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OPINIÓN | Feijóo y el cinismo de ‘Inside Out’, por Lucía Taboada

Polonia: un pequeño itinerario de la maldad

El día 1 de septiembre de 1939 el ejército alemán, como primer paso en su intento por establecer un vasto imperio, invadió Polonia, comenzando oficialmente la II Guerra Mundial. No obstante, varios días antes de la fecha señalada había sido firmado por los ministros de Asuntos Exteriores de Alemania y la Unión Soviética un pacto de no agresión entre ambos países, en lo que se dio en llamar Pacto Ribbentrop-Molótov.

En ese tratado, que casi dos años más tarde sería violado por los nazis con su intento de conquista de los territorios soviéticos, contenía diversas formulaciones en las que ambos estados se comprometían a no participar en alianzas que fueran en contra o amenazaran los intereses del otro país, pero señalaba, además, en cláusula secreta, intereses territoriales tanto de nazis como de soviéticos en sus respectivas áreas de influencia. De este modo, Polonia pasaba a convertirse en la hamburguesa o el filete ruso (dependiendo de cual de los dos estados opinara) dentro del bocadillo que soviéticos y alemanes pretendían merendarse.

Varsovia: la ciudad recontruida

El espacio que en su día ocupó el gueto de Varsovia hoy está repleto de grandes rascacielos en los que se instalan muchas de las firmas líderes de la economía mundial. Sobre todos esos grandes edificios, no obstante, reina una mole oscura e inmensa que es llamada Palacio de la Cultura y de la Ciencia y que es, en realidad, un regalo envenenado que recuerda los muchos años de dominación de la Unión Soviética sobre Polonia. Del gueto en el que los nazis recluyeron a miles de judíos antes de su desaparición apenas quedan unos pocos vestigios.

Salgo de la ciudad vieja de Varsovia a través de la recompuesta barbacana medieval y me adentro en una calle amplia, limpia, muy centroeuropea, en la que se encuentra el museo dedicado a una de las mujeres más universales de Polonia, Marie Curie. Doblo a la izquierda y me adentro en la calle Swietojerska. Poco antes de llegar a la Embajada de China llama mi atención una línea que cruza la acera y que recuerda los límites de lo que fue el gueto judío de Varsovia. La misma demarcación me la vuelvo a encontrar por otras calles de la ciudad. Al norte del inmenso Museo de los Judíos Polacos se encuentra la Umschlagplatz, lugar donde los nazis reunían a los residentes del gueto para su traslado a los campos de concentración.

En la calle Walicow me topo con uno de los pocos restos alzados del antiguo muro. Enfrente se conserva casi en estado de ruina un edificio de ladrillo, de seis o siete plantas, que queda de la época. Accedo al patio interior y me encuentro a un par de grupos de excursionistas israelíes, los reconozco por la kipá, el pequeño gorro que llevan habitualmente sobre la coronilla los varones judíos, y también por alguna que otra bandera que adorna sus indumentarias. Saludo mientras me acerco y se hace el silencio. Me observan con frialdad y desconfianza y uno de ellos, que parece un guardaespaldas, se planta frente a mí mirándome fijamente y sin decir nada. A la entrada del túnel de acceso ha quedado otro al que inopinadamente le suena el microteléfono que lleva bajo la chaqueta. Hago unas cuantas fotografías bajo los atentos ojos de los bigardos y me alejo. Me volveré a tropezar a algún que otro espécimen de este tipo en otros lugares.  

Majdanek

Es temprano y hace un frío que parte el alma. Vamos así dispuestos a un doloroso ejercicio de empatía.

A las afueras de la ciudad vieja de Lublin, frente a la catedral, esperamos al trolebús número 156 que nos ha de transportar a uno de los arrabales, el barrio de Majdan Tatarski, cuatro o cinco kilómetros más allá. Es la víspera del día de difuntos y a nuestro alrededor viaja mucha gente que se encamina al cementerio enclavado en ese distrito. Antes de llegar al camposanto lo vemos. Entre la neblina y el silencio vuelan los grajos y se alzan las ominosas torres de vigilancia. Luego ya nos fijamos en las alambradas.

