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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Crucifijos y navajas

No sabría que decirle, Don Luis, pues la historia le viene de lejos. Tan lejos como 1929, cuando una cuerda arrastraba lentamente a un par de curas por el suelo. Añadan al anecdotario que uno de ellos estaba interpretado por un Salvador Dalí exento de su bigote. Hablamos, en este caso, de Un perro andaluz, de Luis Buñuel y de la censura francesa. Este forzoso «idilio»  entre los censores y el director aragonés (que tan precozmente daría comienzo) sería una constante a lo largo de toda su filmografía. Da igual que fuera Francia, México, Italia o España, en los cincuenta años que estuvo detrás de la cámara, su estrábica mirada fue tan temida como admirada. Curiosamente (y no sería el único), Buñuel sabría usar con suma habilidad esa tensión entre lo que quería contar y lo que le era permitido. Esa estrecha repisa por la que tenía que transitar, daría lugar a todo un imaginario de símbolos y pequeños juegos visuales que poseían una fuerza que quizás se hubiese visto minimizada usando un lenguaje, si cabe, más explícito. Un universo tan particular que ha llegado a introducirse en nuestro léxico con el adjetivo de buñueliano.

«Creo que no necesito subrayar que estoy en contra de la censura y la represión de la libertad de expresión. Pero me sucede algo extraño: cuando un productor me da entera libertad de realizar lo que se me ocurre, de pronto me siento vacío y seco. Necesito paredes que tenga que echar abajo y obstáculos que superar. También puede ser incitante pelear contra prohibiciones. Esas situaciones me obligan a buscar soluciones para decir cosas determinadas de un modo inusual».

Pero no siempre fue así, en multitud de ocasiones el cine de Buñuel fue rotundo y directo; y en estos casos, las artimañas que habría de usar para poder estrenar sus películas, así como sus imágenes, poco tendrían de sutiles y ortodoxas.

Corría el año 1961 cuando, en un guiño aperturista, el gobierno franquista permite a Buñuel rodar Viridiana en España (no había vuelto a hacerlo desde la controvertida Las Hurdes, tierra sin pan, en 1932) después de quince años exiliado en Mexico y otros tantos en París. El régimen, aunque absolutamente consciente del pasado ácrata e irreverente del cineasta español, no era ajeno a la categoría de «genio del séptimo arte» de la que ya entonces gozaba. Además, su anterior cinta, Nazarín, había sido alabada en ciertos círculos católicos como una obra moderada y consecuente con su credo. Al fin y al cabo la sinopsis de Viridiana parecía seguir los mismos preceptos: una joven novicia (Silvia Pindal) a punto de tomar los hábitos, va a visitar a su tío (Fernando Rey) y permite a unos pobres mendigos cobijarse bajo el techo de su hacienda; un acto de lo más puro y piadoso.

Una vez aprobado el guión (texto que el propio Buñuel modifica y descontextualiza a su antojo) se da permiso para comenzar el rodaje. Obviamente, tal inocuo argumento deja lugar para que los elementos fundamentales, que dan fuerza y sentido a la película, salgan a flote por sí solos. Todo el plantel, desde los actores, pasando por los técnicos de cámara y ayudantes, son desde el primer momento conscientes de que tienen entre manos una bomba de relojería. En una auténtica partida de póker contra la censura de la época, Buñuel va escondiendo sus cartas durante el proceso de rodaje. Juega con dos guiones, el oficial y el oficioso, recorta cuanto le conviene y muestra lo que le place. El montaje final sale de España camuflado, vía París. De esa forma, la cinta se presenta al festival de Cannes, ganando la Palma de Oro a mejor película. El Vaticano se escandaliza, tilda la obra de blasfema y clama por la excomunión de los responsables, el productor huye desde Cannes hasta México con la cinta, pues en España se convierte en una obra a destruir. Mientras tanto, ante la ausencia de Buñuel (convaleciente en París) en el certamen, un avergonzado José María Muñoz Fontán (director general de cinematografía y teatro) sube a recoger el premio. Pocos días después, en cuanto su avión aterriza y pone pie en territorio español, es fulminantemente destituido de su cargo. Después de aquel percance, habrían de pasar 17 largos años para que la película pudiera verse íntegramente en España.

¿Pero a qué fue debido tanto revuelo?¿Hasta qué punto Buñuel metió el dedo en la llaga? ¿Qué ocurría en un film de tan inofensiva apariencia que pudiera provocar tal indignación? Sin duda el maestro era consciente de lo que se traía entre manos. Cada detalle está pensado para provocar una reacción. Elementos que sacados de su contexto adquieren un poder transgresor. Por ejemplo, el uso que hace de la música; desde la grandilocuencia del Mesías de Händel a Shimmy Doll, un desenfadado rock & roll que suena en la escena final. Son pequeños aspectos con los que juega el director, que colocados en el momento preciso acaban agitando al espectador. Otro ejemplo es el famoso crucifijo-navaja. Objeto que entonces podía adquirirse en cualquier cuchillería o mercadillo (después se dice que fueron prohibidos). La secuencia en donde aparece sería oportunamente eliminada en la cinta que se presentó al órgano censor. ¿Qué acaba transformando a ese pequeño puñal en algo blasfemo? Quizás sea el enfoque del plano o quizás el personaje que lo esgrime. Evidentemente, Buñuel era sabedor de que, a poco que el espectador supiera leer entre líneas, convertir un crucifijo en un arma punzante era establecer una analogía de lo más sencilla. Tampoco olvidemos el voyeurismo de Don Jaime, su querencia por vestir en la intimidad zapatos de tacón, la obsesión por su sobrina o su posterior suicidio. Material que va avivando el fuego.

