prioridad es tu bienestar, por eso dispones de dispensadores de gel, para que tengas unas manos totalmente higienizadas”. En un pequeño comercio de móviles el aforo máximo es de una persona, pero quizá eso incluye al dependiente. Afuera se levanta un árbol de Navidad de unos 30 metros, y de él sale una música un tanto perturbadora. Dos personas están cerca. ¿Qué opinan de las imágenes de muchedumbre que se han visto estos días en centros comerciales y calles? “Sí, vi esas fotos en redes y comentarios del tipo ‘luego no se puede ir a clases de forma presencial”, dice una. “No entiendo que no se permita reunir a más de 10 personas para las cenas navideñas y aquí pase esto”, lamenta la otra. Un grupo más da su opinión. “Venimos por la mañana, que hay menos gente y los niños están en el cole”. 

Ya es la hora de almorzar y el centro comercial está casi vacío. Solo se llena la planta de arriba. Esta mañana ha sido floja, dicen. En la calle hay quienes se bajan la mascarilla para tomarse un helado o un refresco, y otros se reúnen cerca de la fuente. “En verdad esto de guardar la distancia viene bien para la gente que se quiere colar”, dice un chico. Su amiga considera que los residentes en Canarias son un poco más descuidados con la COVID-19 porque aquí no ha pegado muy fuerte. “Si no es por la mascarilla no me acuerdo de que estamos en medio de una pandemia”.

-Yo creo que los canarios somos un poco ‘flamenca’-, le dice su compañero. 

-Sí, no somos japoneses-, reafirma ella.

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