La entrada está coronada por un gigantesco túmulo que recuerda que ahí murieron cerca de 200.000 personas. Después, y hasta el horizonte, torres de vigilancia y alambradas. En medio, barracones de madera ennegrecida. Y en el horizonte, la ciudad de Lublin, tan cercana.

Al final de los barracones hay un edificio en el que destaca una alta chimenea. Nadie tiene que decirnos qué significa esa chimenea.

Estamos solos y vamos recorriendo las dependencias del campo. En muchos de los bloques se conservan las literas, en otro, dentro de jaulas metálicas se amontonan miles y miles de zapatos. Llegamos al edificio de la chimenea, aislado del resto del campo. Dentro, en perfecto estado, observamos los hornos. Al lado, en un pequeño cuarto, una mesa de piedra para autopsias. En la parte de atrás del crematorio se ha levantado un mausoleo donde reposan las cenizas de los muertos y un poco más allá unas grandes ondulaciones del terreno avisan de lo que fue una inmensa fosa común.

Volvemos sobre nuestros pasos entre viento y aguanieve y seguimos recorriendo el perímetro del horror. Más barracones, los de las mujeres, los de los niños. Y al final accedemos a una gran sala de paredes grises con el techo recorrido de peras de ducha. Nos adentramos aún más en el silencio.

La rotonda de Zamosc

Zamosc es una ciudad hermosa. Dicen que es la ciudad perfecta, amurallada en forma de estrella. Entrar en la plaza del mercado a través de sus calles porticadas y contemplar la torre del Ayuntamiento y el colorido de las  casas que llaman armenias es un placer para los sentidos. Pero en las afueras, a un kilómetro aproximadamente, se encuentra la Rotonda (la Rotunda, le dicen ellos).

Se accede a través de un paseo arbolado de otoño y sembrado de cruces blancas y lápidas con estrellas rojas. Al otro lado está el río. Es un edificio de ladrillo, redondo, de una planta y con un solo acceso; una gran puerta de madera vieja en la que aún se pueden ver escritas, con la típica grafía del Reich, unas cuantas frases en alemán. Recuerda a una plaza de toros. A la izquierda, en el interior y al lado de la puerta, hay un pequeño espacio en el que crece la hierba rodeada de restos de alambrada, que fue habilitado por los ocupantes nazis como lugar para fusilamientos. El resto del edificio, aparte de la plazuela, es un túnel redondo con una sucesión de celdas, hoy ocupadas por placas, recordatorios y homenajes a los muertos.

En el exterior, tumbas y más tumbas rodean el edificio. Las paredes de ladrillo están ataviadas con pequeñas placas de cemento en las que figuran nombres, fechas y lugares: Auschwitz, Sobibor, Majdanek, Treblinka…

Paseamos entre las cruces mientras van llegando hijos y nietos de los muertos con flores del día de difuntos. Aquí, a diferencia de nuestro país, no hay lugar para el olvido.

Auschwitz I

En las afueras de la ciudad de Oswiecim hay un barrio de casas de dos plantas construidas de ladrillo, que antes de la guerra fue un cuartel de la caballería polaca. Hoy es el museo más conocido del Holocausto.

A diferencia de Majdanek, donde caminamos en soledad, Auschwitz es algo parecido a una romería de turistas. Es complicado aislarse para ver y para pensar.

En la entrada, en el lugar en el que persiste la reja con la famosa y cínica frase del trabajo que nos hará libres, se acumulan docenas de visitantes con sus cámaras de fotos. Una vez que se traspasa la barrera humana y se llega a la esquina de las cocinas, donde se situaba la orquesta que marcaba el ritmo de entrada y salida al campo de los prisioneros, ya todo es más fácil.

