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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Arquetipo I

Abro los ojos y miro como cada mañana el aburrido reloj de la mesilla de noche. Un largo bostezo anuncia lo que debería ser un día relajado. Es domingo y no voy al trabajo, pero sí es verdad que tengo muchas cosas por hacer en casa: poner la lavadora, recoger la ropa, limpiar el polvo, ordenar la sala, preparar la comida de la próxima semana…

Logro levantarme y una extraña inercia me lleva hasta la puerta de la terraza. Por puro instinto la abro y me asomo al balcón. Hace frío. No es un frío intenso, de esos que impida moverse libremente bajo kilos de ropa o de los que a duras penas te deja articular palabra. Más bien es un frío agradable, de los que te complace mientras paseas porque su aire limpia tu cara e incluso a veces parece tener el poder de desinfectar tus ideas. Me gusta estar aquí pero tengo que entrar a por la fregona y el recogedor, que el perro tiene la terraza hecha un desastre. Aún tengo mucho por hacer y el día apenas tiene veinticuatro horas.

Mientras recojo la cesta de la ropa sucia se agolpan los pensamientos. Estoy sumergido en una vida que no me apetece vivir. No me gusta esta ciudad, ni mi casa, ni mi coche. No aguanto un día más en esta mierda de trabajo, ni al imbécil de mi jefe. Me pregunto qué hago en este adosado que hipotecamos ahora hace quince años. El amor se esfumó. Tengo que reconocerlo: no quiero a mi pareja y jamás me han gustado los perros. Y suena duro, muy duro, pero es inevitable no enfrentarse a la verdad. ¡Estoy harto! Harto de esta vida que no siento mía.

Doblo una camisa y dos pantalones de la silla del cuarto de forma automática mientras le doy vueltas a la cabeza. Desconozco cómo he llegado hasta aquí, hasta este punto de descontrol total de mis emociones. Y lo peor de todo es que no sé cómo salir. Llevo tanto tiempo haciendo lo mismo que no sé lo que quiero. De lo único de lo que estoy seguro es de que no me voy a lamentar más. ¡Se acabó! Necesito salir de este vacío inmenso en el que me siento atrapado día tras día sin remedio.

En lo que voy fregando la loza trazo nuevos planes, pero no todo es tan sencillo. ¿Qué pasará con la hipoteca? ¿Separarme de Lucía? Tantos años luchando juntos… Ella me quiere y siempre está muy pendiente de mí. Y sí, el trabajo apesta, pero paga las facturas… ¿Dónde voy a encontrar un trabajo mejor con mi edad? Además, vale que el jefe sea un mamonazo, pero después de todo este tiempo he aprendido a ignorarlo y a seguir haciendo mi trabajo lo mejor que sé, que otra cosa no, pero siempre me he considerado un buen profesional… La cara que pondrá mi familia, mis suegros... Pero ha de ser lo que tiene que ser, porque este impulso no lo puedo contener.

Logro sentarme en el sillón después de estar trajinando todo el día. Lucía se ha acercado a donde estoy y me ha rodeado el cuello con sus brazos. Al oído me ha vuelto a susurrar que me quiere para después dedicarme una de sus hermosas sonrisas. En lo que se recuesta en mi regazo soy consciente de lo que tengo. Es una locura abandonar todo. Llegar hasta aquí no ha sido fácil y lanzarse a lo desconocido es ponerlo todo en peligro. Le haría daño a muchas personas y sin tener siquiera una seguridad de lo que va a pasar. ¿Realmente estoy dispuesto a vivir con esa carga?

Acaricio su melena suavemente y le devuelvo la sonrisa. Ella se gira y me mira agradecida por el gesto de cariño. No puedo hacerlo. No puedo irme. No sería lo correcto.

Abro los ojos y miro como cada mañana el aburrido reloj de la mesilla de noche. Un largo bostezo anuncia lo que debería ser un día relajado. Es domingo y no voy al trabajo, pero sí es verdad que tengo muchas cosas por hacer en casa: poner la lavadora, recoger la ropa, limpiar el polvo, ordenar la sala, preparar la comida de la próxima semana…

Logro levantarme y una extraña inercia me lleva hasta la puerta de la terraza. Por puro instinto la abro y me asomo al balcón. Hace frío. No es un frío intenso, de esos que impida moverse libremente bajo kilos de ropa o de los que a duras penas te deja articular palabra. Más bien es un frío agradable, de los que te complace mientras paseas porque su aire limpia tu cara e incluso a veces parece tener el poder de desinfectar tus ideas. Me gusta estar aquí pero tengo que entrar a por la fregona y el recogedor, que el perro tiene la terraza hecha un desastre. Aún tengo mucho por hacer y el día apenas tiene veinticuatro horas.