Magnolia: mujer entre la calle, la violencia y la esperanza 

El Parlamento de Canarias está a menos de doscientos metros de Miraflores, un callejón estrecho de Santa Cruz de Tenerife donde todo el mundo sabe que cada día aguardan noticias de la vida un puñado de prostitutas sentadas al fresco. En la capital tinerfeña abundan pisos privados donde cientos de mujeres soportan a puteros día a día. Más arriba, en las medianías de la isla, cerca de La Esperanza y a menos de un kilómetro del centro penitenciario Tenerife II, luce también sin descanso el amarillo chillón de la fachada de El Hotelito, afamado prostíbulo, antaño residencia de ancianos. 

Pisos, calles, clubes: nunca paran. Magnolia (nombre ficticio) padeció los dos primeros espacios. Hermana mayor de sus hermanos, entonces bajo unas condiciones económicas complicadas, le correspondió ayudarlos. Con ese deseo emigró a Tenerife a comienzos de siglo, tras una infancia muy dura en la que padeció “cosas que marcan la vida de una mujer, difíciles de superar”. Ahora es rubia, viste de negro, labios de rojo. 

Todavía sin los papeles en regla, encontró en el periódico el anuncio de un trabajo: “Persona de compañía”. Acudió al piso. Una mujer “me pinta todo maravilloso, me habla de ingresos elevados. Podía mantener a mi familia”. Ahora está maquillada, es alta, grandes ojos. 

El concepto “compañía” significó soportar sexo con unos diez hombres al día. La encargada concedía algunos servicios de comida, ropa y aseo, pero las mujeres no podían salir del piso sin previo aviso y vivían todo el día a expensas de los caprichos imprevistos del cliente de turno. “Recuerdo que era joven. Yo era joven, ¿sabes?”, dice casi excusándose; “a veces quería salir a pasear, hacer otras cosas. Pero debíamos estar allí las veinticuatro horas del día a su entera disposición”. Sin rutina clara. Ella y sus cinco compañeras se levantaban cuando podían o ante la presencia temprana de un consumidor, dice Magnolia entre sonrisas amargas; luego desayunaban, recogían la cocina, se aseaban y esperaban o atendían al primer hombre. 

Cobraba así entre 2.000 y 3.000 euros semanales, pero la regenta percibía más de la mitad y el resto trataba de destinarlo a su familia y a su supervivencia particular. Contrajo una deuda tras rogar un adelanto que solo con el paso del tiempo solventó. 

La profesora del Departamento de Sociología y Antropología de la Universidad de La Laguna (ULL) Esther Torrado recuerda que ellas deben asumir el coste de alquileres la mayor parte de las veces, y de cuotas, manutenciones, deudas y pagos a intermediarios y a familiares. Y hasta preservativos. Torrado presentó el pasado febrero en el Parlamento regional un estudio sobre la prostitución de mujeres en Canarias, el primer informe sobre prostitución realizado en las islas. Cifra en tres mil las mujeres prostituidas en el archipiélago, según las estimaciones. Y ninguna luce patrimonios, viviendas o rentas fijas. Mucha ayuda denegada, muchas denuncias por el sumidero. 

“Están sufriendo una actividad violenta para ganar una miseria”, sentencia Esther Torrado. Para la profesora universitaria, toda forma de captación parte de la mentira de la oferta y de la situación vulnerable de las receptoras, generalmente en circunstancias empobrecidas y sin apoyos cercanos. “Trata de mujeres y prostitución están vinculadas”, vuelve a sentenciar, mirando mucho a los ojos. 

La trata obliga a ejercer por la fuerza de la coacción o de la necesidad, o de ambas. La trata es la norma; hasta la Organización de las Naciones Unidas cede el 30 de julio para airear sus miserias. Torrado apura un poco más: distingue una especie de racismo prostitucional, puesto que las extranjeras sufren más maltratos. Distingue una suerte de estereotipo de hombre blanco dominando a la mujer negra. Y las mayores soportan aún más vejaciones y más prácticas de riesgo que las jóvenes. 

