Hasta hace bien poco, todos los males que azotaban a una isla como Lanzarote venían más allá del mar. Del mar llegaron los primeros aventureros que buscaban esclavos allá por los últimos estertores de la Edad Media. Del mar llegaron los conquistadores que sometieron a los antiguos pobladores de la isla. Del mar, después, llegaron piratas, corsarios y naves de guerra con ánimos no muy amistosos. Era de prever que los lanzaroteños huyeran del mar para fundar su primera capital. Y eligieron donde, según cuentan las crónicas y la tradición, se asentó la gran aldea del mítico rey ‘Teguse’. Allí, protegida por los cerros, se levantó la Villa de Teguise, primera ciudad capital de la isla y uno de los centros patrimoniales más importantes de Canarias. A finales del siglo XVI, el ingeniero cremonés Leonardo Torriani llegó a las islas con la misión de verificar el estado de las fortificaciones del archipiélago y diseñar una nueva red de castillos y baterías que protegiera a los isleños de las correrías de otras potencias navales rivales de España. Si atendemos a sus palabras, la villa, allá por el 1590 tenía “dos iglesias y 120 casas, la mitad de ellas arruinadas por los moros”. Porque Teguise ha pasado por las más diversas vicisitudes desde que Maciot de Bethencourt, hijo del conquistador Jean de Bethencourt, decidiera trasladar la pequeña corte feudal desde las ardientes playas sureñas del Rubicón al corazón de la isla.
Y ya sabemos lo que pasa cuando uno entra de lleno en la Historia. Dicen que las primeras cabalgadas y escaramuzas entre canarios y berberiscos partieron de esta parte del mar y que los sarracenos no hicieron más que imitar las entradas que los primeros europeos establecidos en las islas realizaron en las costas africanas en busca de manos que movieran gratis los engranajes pesados de los ingenios azucareros. No estamos aquí para buscar culpables, pero lo cierto es que a finales de julio 1586 el cristiano renegado Arráez, un ex cristiano resuelto a favor de la causa de Mahoma, desembarcó cerca de la villa y la redujo a escombros. Por eso hay que subir las laderas quemadas del Guanapay para empezar a comprender la historia de este lugar. Encaramarse a las almenas del Castillo de Santa Bárbara y mirar hacia el mar. Y después girar la vista y ver las casas blancas y las torres de la villa agazapadas tras el volcán; justo como si se escondiera de miradas codiciosas que puedan llegar más allá de las espumas de la costa.
Para eso vino Torriani y se sorprendió de este castillete que aquí llaman de Guanapay que, a ojos del experto ingeniero “es de muy digna consideración”. Hoy, la fortaleza construida por Sancho de Herrera alberga un curioso y bien intencionado museo sobre la emigración canaria. Allá por finales del siglo XVI, y volvemos a leer a Torriani, la isla no tenía más de mil almas y el cremonés advierte que “la causa de que haya tan poca gente es que gran parte de ella se la llevaron los turcos y los moros por tres veces en espacio de 16 años”. Siguieron viniendo piratas y bandidos bajo cien banderas y también vino el volcán y después el hambre; que hasta hace bien poco estas fueron tierras duras. Y por eso el isleño buscó otros horizontes y tuvo que irse. Pero las cosas han cambiado y llegó el bienestar, el progreso y hoy llegan cuando hace poco se iban. Pero Teguise sigue igual. Por suerte. Hoy, el castillo es el inmejorable escenario del interesantísimo Museo de la Piratería (Dirección: Acceso desde Avenida Gran Aldea; Tel: (+34) 928 845 001 y (+34) 686 470 376; Horario: LD 10.00 – 16.00) en el que, a través de maquetas, modelos de barcos, paneles y piezas históricas se hace un repaso a la intensa relación de Canarias con los piratas. Pero más allá de la colección, la visita del propio castillo es uno de los puntos imprescindibles de cualquier viaje a la isla de Lanzarote.
Un casco histórico intacto
La villa es bonita. Hasta que a mediados del siglo XIX la capital se fue a Arrecife (1852), quizás porque de la mar ya empezaron a venir cosas buenas, Teguise fue el centro económico, cultural y social de Lanzarote. Y por sus callejuelas encantadoras paseaban los prohombres de la isla y se atendía a los negocios y se hablaba de las noticias que llegaban de las islas grandes o de más allá. Quizás la dignidad de cabeza de isla se perdiera en pos del puerto, pero su grandeza jamás se evaporó y hoy Teguise es el conjunto patrimonial y cultural más valioso de la isla de los volcanes y uno de los mejores ejemplos de urbanismo medieval de Canarias.
