Espacio de opinión de Tenerife Ahora
Volviendo a las aulas
Siempre lo he tenido claro. Siempre me he sentido fascinada por mi profesión y, si volviera a nacer, la elegiría nuevamente, y pienso que desarrollarla en condiciones óptimas debe ser algo de lo más goloso. Soy profesora desde mis más remotos recuerdos en que jugaba a serlo, con apenas siete años, en el patio de casa, teniendo a mis hermanos y algunos vecinitos de alumnos. Y en cierto modo estoy contenta porque puedo dedicarme a lo que me gusta: por fin, en este último mes, después de más de diez años, he vuelto a las aulas para enfrentarme nuevamente al durísimo mundo de enseñar a los adolescentes en plena efervescencia hormonal que hoy por hoy pueblan la Educación Secundaria Obligatoria, o la ESO, como todos la conocemos, esa utopía con la cara lavada por una eterna sucesión de leyes educativas de cuyo nombre no consigo acordarme, esa ESO que empezó a implantarse por los mismos años en que justamente terminaba yo mis estudios universitarios, allá por los primeros noventa. Utopía fue en lo que pensé yo cuando escuché por primera vez, desde mi casi nulo conocimiento, en qué iba a consistir a partir de ese momento ponerse delante de un auditorio de alumnos de Secundaria y que ese nuevo concepto no iba a tener nada que ver con lo que habíamos conocido hasta entonces.
Lo primero que me llamó la atención fue que la Primaria se iba a quedar recortada hasta el sexto curso, mientras que la Secundaria incorporaría a aquellos que tuvieran aproximadamente de doce años en adelante para mezclarlos con los restantes cursos hasta llegar a los de segundo de Bachillerato, con dieciocho años o incluso más. Total, un infanticidio flagrante. Eso fue lo que pensé, porque, sacar a unos niños del colegio para lanzarlos a las aulas de Secundaria tan pronto era -y sigue siéndolo- como abrirles los ojos antes de tiempo al difícil mundo de los adultos, con sus problemas, sus comportamientos y sus quehaceres.
Aunque en realidad ya había percibido esa sensación diez años atrás, hasta hace unos días no recordaba concretamente cómo era ver pasar por los pasillos del instituto a los alumnos de primero de la ESO, sobre todo en los primeros días del curso, cuando todavía ni siquiera saben a ciencia cierta cómo comportarse, quiénes son todos sus profesores ni cuáles sus aulas de referencia. Así, aunque un poco apenada, me alegré la vista con aquella tropa de adorables soldaditos liliputienses vagando de un lado para otro por los pasillos del instituto, inundándolo todo como un río de inocencia. Pasados unos pocos días probablemente se convertirá en un río de seres pero sin aquella inocencia, con ademanes que no corresponden a su apariencia, sino más bien a australopitecos totalmente crecidos -a pesar de tener todavía la misma estatura- y dispuestos a comerse el mundo, a desafiar a los profesores y a retar a quien sea por hacerse con un espacio donde sembrar su personalidad, en esa suerte de lucha ancestral por la supervivencia que ya no se entiende con lanzas y huesos de animales, sino con piercings, tatuajes, vestimentas extrañas y provocadoras, pelos engominados y pintados de colores estridentes, palabras sonorosas y gestos agresivos.
En esta profesión mía no siempre todo es grato y no todos los alumnos quieren estar dentro del aula aguantando el rollo que a nosotros los profes nos mandan a explicar, porque tenemos que cumplir con unos objetivos y el alumnado debe contar con unos conocimientos mínimos. Pero es evidente que nuestro objetivo y el de nuestros alumnos muchas veces no suele coincidir. Intentar avanzar en una explicación de un contenido cualquiera en una clase con chicos que se emparejan con los profesores a base de contestaciones impropias y muchas veces soeces, disrupciones continuas con todo tipo de aspavientos, ruiditos, risas, lanzamientos de papeles y objetos varios, insultos y todas las faltas de respeto que ustedes sean capaces de imaginar puede llegar a ser la Odisea, la Ilíada y la Eneida juntas consecutivamente. Y si a ello añadimos que en una clase puede llegar a haber más de treinta alumnos y que hay que atender a la diversidad, que a veces conjuga uno y otro extremo dentro de una misma aula, una hora de docencia activa puede hacerse eterna, sobre todo cuando los alumnos no paran de preguntar la hora constantemente, o sea, que su interés por estar en clase es inexistente y lo único que desean es estar en cualquier parte menos en el aula.
