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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El valor de la palabra

Todos los domingos, desde bien temprano, nos íbamos al cantero de don Pascual. Allí mi madre y yo nos sentábamos encaramadas en la pared de piedra. Ella me enseñaba a hacer bellas bailarinas con las amapolas rojas y a silbar con las hojas, me contaba historias de antes, algunas ciertas, otras las inventaba sobre la marcha… Juegos y cuentos que seguía entusiasmada, empapándome del ambiente y del calor de mi madre. Y mientras, mi padre, que de vez en cuando nos dirigía una mirada complaciente, se afanaba cavando surcos de papas, revisando que las coles no tuviesen bichos, plantando lechugas, millo o lo que tocara en esa temporada.

Don Pascual era un vecino del pueblo que había dedicado toda su vida al campo, pero que, debido a su avanzada edad, no podía hacerlo más. Fue por eso que llegó a un acuerdo con mi padre, dejándole sembrar en sus tierras para que la huerta no se perdiera. A cambio él solo pedía un saco de papas, un par de coles o lo que se ofreciera, lo justo para el gasto de la casa. Lo curioso es que para el acuerdo no hizo falta redactar un contrato, ni firmarlo en el notario, tampoco se buscó avalista, ni hizo falta una garantía. En este arreglo no existía ningún documento que sellase aquel pacto más que la palabra de dos hombres y un apretón de manos. Así de sencillo era.

Hoy me ha venido ese recuerdo a la cabeza. Mi mente ha vuelto a aquel cantero, a la brisa del alisio revolviendo el pelo canoso del don Pascual, al olor a tierra y paisaje, a ver a mi joven padre hablando con él, de usted, por supuesto, con sus conversaciones sobre el campo, sus chascarrillos… Pero también dejando constancia de su palabra con un simple gesto que traspasaba la legalidad de cualquier fe notarial. El firme valor del compromiso.

Sin embargo, en la actualidad, no todo el mundo se compromete sin un papel que los ate y condene, y aún teniéndolo, también hay argucias para romper lo pactado. Por eso hay personas que no dan su palabra porque no saben si serán capaces de cumplirla o simplemente, para evitar el tener que dar explicaciones; tibios que no se posicionan ante la verdad y se ocultan en una vida que ni siquiera ellos mismos logran entender. Luego los hay, y estos los peores, los que la dan sin ton ni son. Individuos a los que se les llena la boca de buenas voluntades, de apoyos incondicionales, de ahí estaré, no te preocupes, que yo no te fallo, por supuesto muchacha, ¿cuándo te he fallado yo?, vamos, que se deshacen en intenciones que son capaces de abandonar por el primer viento que sopla: “Es que me surgió un compromiso”, es la excusa, prostituyendo el valor de la misma palabra a la que no hacen honor: compromiso.

No se confundan. Toda relación requiere un compromiso. Y no hablo de un documento que certifique esa unión sino de la palabra. La palabra de que estarás. De que cumplirás lo establecido o de que al menos ayudarás y pondrás todo lo que esté a tu alcance para lograrlo. La palabra de que te importo como persona. Palabras que signifiquen. Palabras que al fin y al cabo dejan ver tu esencia, tu marca.

Todos los domingos, desde bien temprano, nos íbamos al cantero de don Pascual. Allí mi madre y yo nos sentábamos encaramadas en la pared de piedra. Ella me enseñaba a hacer bellas bailarinas con las amapolas rojas y a silbar con las hojas, me contaba historias de antes, algunas ciertas, otras las inventaba sobre la marcha… Juegos y cuentos que seguía entusiasmada, empapándome del ambiente y del calor de mi madre. Y mientras, mi padre, que de vez en cuando nos dirigía una mirada complaciente, se afanaba cavando surcos de papas, revisando que las coles no tuviesen bichos, plantando lechugas, millo o lo que tocara en esa temporada.

Don Pascual era un vecino del pueblo que había dedicado toda su vida al campo, pero que, debido a su avanzada edad, no podía hacerlo más. Fue por eso que llegó a un acuerdo con mi padre, dejándole sembrar en sus tierras para que la huerta no se perdiera. A cambio él solo pedía un saco de papas, un par de coles o lo que se ofreciera, lo justo para el gasto de la casa. Lo curioso es que para el acuerdo no hizo falta redactar un contrato, ni firmarlo en el notario, tampoco se buscó avalista, ni hizo falta una garantía. En este arreglo no existía ningún documento que sellase aquel pacto más que la palabra de dos hombres y un apretón de manos. Así de sencillo era.