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Juicio a una época

Nabokov y su mujer se enamoraron a primera vista en una fiesta de máscaras. Nunca el amor había sido tan paradójico como entonces y no puedo evitar pensar si surgió por misterio o desconsuelo. Yo siempre he huido de las caretas y de los disfraces por miedo a acostumbrarme a quien no soy, a cogerle el gusto a fingir hasta el amanecer y no poder deshacerme de ese tormento.

Por eso hay tiempos en los que dejo de escribir. Como si tuviera miedo a darme cuenta de que, cada día y en horario programado, llevo el mismo antifaz que ellos pero que nadie me ve. Porque al fin y al cabo escribir es como saltar al vacío sin cuerdas y sin la certeza de que vas a morir. Las palabras pueden transformar incluso ese tipo de evidencias, y afrontarlo supone admitir que la vida no se autodefine hasta que uno se olvida de construir sus murallas para dejar que siga su curso.

Es en el proceso de erigir mi propia conciencia en el que a veces me atasco. Igual que en ese cuento de Cortázar donde un embotellamiento infinito atrapa a los personajes en una carretera. Yo siempre me enamoro en la autopista hacia el mediodía, porque, cuando vuelvo y la situación límite desaparece, la rutina me absorbe y me olvido de que algún día viajé. La razón no es otra que la angustia a una apatía infinita, a un domingo por la tarde en bucle en el que no sea posible galopar hasta el acantilado.

Una vez lo conseguí. Aprendí a correr porque no quería aprender a olvidar y después de tres inviernos mi memoria seguía intacta y mis piernas en el mismo sitio. En ese entonces me hubiera venido bien una máscara para esconder las ojeras provocadas por dormir doce horas al día y una mirada perdida. En lugar de eso, tuve que soportar preguntas de desconocidos y sonrisas burlonas. Como en aquel tiempo, ahora ya no es suficiente con tener que aguantarse a uno mismo, sino que hay que compartir la mierda para que todos vean que tu felicidad no depende de ellos, que tienes una existencia plena rodeada de agujeros negros y que, aunque caigas, siempre habrá alguna escalera que te lleve a la cima de una montaña de basura.

Después de todo, confieso que empiezo a creer que, como dice Iván Ferreiro, “todos los principios son finales disfrazados de oportunidad”. Hasta que llega un inicio que surge sin que nada haya acabado. Que no es más que una transformación del tiempo, una evolución del espacio y una explosión de casualidades en medio del océano. Hasta que llega la génesis del mundo para explicarnos que hoy, como ayer, tenemos que enfrentarnos a la historia sin lágrimas en los ojos.

Este es el mejor resumen de mi vuelta a las palabras. Cada vez que me marcho me pregunto si llegará la fecha en que la costumbre no vicie mis manos y me corrompa hasta hacerme olvidar. Pero siempre hay letras que me devuelven la esperanza y las ganas. Porque escribir también es eso: una carretera infinita, un peldaño habitable, una careta de cuatro vientos, un rumbo sin velero.

Nabokov y su mujer se enamoraron a primera vista en una fiesta de máscaras. Nunca el amor había sido tan paradójico como entonces y no puedo evitar pensar si surgió por misterio o desconsuelo. Yo siempre he huido de las caretas y de los disfraces por miedo a acostumbrarme a quien no soy, a cogerle el gusto a fingir hasta el amanecer y no poder deshacerme de ese tormento.

Por eso hay tiempos en los que dejo de escribir. Como si tuviera miedo a darme cuenta de que, cada día y en horario programado, llevo el mismo antifaz que ellos pero que nadie me ve. Porque al fin y al cabo escribir es como saltar al vacío sin cuerdas y sin la certeza de que vas a morir. Las palabras pueden transformar incluso ese tipo de evidencias, y afrontarlo supone admitir que la vida no se autodefine hasta que uno se olvida de construir sus murallas para dejar que siga su curso.