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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Revistas de viajes (I)

- … Yo sólo digo que hay un mundo de cosas ahí fuera que nadie se para a observar… –dijo el estanquero.

Su mente sorteaba el ruido de la moto de reparto que su compañero había mal aparcado encima del bordillo de la plaza. La mirada, apuntando alto y lejos. La cabeza intentaba no ceder a la gravedad, apoyándose en el puño izquierdo, cuyo codo del mismo lado descansaba en el mostrador.

- Sí, claro. Ahora vas a ser tú el único que ve bien, Guille… Aquí, el iluminado… y el resto: todos unos ignorantes, ¿no? –le abroncaba el joven del camión de reparto.

- No, coño… No es eso… Para nada. No me refiero al vuelo del colibrí, las auroras boreales ni nada de eso… –explicaba hiperbólicamente–. Que sí, que son maravillosos, oye. Pero el encanto, la armonía, el detalle… La forma básica… sencilla… ¿me sigues? –preguntó como si le estuviera resbalando algo fino por la yema de los dedos–. Ese ritmo al que todo baila… y sin embargo, tan diferente de unos oídos a otros.

Una brisa caliente le despeinó el pensamiento.

El mundo real y presente acabó, por él, con su ensoñación y a él no le gustaba despertar.

Había algo triste en el caminar de los vecinos que siempre deambulaban por la plaza durante la sobremesa. La vida entonces se resumía a la procesión de unas pocas familias que aprovechaban para pasear a sus bebés, las viejas que se turnaban yendo iglesia arriba, iglesia abajo, y el par de borrachos que salían de su misa propia en el viejo y apestoso bar de enfrente.

El sonido del pasar página le llamó la atención:

- Mira esa chica… donde las revistas. ¡A eso me refiero, tío! –susurró Guillermo. Torció la cabeza mudo, extrañado, con su cabeza señalando como mensaje al compañero, que venía del tercer viaje cargando mercancía–. Y lo mejor, encima, es que ella puede que no tenga ni idea de ello, o quizá ni le importa, ¡vete a saber…! Ella… –enfatizó–. Ella resume bien lo que trato de decirte… No parece consciente de lo maravillosa que parece desde fuera, en absoluto.

- Sí… Por cierto, alguien debería irle diciendo que esto no es una biblioteca…

- ¡Por Dios, Mario! ¡No seas salvaje!... ¡Para alguien que se para en el estanco en horas…!

- Que no estás para regalar nada a nadie, Guille…–sentenciaba Mario, entonando condescendientemente cada vocal–. Esto no te va a aguantar otro año… Ahora podrías estar pasando un tiempo en algún hotel o algo, a cuerpo de rey, de vacaciones, desconectando de todo este tinglado. Pero bueno, tú sabrás....

- Oye, esto es lo último –anunció el repartidor, abrazado a una hermética caja blanca–. Nos vemos el lunes. Acuérdate de hacer el ingreso y… nada, cualquier cosa: me escribes.

- Tú siempre yendo a lo importante –se despedía Guillermo–. No te preocupes: sobrará mucha mercancía, así que la próxima vez, tráete algo más grande que la moto.

Avenida abajo, el ruido del motor se perdía al mismo tiempo que aquella chica miraba al dueño del estanco, acercándose demasiado rápido para él al mostrador:

- Okey… se apresuró –avergonzado él–. Dime, por favor, que no has cogido toda esta pila por lo que estábamos hablando mi compañero y yo… –dijo señalando el fajo de revistas que llevaba.

- ¿Perdona?

- No, nada, nada… disculpa –se intentaba explicar bajo frío sudor–. La gente ya no suele comprar revistas… y menos aún tantas. Pero… que no me estoy metiendo con tu compra, ni nada…–Guillermo tomó aire–. Perdona otra vez, lo estoy empeorando. Me callo ya.

- Tranquilo –rió ella–, no pasa nada… Lo que no he podido encontrar es la Lonely Planet. ¿La sueles vender o…?

Su mirada proyectó la silueta del plumaje de un imposible pavo real al buscar en los expositores del destartalado estanco, para luego regresar a posar dos faros castaños en las entrañas de aquella caja de lata marrón y asaltar con la más afilada de las sonrisas al responsable de lo que allí se vendía.

