Un centenar de hombres trabajaban en el Cabo Machichaco, sobre la cubierta que chirriaba y crujía, en los entrepuentes donde apenas llegaba la luz, en compartimentos diminutos donde el calor les hacía sudar y el humo les hacía toser y el escaso espacio les hacía tropezar y maldecir, medio asfixiados, la suerte esquiva que les obligaba a abrir vías para que el agua del mar entrara en las bodegas a través de la sala de máquinas y la sentina, los unos, siguiendo las indicaciones del capitán Facundo Léniz y del ingeniero en jefe y a sacar tanta mercancía como les permitían el tiempo y los calambres, los otros, cajas de madera que arrojaban en el pantalán, donde se habían congregado las autoridades, encabezadas por el gobernador civil y el comandante del Puerto, don Pedro Domengue, que se mantenía tranquilo, casi plácido, ingrávido mientras observaba a los marineros que iban y venían de las entrañas del vapor a la borda, hombres llenos de tizne que se apoyaban en las amuras para tomar aire y vomitar, intoxicados por el humo y los vapores que emanaban de las bodegas, hombres valientes, pensaba Domengue, como allá en el Callao veinte años atrás, también allí se desmenuzaban los barcos y permanecían los hombres, impasibles, en sus puestos, concentrados únicamente en la tarea que les había sido encomendada, de eso se trata, señor Somoza, le dijo al gobernador civil, que hacía esfuerzos por contener la carraspera, de reducirse uno mismo a una tarea puramente mecánica, como hacen esos marinos, para que la sangre fluya y no se hiele…
Eran cerca de las cuatro de la tarde y el sol, que pronto empezaría a declinar, lucía todavía esplendoroso en el cielo y nadie parecía inquieto en la explanada del puerto, nadie recordaba ya a los agoreros de la catástrofe ni los pregones del anciano que advertía de la dinamita bajo la línea de flotación del buque ni del rostro desencajado de aquel otro tipo que se había abierto paso a codazos hasta los municipales y después, según testigos de confianza, se había arrojado al agua y se había alejado nadando en dirección al buque, siguiendo la línea del pantalán, tragando agua y gritando incoherencias sin que nadie le prestase atención.
En el Machichaco las llamas que salían por las escotillas de proa alcanzaban varios metros de altura, pero el buque se resistía a irse al fondo. La tripulación pasaba junto al fuego con familiaridad, casi con desprecio. Para entonces muchos habían perdido la noción del tiempo y la excitación los volvía temerarios. La realidad, en momentos así, se vuelve inestable. El buque, las llamas, el humo, el mar y el cielo se integraban en una imagen que poseía la viscosidad de los sueños. En la resbaladiza cubierta cada vez resultaba más difícil mantener el equilibrio. Los marineros Mazón y Ordóñez, que cargaban una pesada caja de madera hacia la popa, dejaron caer la carga cuando el más joven de los dos perdió el equilibrio junto al saltillo.
- ¿Cómo es posible que no se vaya a pique? Lleva dos horas ardiendo y hace una hora que le está entrando agua…
- Es un barco, Mazón. Está hecho con la idea de que flote -dijo Ordóñez, con cierto orgullo en la voz- Si quieres saber mi opinión, soy de la idea de que no se le han hecho los agujeros suficientes.
Agarrados a los cabrestantes los hombres escupían gargajos negros y juraban contra las circunstancias que se habían conjurado para ponerlos en una situación que los incomodaba. En los marineros que se ven obligados a hundir su propio barco hay sentimientos contradictorios: la obligación de salvarse les avergüenza, la sombra del parricidio les vela los ojos.
El comandante del Puerto no compartía los escrúpulos de los hombres del Machichaco y al término de sus reflexiones, como activado por un resorte, chasqueó los dedos e hizo llamar a uno de sus ayudantes. Con la intrepidez de sus días en la marina de guerra, Domengue ordenó botar varias barcas y encabezó una expedición para inspeccionar el casco del buque. En las inmediaciones del Machichaco el aire era más pesado que en el pantalán e irritaba la garganta. En la débil corriente de agua flotaban toda serie de objetos abandonados a su suerte. Domengue vio botellas de licor, hatos de ropa, maromas, instrumentos náuticos ya inútiles. Maniobró su embarcación entre la broza para abarloarla contra la proa del buque. Como el marinero Ordóñez, el comandante del puerto era partidario de métodos expeditivos y así se lo hizo saber al gobernador civil y al resto de burócratas.
- Se me ha ocultado una carga de 1.700 cajas de dinamita, que a estas horas ya debe de estar chamuscada e inservible, no se apuren, y no se escuchó mi parecer cuando aconsejé alejar el buque aguas adentro. Sea. Me resigno como cristiano que no se engaña a sí mismo acerca de sus imperfecciones. Pero para todo hay un límite. Y si esos pelagatos de capitanes de la marina mercante no saben hundir un barco yo les enseñaré cómo se hacen las cosas en la Armada. Que todos los hombres disponibles se provean de herramientas. Señores, boten los remaches. In nomine patris, etcétera. Y tanta gloria lleve como paz deja.
