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La última canción

Karen escuchaba atentamente la conversación en la mesa de al lado mientras esperaba la llegada de su cuarta cita de Tinder este mes. No era falta de suerte… ella solo buscaba alguien con quien reírse. 

Hubiera apostado a que era una broma de no haber sido por lo que pasó en el minuto siguiente: sus vecinos de mesa comentaban que era imposible que nadie pudiese revelar en una autopsia cuál había sido la última canción que cantó el fallecido, en cualquiera de sus formas, tarareo, silbo, a capella, etcétera. Ella le decía a su acompañante que seguro sería una encerrona o una estafa. Él confiaba ciegamente en averiguar qué canción cantaba su madre momentos antes del óbito. Y ya habían pagado. No había marcha atrás. 

Karen sonreía al escuchar esto y especuló sobre la posibilidad de ser ella la víctima de una cámara oculta justo cuando se presenta en la mesa contigua un tipo alto, muy por encima de la media para ser oriental, moreno, bien pertrechado y tratando de disimular con exageradas pronunciaciones su limitado castellano. Se escuchaba todo.

Dijo que su método era infalible y que gracias a sus servicios y sus recientes acuerdos con las principales empresas funerarias, La ultima canción, que así se llamaba la empresa, había aliviado la pena de mucha gente en los funerales a lo largo y ancho del país. Su secreto, obra de dos médicos forenses muy melómanos, se custodiaba tan celosamente como la fórmula de la cocacola. 

Pero la pregunta es: ¿por qué unos hijos estarían tan interesados en la última canción que alojó su madre en la garganta? ¿Qué extraña inquietud los lleva a contratar los servicios de una empresa como esta?

En esto pensaba Karen cuando la campanilla de la puerta de la cafetería sonó y vio entrar al chico que esperaba. Se parecía poco al de la foto de la aplicación pero al menos este sí era reconocible, no como el último que se citó con ella cuya mascarilla escondía todo lo que el photoshop no podía. 

Justo se estaba levantando para saludarlo cuando sus vecinos de mesa gritaron al unísono: ¡lo sabía!… Del respingo que dio del susto vino a caer sobre los brazos de su cita pero no pudo sucumbir a los encantos de tan romántico momento. Sus cinco sentidos estaba puestos en aquella mesa que estaba a punto de resolver el misterio de la ultima canción. Afinó disimuladamente el oído mientras picaba el ojo a su acompañante y con la mano le hacía el típico gesto de “luego te cuento” al tiempo que se llevaba el dedo índice a los labios. Escuchó a la chica dar las gracias al señor oriental, decirles que era un alivio saber que fue esa y no otra canción la última que había cantado su madre. Su hermano se levantó y estrechó la mano de aquel hombre y le recordó que el juicio era el día 24 y que allí lo vería. 

Los hermanos se abrazaron y comentaron que estaba claro que aquel nuevo dato resolvía el misterio de la muerte de su madre. Él sacó un billete de diez euros y lo dejó sobre la mesa. Se levantaron y cuando estaban a punto de salir Karen no pudo resistir la tentación de preguntarles cuál había sido aquella ultima canción, no sin antes disculparse por su curiosidad y dándoles el pésame al mismo tiempo. 

Los hermanos se miraron. La miraron. Miraron al chico Tinder, al camarero que ya recogía la mesa y la cuenta y volvieron a Karen, cerrando aquel círculo de miradas inquietas e inquietantes. 

No lo entenderás nunca pero qué más da. Esa canción fue Senza fine, de Gino Paoli. 

...continuará.