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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Sin vida

Esa vida que no es mía y me rodea,

el misterio de la muerte, lo que llamamos la muerte

y el misterio de la vida siempre abierta,

lo que llamamos la vida

en el árbol, en las nubes y en el agua,

y en el viento y en el mundo que es quien es sin ser humano,

y en la inmensa transparencia que no se dice, se muestra

en eso que busqué tanto y ahora encuentro regresando:

la infancia, quizá, la infancia, nuestro final seguro,

nuestro cuento, nuestro canto, nuestra mágica conciencia:

el total de lo sin fin y de la vida abierta.

(‘La vida, ahí fuera’ de Gabriel Celaya)

Aquellos muros. Esos que separaron y jamás unieron nada, aquellos. Límite de lo físico, del espacio, esos que congelaron el tiempo. Aquí y allá, muros. Siempre fríos, distantes como el cielo, inalcanzables. Fronteras inútiles de banderas sin sentido. Absurdos contratiempos del que impone dividiendo, del que marca lo que ha de ser sin darse cuenta de lo que pierde fragmentando. Ridículo concepto del ser, tan moderno y actual como antiguo: esto es mío, me pertenece.

Piensa el hombre que la tierra es su propiedad, dueño y señor del paraíso terrenal. Gusta de acumular, de poseer todo lo que le rodea, subyugando la naturaleza, sometiendo los elementos si es necesario. Cada piedra es suya, cada rincón, nada escapa a sus dominios. Se es superior y hay que demostrarlo. Todo está al alcance y hay que conseguirlo como sea, desarrollando la tecnología que haga falta, sacrificando tiempos, esfuerzos y vidas si así ha de ser.

Necio. Iluso pensar que eres el amo de lo que ves. Nada es tuyo pese a que constantemente andes pensando que puede asirse. No eres consciente de que solo eres patrón de tu propia muerte y que es lo único que, desde la cuna, te pertenece verdaderamente. Pero tu propia esencia no es esa…

Cree cada generación que es la única, eterna, y las de esta modernidad que vivimos, más. La juventud nubla el juicio haciendo creer que todo será igual para siempre, que nada cambiará, que todos seguirán siendo los mismos, lozanos y frescos, rezumando salud y frescura. La parca ya no es ni tan siquiera un tema de conversación entre vecinos, no se habla de ella, se tapa y se esconde. La consigna es prolongarnos en el tiempo, mantenernos iguales; no importa si hay que recurrir al bisturí para corregir lo que el paso de los años ha ido desgastando.

Y así no se llevan a los niños a los cementerios para no ver la única realidad tangible. De espaldas a la realidad vivimos creyendo que nada cambiará. Solo algún bofetón de cruda existencia nos despierta del letargo de vez en cuando con la noticia del obituario de alguien muy joven o de nuestra edad. No lo esperamos, nos pilla por sorpresa mientras las generaciones más ancianas se apagan en silencio. Hoy es uno, mañana otro, lentamente y sin ser notados. Total, nadie les hace caso. Nuestros mayores no forman parte de una sociedad dinámica, explosiva y radiante de mocedad; son un estorbo que se tapa para no ser visto. No son trending, no son cool, no son hasta que dejan de ser completamente.

Pero poco a poco el tiempo avanza sin darnos cuenta, inexorable. Para ti también. La cadencia es constante y no hay camino de regreso. Tampoco sabes cuánto falta, aunque está demostrado que eso no te provoca inquietud. Sin conciencia de tus propias limitaciones transitas un mundo que pretendes gobernar pese a que nada te dio el permiso. Curiosa ironía, ¿verdad? Aquello que creías que era para ti es precisamente lo que jamás tendrás.

Esa vida que no es mía y me rodea,

el misterio de la muerte, lo que llamamos la muerte