Suponemos, con poco riesgo de equivocarnos, que la fijación de la pequeña Flannery por las aves se remontaba a su niñez, cuando con pueril tenacidad y buenas dosis de empeño, enseñó a un pequeño pollo a caminar hacia atrás. Un precario equipo de filmación se acercó entonces a la granja O’Connor para dar cuenta de la efeméride e inmortalizar la nerviosa sonrisa de una niña que, bajo un pequeño sombrero calado, dejaba escapar uno de sus tirabuzones. Más allá de aquellos singulares adoctrinamientos, quizás en un pueblecito perdido al este del Mississippi, durante la Gran Depresión, una adolescente de familia acomodada no tenía más opciones que sentarse en la mecedora del porche, contemplar los destellos dorados de los campos de maíz y esperar que su padre le cazase un novio a la altura de su hacienda. Pese a todo, Flannery O’Connor jamás se casó ni tuvo hijos. Entre sus logros destacaron otras virtudes menos mundanas, tales como llegar a convertirse en una de las narradoras norteamericanas más relevantes y perturbadoras del siglo XX.
Circunscrita por la crítica al denominado gótico sureño, compartió con sus coetáneos, además de localización geográfica, el gusto por los personajes grotescos e inadaptados que transitaron por sus cuentos y novelas. Curiosamente, su arraigado catolicismo acabaría por marcar la diferencia (y cierta indiferencia) con sus compañeros de adscripción. Por otro lado, esta situación también le convertiría en una especie de ave singular en una tierra donde el fanatismo religioso de raíz protestante brota como la mala hierba. En el caso de O’Connor, sería inadecuado afirmar que utilizó la fe como herramienta evangelizadora dentro de su ficción. En cambio, sí que reflejó en ocasiones ese temor irracional a la ira de Dios que sobrevuela sobre algunos de sus personajes; las terrenales injusticias a las que estos se ven sometidos; la dicotomía de los polos opuestos; el bien, pero sobre todo el mal. Buena conocedora, igualmente, del poder que su propio entorno la ofrecía, ese sur rural, aislado y salvaje, mostró una absoluta habilidad a la hora de elaborar minuciosas radiografías del alma humana, característica que sin duda la situó en la órbita de sus admirados Joyce o Dostoievski.
Como no podía ser de otro modo, sus personajes han logrado transcender los límites de aquel entorno hostil, al igual que en su juventud haría la propia Flannery. A la edad de 21 años, aceptada por la prestigiosa Universidad de Iowa para cursar un máster en creación literaria, abandonaría Georgia. A pesar de ser una joven de ascendencia rural y mirada tímida, se relacionaría con intelectuales y poetas como Robert Lowell, Arthur Koestler o Robert Fitzgerald. Por otro lado, nunca tuvo un especial acercamiento a sus paisanos y compañeros de movimiento literario, autores como William Faulkner o la también escritora Carson McCullers, a la cual supuestamente O’Connor detestaba. El paso del tiempo las acabará condenando a ser irremediablemente asociadas.
En 1952 verá la luz su primera novela Wise Blood (Sangre sabia), llevada al cine por John Huston en 1979. En ella aflorarán todas las obsesiones de Flannery: el pecado, la obsesión, el fanatismo, la violencia, el castigo, la redención o la autodestrucción. Su protagonista, un joven ex-convicto de la Segunda Guerra Mundial, Hazel Motes, sufre una terrible crisis de fe y trata de crear su propia iglesia. La reconstrucción de sus doctrinas y valores le llevará a cometer una serie de actos que le conducirán a un dramático final. Algunos de sus capítulos, como el estupendo «Enoch y el gorila», también fueron publicados como cuentos independientes. Relatos que, a pesar de su independencia contextual, funcionan a la perfección de forma aislada. Dicho esto, sería justo añadir que, pese a lo desesperados que a veces se puedan mostrar los protagonistas de su ficción, sobre sus textos sobrevuela una sutil ironía, no exenta de un trágico sentido del humor y de cierto tinte autobiográfico. Por ejemplo, el título de esta primera novela tendrá mucho que ver con la enfermedad degenerativa con la que la escritora acababa de ser diagnosticada, lupus, la cual se había llevado a su padre unos años atrás y que comenzará a afectar la salud de la joven Flannery. Su estado de salud le hará visitar una amplia variedad de doctores y hospitales y probar nuevos tratamientos para el dolor. Remedios que no conseguirán paliar un proceso que ya había comenzado a afectar la movilidad de sus extremidades.