Los fundadores de la ciudad no siguieron planificación alguna. En torno a las iglesias se fueron colocando casas formando lo que los expertos llaman urbanismo de fortuna. Las calles se forman siguiendo los dictados de la orografía o el capricho de los vecinos y el resultado es una trama de callejuelas intrincadas que forman pasajes laberínticos, estrechos callejones y placitas recoletas. Edad Media pintada de un blanco luminoso. Porque esa es otra de las características de esta ciudad museo en el que uno puede ver la casa del poderoso compartiendo muro con la casa del humilde. Las casas nobles se abren a la Plaza de la Constitución. En uno de sus extremos luce orgullosa la Iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe con su campanario de piedras ocres y negras. Se construyó en el XVI, pero ha pasado por saqueos e incendios y de su traza original poco queda. Aún así es uno de los edificios más imponentes de la isla y bien merece la visita detenida. Desparramados por la pequeña trama urbana hay otras muestras de la importancia que la iglesia tuvo en la historia del lugar. El Convento de Santo Domingo (Dirección: Plaza de Santo Domingo; Horario: LD 10.00 – 15.00) es uno de los mejores ejemplos de arquitectura colonial de la isla aunque más añejas son las piedras de la Iglesia de Nuestra Señora de Miraflores (Dirección: San Francisco sn; Horario: LV 9.00 – 15.00; SyD 9.30 – 14.00 h), último vestigio del antiguo cenobio franciscano demolido tras la desamortización liberal y hoy sede de un vistoso museo de arte sacro.
Pero más allá de las iglesias, omnipresentes en cualquier ciudad de raíz española que se precie ser medianamente añeja, Teguise ofrece al viajero inquieto una red de calles, veredillas, caminos y callejones que bien merece el paseo sin rumbo. Sólo por mirar el nombre de las calles ya merece la pena invertir un par de horas: Duende, Callejón de la Sangre, Notas, Higuera, Rayo, Carnicería, La Pelota… El escenario de casas blancas, de entre las que sobresalen un par de casonas que, por entidad bien merecen el apelativo de palacetes, parece un escenario. Como si no fuera de verdad. Pero sí. Lanzarote es lo que tiene. Todo está tan bien puesto que parece que lo han hecho así para embelesar al viajero. Pero no.
Y un buen ejemplo es la Casa Spínola (Dirección: Plaza de la Constitución sn; Tel: (+34) 928 845 181; Horario: LS 9.00 – 15.30; DyF 9.00 – 14.00). Una visita a Teguise exige un paseo por las estancias de este palacio dieciochesco que es una de las casas nobles mejor conservadas de Canarias. La mandó a construir por José Feo Peraza a mediados del XVIII y fue la residencia de los gobernadores de Lanzarote hasta que el dinero se fue a Arrecife. Hábilmente restaurada bajo la supervisión del genial César Manrique, en la actualidad acoge el Museo del Timple (un pequeño instrumento musical típico de las Islas Canarias) y una pequeña muestra sobre el estilo de vida de las clases dominantes durante los siglos XVIII y XIX. Enseres domésticos, muebles y artículos de lujos desfilan ante nuestros ojos mientras recorremos habitaciones fielmente reproducidas y patios deliciosos.
Pero más allá de las iglesias y los museos conviene ser curioso y entrar a los patios, ver las puertas entre abiertas de las casas y conocer al isleño de hoy a través de todas las generaciones que lo precedieron. Porque esa es una de las virtudes de Teguise. Ha sabido conservarse distinguida y bella, como si los siglos no hubieran pasado por sus calles y fachadas. Y así uno se entrega a la contemplación de los artesonados mudéjares del convento de San Francisco o del retablo de reminiscencias mexicanas del convento de Santo Domingo, con sus columnas grandes y sus piedras rojas.
Y se olvida fácilmente el viajero, como diría el admirado José Saramago, de que sólo a un par de kilómetros proliferan los hoteles, los bloques de apartamentos y los restaurantes de comida rápida, porque callejeando entre ensoñaciones del pasado el paseo terminó en un patio blanco, muy blanco, donde hay un pequeño pozo con el brocal albo y parras verdes que cuelgan de los balcones. Y camina por trochas de picón negro viendo las casitas blancas con puertas verdes y las palmeras que surgen de la tierra quemada. Entonces se agradece que todo haya seguido igual. Que las gentes del lugar sigan sin hacer mucho caso a lo que sucede en la costa y que Teguise siga siendo Teguise.
COMER EN TEGUISE
Hespérides (Dirección: Calle León y Castillo, 3; Tel: (+34) 928 594 864; Una muy grata sorpresa. SE atreven con todo; desde platos tradicionales de la gastronomía local a exquisiteces árabes, americanas, italianas… Y con una atención de lujo.
La Cantina (Dirección: Calle León y Castillo, 8; Tel: (+34) 928 845 536) Ya sólo por poder comer en patios canarios merece la pena entrar, pero es que, además, la comida es buena. Especialistas en tapas y tablas.