La tentación autoritaria

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Populista es el discurso. Autoritaria, la forma de entender la sociedad y el poder. Pesimista, muy pesimista, su visión de la condición humana.

Que el autoritarismo adopte el formato nazi/fascista, el de dictadura de partido único o cualquier otra variante adaptada a los fantasmas de cada país, es lo de menos. Ahí está a la vista la retahíla de los putines, orbanes, erdoganes, bolsonaros, binsalmanes, maduros, ji pinges, obianges, kimiljonges y toda esa ristra de autócratas surgidos en estos tiempos en que parece estarse incubando el ocaso de la democracia.

Su denominador común es la destrucción de los valores, las garantías (y el tipo de sociedad que las hace efectivas) y los sistemas de gobierno característicos de las democracias de matriz liberal y herederas del ideal democrático y, al mismo tiempo, del reconocimiento de la libertad individual que fueron tomando carta de naturaleza en el desenvolvimiento de la cultura occidental.

Ideales occidentales que  -devastadoramente-  fueron casi siempre compatibles con las “conquistas… hechas contra aquellas indianas gentes, pacíficas, humildes y mansas que a nadie ofenden… son inicuas, tiránicas, y por toda ley natural, divina y humana condenadas, detestadas y malditas” (B. Las Casas, Brevísima relación de la destruición de las Indias), a base de negarles a los indígenas, a lo largo y ancho del mundo, la mera condición de seres humanos.

Democracia y libertad individual, un binomio en constante tensión y precarios equilibrios, son aspiraciones, ensoñaciones si se quiere (no menos que la de la justicia), civilizatoriamente muy útiles. Imprescindibles.

Aspiraciones situadas en las antípodas ideológicas de quienes consideran al ser humano como inevitablemente egoísta, violento, gregario, estúpido (y por lo tanto manipulable) y genéticamente propenso a la corrupción. Para quienes, por tanto, los individuos y los grupos humanos son incapaces de procurar el bien común y de gobernarse a sí mismos.

El autoritarismo no carece de una importante base empírica: la que le proporcionan las más fanáticas reacciones individuales y colectivas ante escenarios de temor e inseguridad, cada vez más frecuentes -por lo que se ve- en este mundo de capitalismo rampante, de poderes financieros incontrolables, de cada vez más Estados fallidos... en esta atmósfera, la del siglo XXI, crepuscular para la soberanía de los Estados y para la democracia política, que sólo funcionó (en los pocos países y períodos históricos en que estuvo vigente) en un marco, el del Estado Nación, completamente desbordado por la globalización.

La izquierda debe abandonar definitivamente toda pulsión autoritaria y anti individualista, que beben en la teoría del Estado de impronta roussoniana y marxista y en la larga estela del colectivismo como principio definidor de las relaciones individuo/sociedad.

Karl Marx con una lucidez incomparable para el análisis del capitalismo, de la sociedad y del Estado de su tiempo, en el que no existía aún el sufragio universal ni el menor atisbo de Estado Social, no elaboró una teoría del Estado propia. Su encandilamiento ante los órganos del poder surgidos de la revolución francesa de 1871, antecedentes directos de los soviets, quedó plasmado en sus escritos sobre La Comuna de París y luego sacralizados por V.I. Lenin en El Estado y la Revolución, al definir como modelo del Estado obrero un sistema basado en la concentración de los poderes legislativo y ejecutivo, integrados por delegados revocables en todo momento y sometidos a instrucciones obligatorias de sus representados, y un poder judicial en manos de funcionarios elegidos y revocables. Excluidos de la legalidad los partidos “contrarrevolucionarios”, y por tanto proscrito el pluralismo político, la dictadura revolucionaria estaba cantada. 

Esta herencia ha lastrado la teoría y la práctica de amplios sectores de la izquierda, colocándolos en el surco de los autoritarismos. No debemos olvidarnos (y si no, la respuesta al putsch trumpiano de los dirigentes de una derecha española cada vez más ultra nos lo debería recordar) que de cualquier participación, connivencia o “justificación” desde la izquierda ante actitudes potencialmente autoritarias, los detractores de la democracia y de las libertades sacan petróleo.

Y debe hacer irrenunciablemente suyas la democracia representativa, el principio de la separación de poderes, la libertad y el pluralismo informativos, la independencia de los jueces, que componen la gran aportación del liberalismo político.

Y, con más pasión si cabe, continuar defendiendo la igual dignidad del ser humano y las políticas públicas que tienden a hacerla efectiva, que son el santo y seña de la ideología socialista. Porque el desamparo ante la enfermedad, la vejez, el desempleo y las demás graves circunstancias vitales o la inaccesibilidad a la educación y a la cultura, pueden convertir a todas las proclamas sobre la libertad individual, la democracia y el Estado de Derecho en el guión de una farsa obscena.

Cuando estos días he contemplado el asalto al Capitolio, largamente incubado desde la irrupción política de Trump, no he podido evitar la evocación de mis propias experiencias vitales y las de mi generación. De importancia desigual, lo reconozco; pero atestiguadoras de esa tentación autoritaria tan inseparable de la psicología humana, como lo son los anhelos de libertad y de justicia social.

Viví el ambiente del franquismo tardío, cuyos mantras ideológicos y cuyos tics más sanguinarios se reactivaron ante la inminencia de la desaparición física del General. Todos los libelos preparatorios del 23-F, las proclamas pro golpistas del colectivo Almendros y sus coartadas “patrióticas”, que hoy nos vuelven a resultar familiares. Los llamamientos a rodear el Congreso o la convocatoria de una manifestación de un sindicato policial en tiempos recientes. El no tan reciente cerco del Parlamento de Canarias con algunos paraguazos a los diputados, allá por el 87, durante las protestas contra la Ley de Aguas. O el acoso y los insultos a los concejales del PP en un Pleno del Ayuntamiento de La Laguna en el que se volvía a tratar el tema de Las Chumberas, con la evidente complicidad del alcalde. Los escraches como “jarabe democrático de los de abajo”. La recurrente querencia de algunos a aplicar la censura informativa o a convertir compulsivamente la mentira en instrumento de acción política...

La democracia representativa tiene graves déficits que pueden convertirla en una cáscara hueca y en un mero mecanismo legitimador de poderes y políticas antisociales. Pero es insustituible.

Por eso tiene sentido que en una sociedad democrática se tipifiquen como delito (artículos 494 y 505 del Código Penal) contra las Instituciones estatales y locales los actos de presión directa sobre los órganos de la democracia representativa mientras se celebran sus sesiones. Porque la línea que separa el golpismo de este tipo de convocatorias y eventos es muy delgada. Sobre todo cuando los protagonistas tienen armas a su alcance, porque puedan adquirirse fácilmente en el mercado o porque formen parte de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad.

Y todas las apelaciones a la democracia directa, como sistema alternativo, han dejado el terreno abonado a todas las versiones del cesarismo y de la dictadura. Y a los hechos me remito.

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