El gobernador civil asintió y en su consentimiento quedó afirmada la validez del procedimiento. El trabajo quedó asignado a una partida de bomberos a la que se proveyó de martillos y cortafríos para hacer saltar los remaches.
Los golpes contra la amura de chapa alertaron al capitán Facundo Léniz, que terminó de perder la paciencia cuando vio a unos hombres que no eran sus hombres aporrear el casco de la embarcación bajo su mando. Léniz sabía que su carrera quedaría en entredicho cuando la investigación que habría de llevarse a cabo en los próximos días revelara el asunto de la dinamita y se sometía estoico a sus errores, pero conservaba el orgullo de su oficio y no estaba dispuesto a dejar que el comandante del puerto se lo arrebatara a martillazos. Con el uniforme calado de agua y los ojos irritados por el humo, enfurecido con su barco como un padre con el hijo que le desobedece, el capitán hizo llamar al ingeniero en jefe.
- Abra un boquete en la amura de babor, Ortúzar. ¡Diantre de buque, y cómo resiste! ¿Habrá que meterle los cuatro océanos dentro para que se rinda?
- Entendido, señor -dijo Ortúzar, que carraspeó acto seguido, incómodo- No sé si es consciente de que se están botando los remaches. No ha sido idea mía. Son hombres de la comandancia del Puerto.
- Lo sé, y no me gusta. Ponga también a nuestros hombres a ello. Nadie que no sea yo mismo va a hundir mi barco sin mi consentimiento.
Entre los marineros que se descolgaron del Machichaco para punzar la amura se encontraban Mazón y Ordóñez, que fue el primero en advertir que un extraño se acercaba a nado, entre las barcas, intentando hacerse escuchar en el ruido ensordecedor de los impactos, los crujidos y las imprecaciones.
- Mira, Mazón, por ahí viene un paisano dando voces. ¿Lo ves tú también, como chapotea en el agua? Mazón, yo debo de haber perdido la cabeza. ¿Qué clase de alucinación es esta?
Mazón miró en la dirección que le señalaba su compañero y vio, en efecto, a un hombre que chapoteaba en la distancia. No era fácil discernir si avanzaba o retrocedía, si se mantenía a flote o se ahogaba. Era Nicolás Benítez, el agente de aduanas que, con las escasas fuerzas que le quedaban, apartaba la escoria que le dificultaba el paso mientras pugnaba por mantener la boca fuera del agua. Gritaba, pero el mar se tragaba sus gritos.
- No golpeen el casco, por el amor de Dios. No golpeen el casco.
Pero ya el agua entraba por los huecos de los remaches arrancados. Y la amura se abría como un corte en la piel tensa de una mano joven. Espoleados por el éxito los hombres redoblaron sus esfuerzos y Nicolás Benítez se rindió a la pesadilla: la misión que se había autoimpuesto sobrepasaba las capacidades de un simple agente de aduanas, químico de profesión, sin autoridad y que desconocía los secretos del mar y de sus criaturas. Se dejó arrastrar por la corriente hasta la barca del comandante del Puerto. No golpeen el buque, dijo, o creyó decir. Apenas le quedaba ya aliento. Domengue lo tomó por un marinero extraviado y ordenó que lo sacaran del agua. Benítez se dejó conducir, manso, hasta un rincón de la embarcación, que se mecía apacible junto a la amura, mientras escuchaba el crepitar de los cortafríos contra la chapa. Tal vez se equivocaba y las bodegas del buque no contenían, después de todo, un estanque de nitroglicerina; quizás la diatomea no se había disuelto en el agua y la dinamita aguantaba incorrupta. ¿Cómo explicar si no que el buque no hubiera saltado por los aires a pesar de los cientos de golpes que aún seguían resonando contra el casco metálico? El agente de aduanas cerró los ojos, exhausto. Se dio cuenta de que sus sentidos perdían contacto con la realidad. Desde muy lejos, desde las nubes o desde la orilla opuesta del mar, le llegó una voz tenebrosa, un eco que atravesó la oquedad de su conciencia como un recuerdo de la infancia: ¡Golpead, gandules, golpead más fuerte, piojos tísicos, y que el diablo nos lleve a todos si alguna vez volvemos a atracar en este Puerto!
Hubo un ligero cambio de presión en el espacio que contenía el buque, como si el aire se hubiera vuelto de cristal súbitamente.
Todos los hombres en las barcas junto a las amuras y en la proa del Machichaco murieron en el acto. Ninguno de ellos llegó a escuchar la detonación y solo uno hubiera podido explicar a los demás qué fuerza era aquella que los cercenaba del mundo.
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[La cronología de los acontecimientos, los nombres de los personajes y los hechos narrados en esta historia novelada son reales y el autor recrea las conversaciones y los detalles en este reportaje especial por el 130 aniversario de la explosión del vapor 'Cabo Machichaco' en Santander]
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