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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Cuestión de confianza

Supongo que todo empieza cuando eres pequeño. Estás en el recreo jugando tranquilamente con un par de amigos en una esquina del patio y… ¡paf! Te llega un balonazo que, por la dirección, trayectoria, intensidad y casualidades de la vida, impacta directamente en toda tu cara de forma dolorosa e inesperada, dejándote la marca del pentagonal cuero en el cachete, que late y arde sin remedio.

Contienes la lágrima inminente con cierta dificultad, pero aguantas, no vas a llorar delante de los colegas. Lejano y con dificultad ves como el niño del disparo certero se acerca a ti para valorar daños y, con un gesto que refleja su preocupación, te dice: “Lo siento, fue sin querer”. Tú no quieres oír nada. Dejas fluir la rabia y el dolor del momento, muestras toda la desconfianza del mundo hacia esas palabras. No le creemos. Ni lo dejamos terminar, es más, como alma que lleva el diablo corremos directos al maestro que cuida el patio en ese momento para que le dé su merecido castigo: Profe... me dio con la pelota en toda la cara, ¡adrede!

Con el tiempo crecemos, nos vamos haciendo mayores, somos más razonables y reflexivos, desarrollamos nuestro sentido común, ese que todos creemos tener pero del que todo el mundo carece. Y curiosamente, avanzando en edad y en experiencias, el dicho popular va cogiendo cada vez más fuerza: piensa mal y acertarás. Nos lo repetimos a nosotros mismos cada vez que nos fallan, que las cosas no salen como queremos, que nos traicionan o que, simplemente, no cumplen las expectativas que nos planteamos en un primer momento. Llegamos incluso a aconsejar a otros que piensen igual, que no se fíen, que recelen de lo que tienen alrededor, no sea que se la jueguen y acaben mal, que mejor prevenir que curar y esas cosas que razonablemente recomendamos, muchas veces sin un fundamento sólido ni contrastado. Es ahí cuando la lógica no es tan aplastante.

No confiamos en los demás por miedo, por desconocimiento y también por cultura. Puro instinto. Nos sentimos atacados cual fiera en la selva, quizás propio de una naturaleza heredada. Ponemos inconvenientes desde la primera mirada, cerrándonos a nuevas experiencias por el temor a lo nuevo, a traspasar los límites de lo coherente. Escondidos en nuestra cueva tenemos pavor a descubrir otras verdades que puedan tambalear nuestros cimientos. El otro ofrece la duda de entrada y el mejor refugio es plantar un muro que proteja la parcela que defendemos. Ahí no entra nadie. El casting para lograr llegar y pasar la frontera es exigente, no está el ambiente para vender corazones a tumba abierta.

Pero ¿y si nos equivocamos? ¿Y si el el niño decía la verdad? ¿Qué probabilidad hay de que fuera sin querer? Bueno, o sin querer queriendo… ¿No pesa en la conciencia los tres recreos castigados por una imprudencia fruto del exceso de emociones del juego, de un partido de fútbol de patio de colegio, donde 4º A y 4º B se jugaban más que lo que cualquier equipo en la final de la Champions? Tal vez ese portento de chiquillo y su patadón cargado de testosterona y una buena ración de leche y gofio solo fue eso, una cagada del momento, que a lo mejor lamentó en el mismo instante que vio el balón desplazarse a toda velocidad por la mitad del patio. Y sí, te cayó a ti, qué le vas a hacer… Esas cosas pasan, y sin querer, también duelen. Pero ¿qué te parece si por una vez pensamos bien?

Supongo que todo empieza cuando eres pequeño. Estás en el recreo jugando tranquilamente con un par de amigos en una esquina del patio y… ¡paf! Te llega un balonazo que, por la dirección, trayectoria, intensidad y casualidades de la vida, impacta directamente en toda tu cara de forma dolorosa e inesperada, dejándote la marca del pentagonal cuero en el cachete, que late y arde sin remedio.

Contienes la lágrima inminente con cierta dificultad, pero aguantas, no vas a llorar delante de los colegas. Lejano y con dificultad ves como el niño del disparo certero se acerca a ti para valorar daños y, con un gesto que refleja su preocupación, te dice: “Lo siento, fue sin querer”. Tú no quieres oír nada. Dejas fluir la rabia y el dolor del momento, muestras toda la desconfianza del mundo hacia esas palabras. No le creemos. Ni lo dejamos terminar, es más, como alma que lleva el diablo corremos directos al maestro que cuida el patio en ese momento para que le dé su merecido castigo: Profe... me dio con la pelota en toda la cara, ¡adrede!