Magnolia sobrevivió en aquel piso unos cuantos meses. Pero luego naufragó casi una década en las calles. 

En las calles

Una vez, durante esos años de trabajo sin techo, un hombre llegó muy rápido en coche. Ella se subió y comenzó a preocuparse cuando se detuvieron en un descampado “bastante más lejos” del acordado. Él pagó y ella se relajó porque supuso que, en cualquier caso, sería un servicio regular. Luego fue a colocarle el condón, según también lo pactado, pero el hombre se negó, se lo arrancó de las manos, lo tiró y trató de forzarla. Ella quiso devolverle el dinero. 

“Empezó a pegarme”, recuerda ahora. “Bastante fuerte”, dice remarcando la erre: “casi me mata”, continúa, los ojos grandes achinados. Ella agarró entonces el móvil, “lo apreté con esta mano, así, lo apreté y lo apreté”. La bajó del coche e intentó meterla en el maletero; la metía, ella salía, y él vuelta a meterla y ella vuelta a salir; quiso arrojarla desde un barranco cercano. No dejó de golpear en ningún momento. “Solo sé que no se percató de que había cogido el móvil”. 

La dejó desnuda en el descampado y sin bolso ni recaudación. Los policías la encontraron “en un estado bastante difícil” y la trataron muy bien: “tuvieron bastante respeto, no trataron mal mi cuerpo”. La taparon. “Es de agradecer”, dice casi disculpándose. 

Porque los entornos sociales o los posibles círculos de confianza humana casi desaparecen. Las mujeres solo se mueven en ambientes muy cerrados de prostitución pura y dura, delimitados apenas a compañeras, encargadas y proxenetas, y repletos de drogas y delincuencia hasta que, en muchos casos, todo finaliza en una especie de remolino hacia la destrucción más profunda de la persona. Adquieren, dice la educadora social Elena González, una “indefensión aprendida”: un permanente cuestionamiento personal, una inseguridad completa hacia ellas mismas que les fuerza a no concederse un valor. “¿A dónde voy yo?, se dicen. Si no valgo para otra cosa, ¿qué voy a hacer? Eso piensan”, relata la trabajadora. Y concluye: “es difícil romper esa dinámica; que hagan clic en sus cabezas, que abandonen. Hay que tener mucha fuerza de voluntad porque se encuentran en un círculo vicioso”, mirando mucho a los ojos. 

Magnolia también habla sobre aquellas mujeres con las que compartió existencia. Reina mucha relación extrema entre el amor o el odio, pero todas encierran una humanidad latente que siempre aflora en momentos de urgencia, como cuando alguna pierde a un hijo o sufre persecuciones o agresiones de algún hombre. Entonces se hermanan. En el centro de orientación y promoción de la mujer La Casita, impulsado y dirigido por las Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor en 1988, reconocen muy bien estos casos extremos a fuerza de experiencia. Mujeres en avanzado estado de gestación no dejan de soportar a clientes hasta poco antes de parir o regresan al sufrimiento justo después de alumbrar: “en la calle hay gente que da a luz hoy, y mañana está de nuevo prostituida”, remata Elena González, trabajadora de la institución. 

Robos. Magnolia recuerda que unas cuantas veces los puteros quedaban con ella tan solo para robarle. Una sonrisa nerviosa y amarga en su cara. En una ocasión, un joven condujo de nuevo a otro sitio alejado, no pactado, y le robó. “Me pegó y me robó. Me pegó hasta que hice mis necesidades encima”, dice avergonzada. “Porque recuerdo que no quería soltar mis cosas”, prosigue como pidiendo disculpas por finalmente no haberlas soltado. 

Otro hombre muy rápido en coche hasta su casa. Le colocó el codo en el cuello y presionó “un montón de rato”; luego le presionó el pecho y la cara con su cuerpo “muy pesado” hasta aplastarla. Nada comunicado. Solo después de aquello quiso sexo. Se vio atemorizada, indispuesta para el trabajo, bajo pánico. Magnolia se negó a proseguir. Recuerda que el hombre, hecho una furia, llegó a golpearla, y que fue tras ella cuando huía descalza. Ahora agradece que solo le subiera la camiseta y sigue como disculpándose y esbozando medias sonrisas tristes. 

