Espacio de opinión de Tenerife Ahora
¿Somos agua?
Normalmente tenemos en el calendario días mundiales y días internacionales con la intención de sensibilizar a la gente y visibilizar o conmemorar hechos que nos preocupan. Esta semana, el 22 de marzo, hemos celebrado el Día Mundial del Agua. A mí particularmente es un hecho que me resulta cada vez más preocupante. No me considero muy mayor pero sí he estado observando a lo largo de mi vida cómo se ha venido manifestando el agua en nuestro entorno desde que era niña.
Sabemos, porque desde que apenas pisamos la escuela nos lo inculcan, que el agua que existe en nuestro planeta es la que hay, que es un bien finito, que sigue un ciclo y que de nosotros depende que ese ciclo se produzca.
Recuerdo como un hecho alucinante de mi infancia aquellas excursiones del colegio que nos llevaban al Teide para disfrutar de la nieve. Recuerdo hundir asombrada mis piernas completas hasta la cadera dentro de aquella fría masa blanca copiosa y consistente. Pero sí es verdad que la primera vez que llevé a mis hijas a la nieve ya tenía la mayor por lo menos ocho años y no fue por desidia sino que no la había llevado antes porque no hubo nieve en un largo periodo. Ese día apenas vimos un manchoncito blanco suficiente para que ellas la pudieran tocar con sus manitas y comprobaran lo fría que estaba, pero nada de arrastrarse como hacíamos cuando pequeños porque no había para más. Disfrutaron tanto aquel poquito que cuando nos marchamos apenas quedaba un fanguizal de barro.
También recuerdo una vez de pequeña que mi prima Yaya, su prima Meche y yo íbamos a casa de abuela María atravesando la vereda por medio del barranco de Castro, que es uno de esos barrancos de cumbre. A Meche le resultó una sorpresa ver los cantos rodados y las piedras pulidas por la erosión en el lecho del barranco y me preguntó por pura lógica si allí había habido alguna vez una playa y por qué había tantos callaos en el barranco. No supe qué decirle. Después me enteré por mis mayores que hacía por lo menos medio siglo que con frecuencia corría agua por los barrancos cada vez que llovía y era tanta el agua que las piedras arrastradas por la corriente llegaban a desgastarse hasta quedar redondas como las de las playas. Yo eso no lo podía ni imaginar hasta que, hace unos ocho años, pude comprobar que efectivamente volvía a suceder que desde nuestro caserío se oyera la escorrentía de piedras bajando por el barranco, atravesando la carretera de conexión hasta el punto de quedarnos aislados.
Estas son cuestiones muy personales pero son tantos los problemas por exceso, por defecto y por una inadecuada gestión de los recursos hídricos…
No voy a hablar de las riadas que sucedieron en Santa Cruz hace unos años, tampoco las inmensas lluvias torrenciales que han caído y siguen cayendo en esta última semana en Perú, ni de las granizadas que cayeron en La Geria, ni del caudal de los barrancos de Fuerteventura que escapó hacia el mar sin que pudiéramos atajarlo en ningún embalse. Tampoco voy a hablar de la alta salinidad de nuestros acuíferos en Canarias.
No hablaré de la desertización de los lagos y mares. Hemos simplificado tanto los contenidos que en mi época en geografía estudiábamos más lagos y mares que ahora. Por ejemplo, antes había en Asia un mar llamado Mar de Aral, que hoy en día es un desierto de suelos tóxicos y poblado aquí y allá por sorprendentes esqueletos de embarcaciones encalladas que parecen sacados de una película de fantasmas porque a nadie se le va a antojar que ahí antes hubo agua.
No hablaré de la sequía que se está padeciendo en muchos países del mundo, donde conseguir un poco de agua potable supone largas travesías a pie, donde se han secado los ríos a base de usar sus aguas para regar los cultivos. Sabemos que tan solo el tres por ciento del agua que existe en el planeta es agua dulce y de ella solo un uno por ciento es agua que se puede beber. Esta cifra es como mínimo aterradora. Algunas poblaciones están obligadas a consumir aguas contaminadas con las consiguientes enfermedades que esto acarrea.
Tampoco voy a hablar del deshielo de los glaciares ocasionado por el calentamiento del planeta, que se está llevando consigo especies como los osos polares que acabarán ahogados en las aguas polares. Ni de la pérdida de los bosques a base de talas indiscriminadas que ocasionan la escasez de las precipitaciones.
Todos estos desastres los hemos ocasionado los seres humanos. Ahora solo quiero imaginar que nuestros gobernantes saben lo que se traen entre manos con la salvaguarda de los recursos hídricos de que disponemos; que estamos en realidad concienciando a nuestras generaciones más jóvenes de la gestión y el ahorro del agua; que estamos preparados para cuando el agua dulce sea realmente inexistente; que seremos capaces de convertir el agua salada en agua de regadío en el peor de los casos. Las preguntas se me atragantan: ¿seremos capaces de sobrevivir sin agua? ¿Cuánto nos durarán los recursos que tenemos? ¿Qué alternativas hay?
Normalmente tenemos en el calendario días mundiales y días internacionales con la intención de sensibilizar a la gente y visibilizar o conmemorar hechos que nos preocupan. Esta semana, el 22 de marzo, hemos celebrado el Día Mundial del Agua. A mí particularmente es un hecho que me resulta cada vez más preocupante. No me considero muy mayor pero sí he estado observando a lo largo de mi vida cómo se ha venido manifestando el agua en nuestro entorno desde que era niña.
Sabemos, porque desde que apenas pisamos la escuela nos lo inculcan, que el agua que existe en nuestro planeta es la que hay, que es un bien finito, que sigue un ciclo y que de nosotros depende que ese ciclo se produzca.