A pesar de ello, la actividad literaria y epistolar de la escritora no disminuye y en 1955 será publicada A Good Man Is Hard to Find (Un hombre bueno es difícil de encontrar). Sobrecogedora colección de cuentos, donde lo trágico y lo cómico conviven de un modo tan natural como magistral. Una obra cruda, directa, a veces brutal y, en cierta forma, adelantada a su tiempo. Encerrada en una granja, atendida por su madre y con apenas movilidad, escribirá una segunda novela The Violent Bear it Away (Los violentos lo arrebatan). El resto de su tiempo lo dedicará a responder cartas y a la cría de pavos reales y otras aves exóticas que se dejaban caer por aquella finca en Milledgeville, Georgia. Su siguiente colección de cuentos Everything That Rises Must Converge (Todo lo que asciende tiene que converger) ya aparecerá de forma póstuma, pues Flannery O’Connor fallece el 3 de agosto de 1964, a la edad de 39 años.
Unos años antes, en 1958, convencida por amigos y familiares, viajará a Lourdes para sumergirse en las aguas sanadoras de la cueva francesa, lo que no deja de ser una imagen que podría haber formado parte de cualquiera de sus relatos. Sin apenas esperanza y tratando de contentar a sus más allegados, la escritora sabía que ese acto tenía más de simbólico que de milagroso.
Fanáticos religiosos y estafadores, asesinos visionarios, ancianos supremacistas, prostitutas devotas, vagabundos sin escrúpulos, bellezas sureñas lisiadas, pirómanos adolescentes o vendedores de Biblias alcoholizados… Personajes atormentados en busca de su propia epifanía. Ninguno de ellos logró escapar de la certera pluma de la escritora, la cual expuso sin rubor todos sus secretos, vísceras y miedos. De alguna forma, hay una especie de violencia contenida en toda la obra de O’Connor. Una chispa que puede saltar en cualquier momento y hacer arder el cobertizo. En sus textos ronda siempre agazapado lo imprevisible. Una tensión de la que el lector no consigue salir indemne y que le lleva a intentar descifrar los motivos que representan esos inesperados desenlaces. Sus personajes no tienen nada que perder y parecen siempre a punto de arrancarse una venda que les permitirá contemplar algo tan terrible como necesario.
Flannery O’Connor pretendió reflejar aquellas postreras miradas. Vaya si lo consiguió. ¿Acaso no quisieran ustedes también echar una ojeada? ¿Siquiera una vez, aunque fuera de soslayo?
Suponemos, con poco riesgo de equivocarnos, que la fijación de la pequeña Flannery por las aves se remontaba a su niñez, cuando con pueril tenacidad y buenas dosis de empeño, enseñó a un pequeño pollo a caminar hacia atrás. Un precario equipo de filmación se acercó entonces a la granja O’Connor para dar cuenta de la efeméride e inmortalizar la nerviosa sonrisa de una niña que, bajo un pequeño sombrero calado, dejaba escapar uno de sus tirabuzones. Más allá de aquellos singulares adoctrinamientos, quizás en un pueblecito perdido al este del Mississippi, durante la Gran Depresión, una adolescente de familia acomodada no tenía más opciones que sentarse en la mecedora del porche, contemplar los destellos dorados de los campos de maíz y esperar que su padre le cazase un novio a la altura de su hacienda. Pese a todo, Flannery O’Connor jamás se casó ni tuvo hijos. Entre sus logros destacaron otras virtudes menos mundanas, tales como llegar a convertirse en una de las narradoras norteamericanas más relevantes y perturbadoras del siglo XX.
Circunscrita por la crítica al denominado gótico sureño, compartió con sus coetáneos, además de localización geográfica, el gusto por los personajes grotescos e inadaptados que transitaron por sus cuentos y novelas. Curiosamente, su arraigado catolicismo acabaría por marcar la diferencia (y cierta indiferencia) con sus compañeros de adscripción. Por otro lado, esta situación también le convertiría en una especie de ave singular en una tierra donde el fanatismo religioso de raíz protestante brota como la mala hierba. En el caso de O’Connor, sería inadecuado afirmar que utilizó la fe como herramienta evangelizadora dentro de su ficción. En cambio, sí que reflejó en ocasiones ese temor irracional a la ira de Dios que sobrevuela sobre algunos de sus personajes; las terrenales injusticias a las que estos se ven sometidos; la dicotomía de los polos opuestos; el bien, pero sobre todo el mal. Buena conocedora, igualmente, del poder que su propio entorno la ofrecía, ese sur rural, aislado y salvaje, mostró una absoluta habilidad a la hora de elaborar minuciosas radiografías del alma humana, característica que sin duda la situó en la órbita de sus admirados Joyce o Dostoievski.