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De pequeña era la sandía. Una simple pegatina que se repetía en mi silla, mi pupitre, mi casillero y el resto de mis cosas. Marcada de por vida por una fruta que de entrada tampoco me entusiasmaba demasiado, pero a la que poco a poco fui cogiéndole el sabor. La verdad es que, viéndolo desde la distancia de los años, hubiese odiado ser un melón, una simple manzana o, peor aún, una pera de agua, y tampoco soy tan exótica como para ser un maracuyá o una pitaya; nací en La Palma no en el Caribe. Me hubiese encantado ser el albaricoque, ¡es tan rico!

Todo en él son ventajas: no necesita cortarse, ni pelarse, tiene una pipa de fácil acceso y extracción, y tiene un punto sofisticado. Pero no, mi adorada señorita Ceferina decidió que yo tenía que ser la sandía. No sé muy bien qué criterio seguía para asignarnos una fruta u otra. Lo más probable es que lo hiciese de manera arbitraria, pero me gusta imaginar que realmente vio algo que le hizo pensar que era la idónea: de secano, colorida, pesada, dura por fuera pero fresquita por dentro y llena de pepitas, que, aunque son molestas, la hacen ser perfecta para mí.

Así es como fui creciendo y enfrentándome al mundo: siendo una simple sandía. Y así me he tomado la vida, como una gran mordida a esa fresca y dulce fruta, intentando deleitarme en cada sorbo, escupiendo esas molestas semillas que he ido encontrando por el camino. Y sí, confieso que alguna pepita me he tragado y que, aunque dicen que son diuréticas, no me han gustado nada. Pese a todo, siento que me han hecho crecer y madurar llegando a ser quien soy.

Porque la vida va cobrando sentido a medida que vamos sorteando obstáculos, superando metas, adquiriendo poder ante las adversidades... Si no, ¿qué plano sería todo, no? Por eso me encanta ser una sandía con un caos de semillas en su interior. Algunas más tragables que otras, pero todas posibles de vencer.

Recuerdo mi infancia y me vienen a la mente momentos de rebeldía, de pasión, de tesón… Una niña buena y respetuosa, como me inculcaron en casa, pero que no se callaba si tenía algo importante que decir. Dudaba, buscaba, me preguntaba y encontraba respuestas a todo aquello que me intrigaba. Poco a poco tuve el valor de aceptar quien soy, con mis cualidades y limitaciones y sin desear ser alguien diferente por agradar o encajar en unos modelos estandarizados y sobrevalorados. Soy sandía y no quiero ser albaricoque.

Y es que muy pocos se han convertido en grandes y vistosas frutas, llenas de nutrientes y con mucho jugo que ofrecer a los demás. La gran mayoría ha acabado siendo macedonia dentro de un triste bote y sin mucho que aportar, o en un tibio almíbar espeso y empalagoso que han cocinado a fuego lento durante años. Seré ilusa, pero me resisto a pensar que esa es la condena de esta sociedad.

De pequeña era la sandía. Una simple pegatina que se repetía en mi silla, mi pupitre, mi casillero y el resto de mis cosas. Marcada de por vida por una fruta que de entrada tampoco me entusiasmaba demasiado, pero a la que poco a poco fui cogiéndole el sabor. La verdad es que, viéndolo desde la distancia de los años, hubiese odiado ser un melón, una simple manzana o, peor aún, una pera de agua, y tampoco soy tan exótica como para ser un maracuyá o una pitaya; nací en La Palma no en el Caribe. Me hubiese encantado ser el albaricoque, ¡es tan rico!

Todo en él son ventajas: no necesita cortarse, ni pelarse, tiene una pipa de fácil acceso y extracción, y tiene un punto sofisticado. Pero no, mi adorada señorita Ceferina decidió que yo tenía que ser la sandía. No sé muy bien qué criterio seguía para asignarnos una fruta u otra. Lo más probable es que lo hiciese de manera arbitraria, pero me gusta imaginar que realmente vio algo que le hizo pensar que era la idónea: de secano, colorida, pesada, dura por fuera pero fresquita por dentro y llena de pepitas, que, aunque son molestas, la hacen ser perfecta para mí.