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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El día a día

Todas las mañanas coincido con un abuelo y su nieto de camino al colegio. Me encanta frenar mi marcha, ir un rato detrás de ellos y observarlos. Es muy entrañable verlos. Cogidos de la mano disfrutan del paseo y charlan de sus cosas. Se hace curioso cómo dos generaciones tan distintas pueden tener tantos temas en común. Justo en la entrada del cole se paran para ver, entre el hueco que dejan dos edificios, el juego que los rayos del sol hacen con las nubes. Tengo la impresión de que se ha convertido en una especie de ritual mañanero en el que ambos se divierten. Ninguno de los dos tiene prisa por llegar a ninguna parte, no están pensando en lo que hicieron ayer o lo que harán mañana, simplemente disfrutan de ese instante y de la compañía sin pretensión alguna. Son ellos los que sin saberlo despiertan mi primera sonrisa del día, haciéndome recordar esos pequeños detalles que hacen que seas realmente feliz.

Es entonces cuando no puedo evitar viajar a mi niñez. Supongo que ver a ese niño disfrutar de aquel momento con su abuelo me trasladó a esa época de mi vida; cuando era pequeña y era tremendamente feliz. Pero mi dicha tampoco se basaba en grandes cosas. Era feliz con pequeños detalles: compartir un chupete Kojak en el recreo, llegar a casa y encontrarme un sobre de pegatinas para mi álbum de los Gnomos, ganar la Chochona en la tómbola de las fiestas de mi pueblo, comer gofio con azúcar para merendar, bañarme en la palangana de mi abuela… Eran instantes de placer absoluto que me hacían ser la niña más afortunada del mundo. No pensaba en buscar una felicidad a largo plazo, ni siquiera en alcanzarla, simplemente disfrutaba de lo que me ofrecían esos momentos. Quizás ahora me esté olvidando de disfrutar de los pequeños placeres que me ofrece la vida, de esos que te hacen sentir inmensamente plena en apenas segundos...

Con la madurez, los problemas y el día a día nos cuesta encontrar momentos de felicidad plena. Siempre con el tiempo justo para hacer lo programado o destinado en el día. Vamos de aquí para allá sin pararnos y disfrutar de lo que ocurre delante de nosotros. En ocasiones incluso haciendo una cosa y pensando en la que tengo que hacer después. Quizás solo prestamos atención a lo grande y nos marcamos metas y objetivos demasiado alejados del presente, programando nuestra felicidad en aquello que deseamos conseguir pasando por alto lo pequeño y realmente valioso que está sucediendo en el momento.

Creo que no hace falta complicarse la vida para buscar la felicidad. Solo debemos fijarnos en aquellas situaciones o experiencias que nos sacan una sonrisa y nos hacen sentir bien. Hay que fijarse un poco más, estar en alerta durante todo el día y no pasar por alto nada. La felicidad no es un destino, es un camino, y quizás uniendo todos esos ratitos del día consigamos la felicidad plena. Para algunos basta un abrazo protector, el gusto de sentir unas sábanas limpias, escuchar las olas del mar, llegar a la meta de una carrera, el olor al pan recién hecho, la conversación con un amigo...

Todas las mañanas coincido con un abuelo y su nieto de camino al colegio. Me encanta frenar mi marcha, ir un rato detrás de ellos y observarlos. Es muy entrañable verlos. Cogidos de la mano disfrutan del paseo y charlan de sus cosas. Se hace curioso cómo dos generaciones tan distintas pueden tener tantos temas en común. Justo en la entrada del cole se paran para ver, entre el hueco que dejan dos edificios, el juego que los rayos del sol hacen con las nubes. Tengo la impresión de que se ha convertido en una especie de ritual mañanero en el que ambos se divierten. Ninguno de los dos tiene prisa por llegar a ninguna parte, no están pensando en lo que hicieron ayer o lo que harán mañana, simplemente disfrutan de ese instante y de la compañía sin pretensión alguna. Son ellos los que sin saberlo despiertan mi primera sonrisa del día, haciéndome recordar esos pequeños detalles que hacen que seas realmente feliz.

Es entonces cuando no puedo evitar viajar a mi niñez. Supongo que ver a ese niño disfrutar de aquel momento con su abuelo me trasladó a esa época de mi vida; cuando era pequeña y era tremendamente feliz. Pero mi dicha tampoco se basaba en grandes cosas. Era feliz con pequeños detalles: compartir un chupete Kojak en el recreo, llegar a casa y encontrarme un sobre de pegatinas para mi álbum de los Gnomos, ganar la Chochona en la tómbola de las fiestas de mi pueblo, comer gofio con azúcar para merendar, bañarme en la palangana de mi abuela… Eran instantes de placer absoluto que me hacían ser la niña más afortunada del mundo. No pensaba en buscar una felicidad a largo plazo, ni siquiera en alcanzarla, simplemente disfrutaba de lo que me ofrecían esos momentos. Quizás ahora me esté olvidando de disfrutar de los pequeños placeres que me ofrece la vida, de esos que te hacen sentir inmensamente plena en apenas segundos...