Más violencia

Magnolia no calló. Trabó incluso amistad con una joven “muy guapa y muy bonita” cuando plantaron juntas un recurso para víctimas de violencia sexual en la administración. Pero ahora Magnolia adopta un gesto de derrota y lamenta a media voz que, durante aquellos años esclavos, los funcionarios tomasen a la ligera sus denuncias y no prestasen mucha atención. “Aquello era el trato normal”, apunta. 

En una ocasión estaba pidiendo justicia, magullada de arriba abajo. La forense le reportó el informe, salió de la habitación y le dijo de pasada al agresor: “Habiendo tanta gente por ahí, vas y buscas a ésta”. Magnolia: “Eso duele”. 

Hubo gente que le decía al terminar: “ni se te ocurra...”. Y ella prometía no desvelar nada. “Pero eso también ofende un poco”, lamenta entre risas nerviosas y bajo una especie de timidez dura. “¿Qué iba a decir? Más vergüenza sentía yo”, insiste. Hay un “desconocimiento absoluto” sobre el “sistema prostitucional”, dice Torrado. Cree que esta violencia institucional parte, entre otras cuestiones, del mito peliculero de la prostituta alegre y pudiente. 

Prototipo de putero: “un hombre”, ironiza González. Uno normal, a secas. Médicos puteros que las atienden en consulta tras haber consumido y estado con ellas. Jueces puteros durante vistas frente a testigas con las que echó un rato. Policías puteros. Magnolia distingue a unos pocos que nombraba como “mejores clientes”. Aquellos acudían puntualmente, hacían lo que hacían y se iban y casi daban las gracias. Incluso hubo quienes acudían tan solo a hablar, a contarle largo y tendido sus vidas, obras y milagros, y ella pensaba entonces “¡Aleluya!”, y los escuchaba el tiempo acordado. “Pero esos eran muy poquitos”, lamenta. 

Torrado, al contrario: “Lo preocupante es el demandante habitual, el que toma la prostitución como un consumo lícito o una actividad de ocio ordinaria”. Según el estudio, tan solo cuatro de cada diez hombres que han abandonado el consumo de prostitución pide su abolición. Pervive una resistencia cultural que minimiza el problema y lo neutraliza y justifica, mediante procesos idénticos a la concepción social de la violencia machista de hace años, cuando se consideraba un problema privado, asuntos de pareja, bajo el argumento atávico del “siempre ha sido así”. 

González: “Cuatro de cada diez hombres reconoce haber consumido prostitución. Ojo: lo reconoce. Hay quienes no. Probablemente, sean más de la mitad”. 

La prostitución ha mutado; hoy por hoy es un sistema global del que vive mucha gente y que ya no está tan vinculado al consumo de drogas, como en décadas anteriores, ni opera como una economía primitiva. La prostitución de calle es minoritaria, defiende Esther Torrado. Se necesita privacidad: pisos, habitaciones, salas de masaje. En Canarias predominan los pisos particulares. Funcionan como espacios impunes a los que solo se puede acceder con una orden judicial. Se sabe: en los pisos son muy cuidadosos. Magnolia recuerda: “estábamos muy vigiladas y nos acompañábamos unas a otras. A los clientes no se les permitían ciertas cosas”. 

Disociaciones 

Salidas de emergencia, aunque pasajeras: Magnolia estuvo un tiempo alejada de la prostitución tras escapar del piso, pero recayó tras el suicidio del único novio que realmente la quiso. Se apoyaban mucho mutuamente, dice. Luego perdió el empleo, quebró su economía y se contempló “emocionalmente vulnerable”. Comenzó a consumir en la calle precisamente por estar en la calle. “Estuve muy metida. Me sentía tan triste al terminar de trabajar que creo que la piel se me afinó de tanto que frotaba la esponja contra mi cuerpo”. Un tiempo que ahora encuentra irreal o ajeno. 

