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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Torre de cristal

Cada vez que vuelvo a escribir siento el pánico de las primeras veces, cuando creaba poemas con catorce años y los guardaba en aquel ordenador que tenía en casa de mis padres. Imagino que ya desde entonces sospechaba que todo lo que fuera verso escondía lo que no se quería o no se podía decir de otra forma. A día de hoy soy igual pero con 26 años y me gustaría esconderme en aquel cuarto y guardar bajo llave los sentimientos que son aire.

Mucho hablaba entonces de desamor. Desamor adolescente, dolor mundano y algo así como asequible. Al crecer entendí que el desamor era otra cosa, y que no podía asociarse únicamente al rechazo de una persona hacia otra. Yo siento desamor en las calles cuando oigo gritos entre amigos, cuando veo a un padre que trata con desdén a su hijo, cuando dos desconocidos se recriminan el olvido, cuando alguien llora y nadie lo atiende, cuando alguien pide y nadie le mira. Siento desamor en las calles de todas las ciudades en las que he estado y no sé cómo remediar ese sentimiento de desesperanza por la vida y no por la propia. La mayoría de las veces lloro a escondidas y empiezo a plantearme cómo empezó todo esto, el mundo, digo, y cómo se cambia. Luego llego al trabajo y postergo por un rato la existencia que hasta hace diez minutos me encogía el pecho.

El amor también es la ausencia de violencia, física, verbal, sentimental. El amor es educación porque la educación es respeto. Es respeto hacia al otro, es empatía, es una manera de decirle a los demás: “Pienso en ti aunque no te conozca”. Es una manera de decirle: “Quiero que estés bien aunque no sepa quién eres”.

Este verano estuve en Toulouse y recuerdo haber estado pensado precisamente sobre el odio en algún kilómetro de río. No llegué a ninguna conclusión más allá de la mera rabia en primera instancia. Tras algunas cervezas y mucha soledad pensé en lo triste que sería ser alguien que albergara amargura en su interior. Me pregunté qué pensaría esa persona que no entiende que su vida no existiría tal y como es si no fuera por los otros, y que al final lo único que sirve es buscar la manera de devolver todo lo que se nos es dado, aunque nunca sea suficiente. A eso lo llamaría yo una vida útil y no a los años que nos pasamos deseando que se esfume el tiempo.

Yo cada día le doy gracias a las personas que me rodean por aceptarme. No se los digo siempre porque soy incapaz de transmitirlo de la manera correcta, pero me abruma el modo en el que dos seres son capaces de cuidarse. Hoy pensé en ello mientras hacía cola en un ascensor con una desconocida. Me di cuenta lo a gusto que estaría en silencio con alguien que no fuera ella, pero lo incómoda que estaba por compartir segundos de vida con una persona de la que solo sabía su nombre.

Ese fue uno de los momentos en los que pensé en todos con los que el ruido sería paz.

Cada vez que vuelvo a escribir siento el pánico de las primeras veces, cuando creaba poemas con catorce años y los guardaba en aquel ordenador que tenía en casa de mis padres. Imagino que ya desde entonces sospechaba que todo lo que fuera verso escondía lo que no se quería o no se podía decir de otra forma. A día de hoy soy igual pero con 26 años y me gustaría esconderme en aquel cuarto y guardar bajo llave los sentimientos que son aire.

Mucho hablaba entonces de desamor. Desamor adolescente, dolor mundano y algo así como asequible. Al crecer entendí que el desamor era otra cosa, y que no podía asociarse únicamente al rechazo de una persona hacia otra. Yo siento desamor en las calles cuando oigo gritos entre amigos, cuando veo a un padre que trata con desdén a su hijo, cuando dos desconocidos se recriminan el olvido, cuando alguien llora y nadie lo atiende, cuando alguien pide y nadie le mira. Siento desamor en las calles de todas las ciudades en las que he estado y no sé cómo remediar ese sentimiento de desesperanza por la vida y no por la propia. La mayoría de las veces lloro a escondidas y empiezo a plantearme cómo empezó todo esto, el mundo, digo, y cómo se cambia. Luego llego al trabajo y postergo por un rato la existencia que hasta hace diez minutos me encogía el pecho.