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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

¡Tiempazo! (y la vuelta)

Recordé que se me quedaron las bolsas con las papas fritas de La Azucena en la otra casa cuando ya no había remedio. Luego no me importó. Hasta me vino bien el descuido. Y no lo digo por dietas u obsesiones de ese mismo rango. Lo menciono porque las hubiera tenido que facturar. Eso... Como que no me pegaba nada verlas aplastadas, trituradas, circulando sobre la cinta negra tras ser maltratadas por cilindros empichadores de lejanos años de tierra amarilla. Me quedé sin papas. Las fritas. Solo por ahora. Todo es un ahora instantáneo que se diluye veloz y lanza hacia un listado de después infinitos. Ahora es ahora… Después no es ahora, es después. Cierro los ojos.

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Cada vez me gustan más los aviones. Menos. Más. Estar en el aire y comprobar que ahí arriba también se puede escribir. Es de las pocas cosas decentes que la altitud, dentro de una atmósfera modificada, te deja hacer. También leer. En efecto. Y también pelearte con el de al lado, con los de ambos extremos. Estoy en el centro. Y con el de delante, o con el que pasa y se tropieza en este mismo momento, incluso sin estar borracho. En el aire, dentro de esa especie de cámara de frío que sirve para proteger la fruta del paso del tiempo, siempre sin esos malditos 40 grados centígrados, pongo el cronómetro para medir la de veces que miro el reloj. Cinco segundos, y van tres; dos segundos más, y cuatro… Y así hasta que me convenzo de que este no es el mejor plan para ver pasar todo el tiempo restante. Cierro los ojos.

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La azafata que está detrás me gusta más que la que está delante. Gustos y colores. Ahora la de detrás es la de delante y pienso que, debido a tanto movimiento unidireccional, lo mejor es diferenciarlas de otra manera; por ejemplo, la que más me gusta y la que menos me gusta. Así de sencillo. Entonces ya digo que ahí está la que más me gusta. Qué pena que ahora le toque a la que menos me gusta. Así transcurren los minutos, con esta indómita tontería. Me horrorizo de lo pobre que puedo resultar bañado por este chiquero de la mediocridad. Cierro los ojos.

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El libro puede ser mi salvación. Lo tomo, lo abro, busco la marca de la continuidad… Voy atrás para coger carrerilla y ya. Consigo meterme. Se me cae de las manos y el ruido me hace ver que me escapé de la historia. Abro los ojos y lo recibo en manos de la señora amable. Gracias. De nada. Creo que debo dormir. No está siendo mi mejor día. Tampoco lo pretendía. Mucho menos dentro de un avión como gallina ponedora abrasada por la jaula. Duermo aunque me cuesta, pese a la mala noche. Duermo y viajo de otra manera. Me alejo, me salgo consciente del sitio. Viajo y guío mis sueños. Es lo mejor. Viajo hasta que siento un choque brusco, de frente contra una palmera. Logro salir del coche hecho trizas, con el carro convertido en un ocho. Dos pasos y al suelo. Ahora alguien me toca... y descubro que hemos llegado. Estoy solo en el avión y la azafata que menos me gusta, la que primero estaba delante, ya ha dejado de convertirme en su instrumento de percusión. Estoy vivo. Lo del choque quedó en nada. Un milagro. Abro los ojos.

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Las puertas se abren con desgana primero y violencia después y observo que la cinta inició su singladura repetitiva. Hay dos bolsas amarillas al fondo que parecen las papas fritas de La Azucena. Me acerco. Sí, sí, qué bueno, qué bueno… La Guardia Civil llega y se los lleva sin montar el pollo. Ellos aceptan paralizados. Las papas fritas no pueden ser porque se me olvidaron en la otra casa. Estoy tonto. Medio dormido. Tarde me doy cuenta de que no tengo que esperar por las maletas. Tonto no, muy tonto. Las otras puertas se abren remolonas y el olor a café de colonia lusa me devuelve a la realidad. El aire húmedo me descongela en el subtrópico y rememoro el texto de ayer de Manuel Vicent. Me tatúo en la mente la ligera sencillez de que la vida solo es el tránsito del espacio que delimitan las barandillas de la vieja cuna a los centímetros de lecho de la última caja de madera: el viaje a lo inerte. Abro los ojos.

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Vuelvo a estar en casa. Por ahora la caja de madera tendrá que esperar, aunque yo soy más de urna. Ni se cayó el avión ni me mató el accidente de tráfico. ¡Tiempazo en Santa Cruz, oye!

Recordé que se me quedaron las bolsas con las papas fritas de La Azucena en la otra casa cuando ya no había remedio. Luego no me importó. Hasta me vino bien el descuido. Y no lo digo por dietas u obsesiones de ese mismo rango. Lo menciono porque las hubiera tenido que facturar. Eso... Como que no me pegaba nada verlas aplastadas, trituradas, circulando sobre la cinta negra tras ser maltratadas por cilindros empichadores de lejanos años de tierra amarilla. Me quedé sin papas. Las fritas. Solo por ahora. Todo es un ahora instantáneo que se diluye veloz y lanza hacia un listado de después infinitos. Ahora es ahora… Después no es ahora, es después. Cierro los ojos.

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