Elena González relata que la cocaína es costumbre en pisos y clubes. “Los locales incluso anuncian fiestas blancas”, remarca. Torrado subraya: “Las drogas ahora son los efectos secundarios de una actividad violenta, criminal y patriarcal”. Porque la prostitución, efectivamente, ha mutado. Primero te prostituyes y luego te drogas; no al contrario, como en décadas pasadas. 

Además, la educadora afirma que la gran mayoría de mujeres prostituidas han sufrido abusos sexuales durante la infancia, trauma que posteriormente facilita un mecanismo de disociación con el que logran desconectar de su cuerpo y eludir lo real. “Se cuentan que esto lo hacen solo para conseguir un dinero, que no les afecta, que en realidad son actrices: un trabajo como cualquier otro”, explica. Esas mismas mujeres vuelven minutos después llorando, lamentándose, asegurando que no aguantan más y que todo es una mierda. “Eso es disociación”, remata. 

Magnolia recuerda pasar por La Casita sin aliento en “noches fatídicas”. Ahí tomaba algo calentito en noches de frío, conversaba con las trabajadoras y se percataba de que aquel sitio efectivamente existía y ofrecía recursos y escucha: ayuda, en suma. Al principio era reacia: “Uy, ahí vienen estas mujeres otra vez”, solía decir. Pero ahora lo agradece todo. “Me siento bastante mejor. Me siento válida. Soy útil”, afirma con los ojos encendidos, acariciándose los dedos. 

Los trabajadores de La Casita atendieron el año pasado a 462 mujeres en el centro y a otras 314 por contactos en pisos, clubes y calles. “Muchas han salido adelante”, suspira Elena. Matiza: “La Casita no rescata, solo acompaña a las mujeres en el proceso que elijan. Intentamos que sea lo menos doloroso posible”. La institución no fuerza a abandonar si las mujeres no encuentran otra alternativa o las circunstancias no resultan favorables. Vuelve a matizar con potencia, “pero si quieren dejarlo, vamos a por todas”. De hecho, han sido todas las mujeres que tomaron algo calentito en noches fatídicas a lo largo de treinta años quienes dieron nombre al local por lo que trae consigo, en el fondo: un descanso, una casita, un hogar. 

Trata, maltratos, drogas, puteros. Un tiempo que ahora Magnolia encuentra irreal o ajeno. Más aún: lo menciona como un salto descarnado a través de una ventana, precedente de un caer suave en “la tranquilidad y la limpieza” de su nueva vida de pobreza digna. 

Pero ahora oscurece un poco el gesto porque le cuesta trabajo entablar una relación íntima con un hombre. Pocas veces desde entonces se ha sentido cómoda practicando sexo porque parece que ha perdido sin querer un placer natural que para ella significó una condena. “Hay cargas emocionales que han quedado ahí. Traumas. Cosas que marcan la vida de una mujer, difíciles de superar. Pero poco a poco...”, explica entre pausas y anhelos. 

Un violento proxeneta quiso en serio ser su novio. Eso le contó su compañera de calle “muy guapa y muy bonita” cierta noche, durante los años sin techo. Su amiga estaba drogándose y le ofreció. “Me negué a consumir de lo suyo pensando que le hacía un favor”, recuerda ahora. Su amiga se ahorró adrede fragmentos del chisme para sostener un suspense divertido y continuarlo en otro momento. Pero esa misma noche falleció. “Me quedé pensando en ella toda la noche, esa misma noche. Me dolió muchísimo”. Y dice que lloró. 

Magnolia llora durante toda la entrevista, pero siempre conteniendo el gesto, derrumbándose poco a poco bajo una voz temblorosa que nunca se quiebra del todo, y guardando de algún modo un silencio paralelo mientras habla: como una confesión secreta que no admite respuesta porque solo atando cabos más tarde se percibe su existencia.