Espacio de opinión de Tenerife Ahora
Carta a M
Cuando vuelvo a casa acostumbro a subir las escaleras con los ojos cerrados. A pesar de los años, nunca recuerdo el número exacto de peldaños y busco esa sensación de vacío que solo encuentro cuando mis pies creen haber llegado al último escalón y se topan con el precipicio. Entonces abro lo ojos y saco las llaves con la certeza de que, una vez más, he vuelto a un lugar del que nunca me puedo ir.
Así empezaba la carta que envié a un desconocido. Durante algún tiempo estuve dudando de si debía escribirla o no, pero llegó el sol invernal y me advirtió que pronto el papel se agotaría por el desuso; también lo harían mis palabras. Por eso lo hice. Escribí aquella carta con todo lo que nunca le había contado a nadie y salí en busca de un buzón.
Miraba a las gentes que se adentraban en sus hogares pensando quién debía ser el receptor de la misiva. Tenía miedo de que cayera en manos ajenas, de que se malinterpretara mi relato, de que acabara entre los restos de una vida. Pero entonces entendí que la desconocida era yo, que quien no podía elegir era yo, que la casualidad y el azar harían que aquellas promesas fueran de la persona correcta.
En aquella carta me dirigí a M.
Le hablé a M del amor y de la amistad. De Madrid y del mar. De Barcelona y el asfalto. De Tenerife y la arena. Le conté a M lo difícil que me resultaba rebobinar las vivencias, de lo complicado que era para mí sentir que había un momento en el mundo que era perfectamente mío, nuestro. Le confesé a M que me aterrorizaba la idea de envejecer con el fracaso a cuestas, con la impresión de no haber hecho nunca lo suficiente.
Imaginé a M leyendo en el suelo del baño, o del vestidor. En silencio, con la puerta cerrada y una luz tenue. Soñé con M sentado en una ventana con todos los tejados de Madrid a sus pies. Fantaseé con M en un escritorio de madera, buscando un bolígrafo que pintara porque hacía años que no escribía y él también quería contarme quién era.
Me disculpé con M. Le pedí perdón por mi desconsuelo, por mi tristeza, por mi desahogo. Le rogué que él también lo hiciera. Que me respondiera aunque fuera a medias, que le ayudaría desde la distancia que da un barrio o un par de calles. Le imploré que confiara en los versos de desconocidos.
Y llegó el momento en el que me tuve que despedir de M. Le dije que no volvería si él no quería, que mi tinta y yo nos ausentaríamos si ese era su deseo. Y le di las gracias.
Gracias, M. Por la libertad de un folio en blanco, por la presencia invisible. Por lo nunca dicho.
Cuando vuelvo a casa acostumbro a subir las escaleras con los ojos cerrados. A pesar de los años, nunca recuerdo el número exacto de peldaños y busco esa sensación de vacío que solo encuentro cuando mis pies creen haber llegado al último escalón y se topan con el precipicio. Entonces abro lo ojos y saco las llaves con la certeza de que, una vez más, he vuelto a un lugar del que nunca me puedo ir.
Así empezaba la carta que envié a un desconocido. Durante algún tiempo estuve dudando de si debía escribirla o no, pero llegó el sol invernal y me advirtió que pronto el papel se agotaría por el desuso; también lo harían mis palabras. Por eso lo hice. Escribí aquella carta con todo lo que nunca le había contado a nadie y salí en busca de un buzón.