En el año 356 a.n.e., el gran Templo de Artemisa, orgullo de la ciudad jonia de Éfeso, fue pasto de las llamas ante el estupor y la impotencia de cuantos lo veneraban. El fuego iluminó el cielo nocturno hasta su extinción entre las ruinas del recinto sagrado, patético legado de una gloria efímera. Tan memorable infortunio no fue consecuencia de un desastre natural ni de uno de los innumerables conflictos bélicos que asolaron el mundo antiguo. Su perpetrador fue un solo hombre, un humilde pastor llamado Eróstrato, cuya infamia sería su mejor aval para la posteridad.
Artemisa era la divinidad protectora de Éfeso, una próspera urbe de Asia Menor localizada junto a la desembocadura del Meandro, a orillas del Mar Egeo. De acuerdo con el mito, la fundación de la ciudad había sido obra de las amazonas, el legendario pueblo de mujeres guerreras. El culto a la diosa se hundía en los orígenes mismos de este enclave, que desde tiempos inmemoriales contó con un templo consagrado a su figura como deidad primordial. Sin embargo, no fue sino a comienzos del siglo VI a.n.e cuando el rey Creso de Lidia promovió la construcción del Artemisión, financiado mediante suscripción pública con el dinero donado por los propios efesios. Pero su proverbial magnificencia no fue óbice para su repentina destrucción.
Apenas se conservan datos sobre la vida de Eróstrato, con la excepción de sus agónicas horas finales. Poco después del incendio, Eróstrato fue arrestado y sometido a tormento. Entre insoportables dolores, confesó haber cometido su crimen con el único propósito de obtener fama imperecedera, quién sabe si oprimido por el abrumador peso de su insignificancia. Tras su ejecución, los efesios, no contentos con la muerte del profanador, emitieron un decreto extraordinario por el que se prohibió mencionar su nombre en lo que constituyó un vano intento por que su recuerdo quedara proscrito. El primero en infringir esta norma fue el historiador Teopompo de Quíos, contemporáneo a los acontecimientos, que dejó constancia de lo sucedido sin omitir la identidad del incendiario.
Sin pretenderlo, Teopompo inauguró una fértil tradición de referencias eruditas que convirtió a Eróstrato en el arquetipo de quien persigue la notoriedad a cualquier precio. Autores clásicos como Estrabón, Valerio Máximo, Claudio Eliano, Solino o Luciano se hicieron eco del hecho nefasto y acreditaron con ello el nombre del culpable. Pero no todos contravinieron el precepto de los efesios, sino que también los hubo que honraron la voluntad de los agraviados. Ni Cicerón ni Plutarco mencionan a Eróstrato en su relato del episodio, que vinculan con el nacimiento de Alejandro Magno en esa misma fecha. Según apunta Plutarco en su Vida de Alejandro:
«Nació, pues, Alejandro en el mes hecatombeón, al que los macedonios llaman loo, en el día sexto, el mismo en el que se abrasó el templo de Ártemis Efesia, lo que dio ocasión a Hegesias de Magnesia para usar un chiste que hubiera podido por su frialdad apagar aquel incendio, porque dijo que no era extraño haberse quemado el templo estando Ártemis ocupada en asistir al nacimiento de Alejandro.»
Éfeso procedió a la inmediata reconstrucción del mayor de sus tesoros arquitectónicos. Sus ciudadanos hicieron lo posible por que el nuevo templo superara en esplendor a su predecesor. Se cuenta que Alejandro, en su victorioso avance por los dominios del Imperio Aqueménida, se detuvo en Éfeso y, cautivado por la historia del edificio, se ofreció a contribuir a su reconstrucción, que recaería sobre su arquitecto personal, Dinócrates. Su singular belleza le valió un lugar entre las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, así consignado por el poeta griego Antípatro en una de sus composiciones.
El erostratismo es un trastorno de la conducta que toma su nombre de Eróstrato y describe la propensión de un sujeto a adquirir renombre aun a costa de incurrir en el crimen. Paradigma del narcisismo, su peripecia representa un pertinente recordatorio de los males que engendra la vanidad y del modo en que ésta atraviesa tiempos y geografías.
En el año 356 a.n.e., el gran Templo de Artemisa, orgullo de la ciudad jonia de Éfeso, fue pasto de las llamas ante el estupor y la impotencia de cuantos lo veneraban. El fuego iluminó el cielo nocturno hasta su extinción entre las ruinas del recinto sagrado, patético legado de una gloria efímera. Tan memorable infortunio no fue consecuencia de un desastre natural ni de uno de los innumerables conflictos bélicos que asolaron el mundo antiguo. Su perpetrador fue un solo hombre, un humilde pastor llamado Eróstrato, cuya infamia sería su mejor aval para la posteridad.
Artemisa era la divinidad protectora de Éfeso, una próspera urbe de Asia Menor localizada junto a la desembocadura del Meandro, a orillas del Mar Egeo. De acuerdo con el mito, la fundación de la ciudad había sido obra de las amazonas, el legendario pueblo de mujeres guerreras. El culto a la diosa se hundía en los orígenes mismos de este enclave, que desde tiempos inmemoriales contó con un templo consagrado a su figura como deidad primordial. Sin embargo, no fue sino a comienzos del siglo VI a.n.e cuando el rey Creso de Lidia promovió la construcción del Artemisión, financiado mediante suscripción pública con el dinero donado por los propios efesios. Pero su proverbial magnificencia no fue óbice para su repentina destrucción.