En otras ocasiones, fue la misma imposición de la censura la que inoportunamente arrojó sobre Viridiana un halo de luz más turbia. Situación que Buñuel supo aprovechar a la perfección. Por ejemplo, en la escena final de la película; originalmente, la vilipendiada Viridiana llamaba a la puerta de su  primo (Paco Rabal) y éste la cerraba cuando ella cruzaba el umbral. La censura no veía bien que la muchacha entrase a solas en el cuarto de un hombre y se cerrase la puerta. Era un final un tanto incómodo. La imaginación de los censores era tan amplia como sagaz. El final alternativo que planteó Buñuel, y que fue aceptado, era aún más rocambolesco. En él, Viridiana, su primo Jorge y Ramona (la criada, con la que el primo parece mantener una relación) juegan una partida de cartas en la habitación. El ambiente es distendido, suena el rock & roll antes mencionado, y en el rostro de Viridiana (que ahora luce melena suelta) se dibuja una total resignación por su destino. Sin duda, la escena parece mostrarnos que los tres acabarán, tarde o temprano, compartiendo algo más que cigarrillos. Otro tanto para la censura.

Pero si hay una secuencia que permanece en el imaginario colectivo, después de casi sesenta años, es el banquete de los mendigos. La elección de éstos fue fruto de un riguroso casting. Todos eran actores, a excepción del llamativo leproso, al cual Buñuel cogió un especial afecto y corregía en todo momento, preocupándose también de que cobrase el mismo salario que el resto de profesionales. Los ropajes para el banquete fueron comprados a los gitanos que vivían bajo el puente de Vallecas, dándose la orden  de que no se lavaran, para que las prendas no perdieran ni un ápice de realismo. La imagen que Buñuel ofrece de los mendigos es cruel y malvada. Posteriormente se defendería, asegurando que trataba de mostrar la realidad de un colectivo desfavorecido al que presumía conocer bien (téngase en cuenta la estupenda Los Olvidados, que el propio Buñuel rodó en su etapa mexicana). Cuando los señores se ausentan, los mendigos toman la casa, y entonces comienza el desastre. Allí dan rienda suelta a sus más bajos instintos: beben sin control, comen hasta la saciedad, roban, blasfeman, se travisten, leen la biblia entre mofas e incluso tratan de violar a Viridiana. En el punto culminante de este aquelarre, una de las mendigas (la gran Lola Gaos) se sitúa enfrente de la mesa con el fin de retratar la escena, haciéndoles permanecer inmóviles para su ejecución. Entonces ellos adoptan los mismos gestos que los doce apostoles en La última cena de Leonardo Da Vinci. Permanecen estáticos, imitando todos y cada uno de sus ademanes . En el centro, con total dignidad, el menesteroso ciego extiende los brazos como lo hace Jesús en el célebre cuadro. Es cuando la mendiga, que no porta cámara alguna, se levanta las faldas delante de todos. La comitiva le ríe a coro la gracia. Algunos, ya demasiado borrachos, comienzan a dormirse sobre la mesa. Todo ha sido una broma. Una broma que muchos se tomarían como una gran ofensa y otros como una genialidad. Júzguenlo ustedes mismos. De esta forma, como el agua lo hizo en vino y algunos crucifijos en navajas, Viridiana se convertiría en todo un clásico.

No sabría que decirle, Don Luis, pues la historia le viene de lejos. Tan lejos como 1929, cuando una cuerda arrastraba lentamente a un par de curas por el suelo. Añadan al anecdotario que uno de ellos estaba interpretado por un Salvador Dalí exento de su bigote. Hablamos, en este caso, de Un perro andaluz, de Luis Buñuel y de la censura francesa. Este forzoso «idilio»  entre los censores y el director aragonés (que tan precozmente daría comienzo) sería una constante a lo largo de toda su filmografía. Da igual que fuera Francia, México, Italia o España, en los cincuenta años que estuvo detrás de la cámara, su estrábica mirada fue tan temida como admirada. Curiosamente (y no sería el único), Buñuel sabría usar con suma habilidad esa tensión entre lo que quería contar y lo que le era permitido. Esa estrecha repisa por la que tenía que transitar, daría lugar a todo un imaginario de símbolos y pequeños juegos visuales que poseían una fuerza que quizás se hubiese visto minimizada usando un lenguaje, si cabe, más explícito. Un universo tan particular que ha llegado a introducirse en nuestro léxico con el adjetivo de buñueliano.

«Creo que no necesito subrayar que estoy en contra de la censura y la represión de la libertad de expresión. Pero me sucede algo extraño: cuando un productor me da entera libertad de realizar lo que se me ocurre, de pronto me siento vacío y seco. Necesito paredes que tenga que echar abajo y obstáculos que superar. También puede ser incitante pelear contra prohibiciones. Esas situaciones me obligan a buscar soluciones para decir cosas determinadas de un modo inusual».