- No… revistas así… sólo las que están a la vista… –Guillermo sentía ese típico pulso bombeado del corazón marcando el ritmo como un lejano tambor en el oído. Se aisló del mundo y de su propia voz… La boca y la lengua le pesaron inmóviles– pero, si quieres, puedo mandarla a pedir. Estamos a principios de mes, así que no debería tardar mucho en llegar.

(Uno… dos… tres… cinco infinitos…) El mundo no se había extinguido todavía. (Ocho…) Se atrevió a mirar a su cara… El contorno, el color, la luz… Se concentró primero en el extremo suroeste del rostro de ella, para reconocer las emociones básicas, buscando la ausencia o no de sonrisa y atendió luego al comportamiento del resto de sus músculos faciales.

A las treinta eternidades, consiguió mirarle al ojo derecho. Luego al izquierdo y otra media hasta perderle el miedo a doblegar su mente para adentrarse en aquellos dos planetas que, a la vez, le dijeron:

- Eso estaría genial, pero no tienes por qué molestarte.

- No es problema, de verdad. De hecho, ahorraría mucho dinero si me dedicara a atender sólo pedidos concretos… No sé por qué he dicho eso, la verdad –dijo apurado Guillermo, sintiéndose imposible de callar, diminuto–. Ella sonreía abrumada:

- Vale, es… genial, la verdad. Muchas gracias por el detalle. Lo malo es que tengo unos horarios malísimos y no sé cuándo podría pasarme…

Era uno de esos momentos. El de las excusas. El de las razones. El que le recordaba que la vida no es como en las películas. Ella estaría seguramente incómoda ante un tipo encerrado en un cubículo vendiendo prensa.

- Ya… –El estanquero tomó de la caja el cambio de la compra de aquella joven.

Perdona –lo interrumpió ella–… por casualidad no sabrás dónde puedo encontrar una ferretería por aquí, ¿verdad?

- Pues mira, girando aquí a la izquierda, si sigues hacia abajo, verás una como a cincuenta metros… –contestó Guillermo a medio gas, como si de un trámite cotidiano se tratase.

- ¡Genial…! ¡Muchas gracias! Es que acabo de llegar a la ciudad y no conozco el lugar ni nada. Pero me ha encantado este estanquito, y has sido muy amable conmigo… así que, si no te importa… –las palabras de la chica pisaban suelo inestable– … mira, vamos a hacer una cosa: pídeme la revista, te dejo mi número y, cuando te llegue, me llamas, quedamos donde nos venga bien, me la traes y nos tomamos un café o lo que sea…, si quieres, claro. ¿Te parece?

La precaución por no emitir una respuesta demasiado ansiosa se transformó en el silencio protagonizado por la pausa de un corazón que nunca estuvo acostumbrado a ser correspondido.

- Sí, claro… –tembló la boca de Guillermo–. Te tomo la palabra –reafirmó.

La joven abrió su bolso para acabar encontrando en su interior un bolígrafo de carcasa color limón con el que escribió, reclinándose sobre el mostrador y apartándose la melena de su lado derecho, nueve dígitos en la esquina de una página arrancada de la revista Viajeros y un nombre: Claudia.

Pero si le preguntases al estanquero, él te contaría que también recuerda la pesada luz del sol de las tres y media de la tarde posada en el perfil derecho de aquella joven, como deseando iluminarla a caricias; que cuando tuvo el papel en sus manos, comenzó a sudar, lo cual apuró el desgaste de la nota y que Claudia se marchó de allí a un tempo exacto de ciento nueve pulsaciones por minuto.

- … Yo sólo digo que hay un mundo de cosas ahí fuera que nadie se para a observar… –dijo el estanquero.

Su mente sorteaba el ruido de la moto de reparto que su compañero había mal aparcado encima del bordillo de la plaza. La mirada, apuntando alto y lejos. La cabeza intentaba no ceder a la gravedad, apoyándose en el puño izquierdo, cuyo codo del mismo lado descansaba en el mostrador.