Nadie nos enseña estrategias para avanzar y se impone la supervivencia a base de fuerza, de amenaza, de violencia en definitiva. El aula donde estos medios no se usen puede ser interpretada como el escenario de la diversión. O sea, lo de siempre, porque nada tiene que ver lo que se nos capacita a los profesores, tanto en la universidad como en cursos de aptitud pedagógica y en prácticas varias, con lo que nos encontramos en la compleja realidad diaria de las aulas. Me gustaría que esos teorizadores de la educación, los exigidores de medidas de atención a la diversidad y los creadores de leyes educativas varias pudieran al menos por un día pisar una de mis clases (y mis alumnos son en realidad adorables en comparación con lo que podemos encontrar por esos institutos).
Desde el mismo momento en que nos presentamos a unas oposiciones, los profesores estamos obligados a soñar situaciones de aprendizaje ideales, con alumnos perfectos, inmóviles, participativos, interesados, atentos, bien educados y respetuosos, y a hacer alarde ante un tribunal -compuesto a veces por personas menos expertas en las lides de la enseñanza que los propios opositores-, de nuestra capacidad para usar en clase el último aparato de la tecnología, dominar cientos de programas y aplicaciones útiles para la docencia y un montón de conocimientos que jamás llegan a presentarse ante los alumnos, porque luego, cuando aterrizamos en la cruda realidad del aula, en muchos casos no podemos aspirar a contar con un simple cañón para proyectar o un ordenador con internet, porque en no pocos recintos escolares todavía no vamos más allá de las clásicas pizarras de tiza de toda la vida, por no decir de los déficits de todo tipo que arrastran los alumnos de cualquier nivel que en muchas ocasiones han sido pasados de curso, en el mejor de los casos por la edad y no por los conocimientos que hayan superado.
Esto me da pie para creer que el experimento de mejorar la educación y la calidad de la enseñanza hace mucho tiempo que nos ha salido rana y, como dicen en mi pueblo, vamos pa’tras como los cangrejos.
Siempre lo he tenido claro. Siempre me he sentido fascinada por mi profesión y, si volviera a nacer, la elegiría nuevamente, y pienso que desarrollarla en condiciones óptimas debe ser algo de lo más goloso. Soy profesora desde mis más remotos recuerdos en que jugaba a serlo, con apenas siete años, en el patio de casa, teniendo a mis hermanos y algunos vecinitos de alumnos. Y en cierto modo estoy contenta porque puedo dedicarme a lo que me gusta: por fin, en este último mes, después de más de diez años, he vuelto a las aulas para enfrentarme nuevamente al durísimo mundo de enseñar a los adolescentes en plena efervescencia hormonal que hoy por hoy pueblan la Educación Secundaria Obligatoria, o la ESO, como todos la conocemos, esa utopía con la cara lavada por una eterna sucesión de leyes educativas de cuyo nombre no consigo acordarme, esa ESO que empezó a implantarse por los mismos años en que justamente terminaba yo mis estudios universitarios, allá por los primeros noventa. Utopía fue en lo que pensé yo cuando escuché por primera vez, desde mi casi nulo conocimiento, en qué iba a consistir a partir de ese momento ponerse delante de un auditorio de alumnos de Secundaria y que ese nuevo concepto no iba a tener nada que ver con lo que habíamos conocido hasta entonces.
Lo primero que me llamó la atención fue que la Primaria se iba a quedar recortada hasta el sexto curso, mientras que la Secundaria incorporaría a aquellos que tuvieran aproximadamente de doce años en adelante para mezclarlos con los restantes cursos hasta llegar a los de segundo de Bachillerato, con dieciocho años o incluso más. Total, un infanticidio flagrante. Eso fue lo que pensé, porque, sacar a unos niños del colegio para lanzarlos a las aulas de Secundaria tan pronto era -y sigue siéndolo- como abrirles los ojos antes de tiempo al difícil mundo de los adultos, con sus problemas, sus comportamientos y sus quehaceres.