Intento perderme entre las calles, sorteando gente. Busco espacios a los que aún no haya llegado la marea de gente, aunque a medida que avanza la mañana la cosa se complica.

Aún así, creo que de algún modo lo consigo.

En la calle principal observo unos pináculos que sostienen un largo rail de hierro. He llegado al lugar en el que se realizaban las ejecuciones públicas por ahorcamiento. Más allá, entre el Bloque 11, conocido por ser el espacio habilitado para las torturas, y el Bloque 10, encuentro un gran patio de hormigón con un muro al fondo adornado de flores en donde se efectuaban los fusilamientos.

Prosigo mi camino, y dando un rodeo llego a la consabida chimenea. Al lado otra sala diáfana y terrible como la que encontré en Majdanek. Al salir me topo con un patíbulo de madera que es posterior al final de la guerra. Desde él contempló el campo por última vez, el 16 de abril de 1947, Rudolf Hoess, comandante de Auschwitz, tras el juicio que le condenó a muerte por crímenes contra la humanidad.

Y desde ahí, por un rato, contemplo yo, desolado, el mundo.

Auschwitz-Birkenau

Auschwitz II (Birkenau) es la desmesura. Está a 3 kilómetros de Auschwitz I y nació para ese delirio que los nazis llamaron «solución final».

Cuando atraviesas el arco de acceso, entre las vías que se adentran otros dos kilómetros más en el campo hasta llegar a lo que queda de las cámaras de gas, lo que ves es una inmensa planicie verde adornada por cientos de chimeneas de ladrillo desnudas, único vestigio de los barracones que entonces allí estuvieron, y al fondo un hermoso bosque, ahora otoñal. Y, sobre todo, muchas, muchas alambradas.

Miras a un lado, miras al otro, y el campo parece no tener fin. Solamente te sirve como referencia la larga línea que forman las vías y los andenes que lo atraviesan, como si de una imaginaria columna vertebral se tratara.

Birkenau fue la mayor fábrica de matar de la que los nazis dispusieron. La esperanza de vida para mucha de la gente que llegaba en los convoyes, sobre todo ancianos y niños, la más de las veces no pasaba de unas cuantas horas. Poco más o menos el tiempo que los médicos de las SS tardaban en seleccionar para la muerte a aquellos que consideraban inútiles para el trabajo o para sus absurdos experimentos.

Hoy en día las cámaras de gas y los crematorios, a diferencia de Majdanek, no existen. Lo que quedan a la vista son ruinas dinamitadas en el vano intento de los nazis por esconder al monstruo.

Yo también quisiera esconderme de mi propia angustia, que crece como un espectro. Me adentro entre los árboles y observo el vuelo tranquilo de los pájaros.

Podgorze: la plaza de las sillas

Al sur de Cracovia se encuentra la antigua ciudad judía de Kazimierz, hoy anexionada como barrio a la ciudad monumental. Todavía se conservan varias sinagogas.

Al otro lado del río Vístula, aún más al sur, está el barrio de Podgorze. A este lugar trasladaron los nazis en 1941 a todos los judíos de Kazimierz, hacinándolos tras los muros de lo que llamaron el gueto de Cracovia. Las que habían sido sus casas fueron ocupadas por polacos gentiles (no judíos).

Cuando cruzas el puente y llegas allí lo primero que encuentras es una plaza sembrada de sillas. En esta plaza eran reunidos en masa los judíos a la espera de su deportación a los campos de exterminio cercanos. Las sillas representan todo aquello que se vieron obligados a dejar atrás. Todo lo que no cabía en sus maletas inútiles.

La cruz de Katyn

Entre abril y mayo de 1940, tras invadir Polonia desde el este, las tropas soviéticas ejecutaron con un disparo en la cabeza a 22.000 polacos. Entre ellos había oficiales del ejército, policías, intelectuales y profesionales de todo tipo. Sus cuerpos fueron enterrados en una inmensa fosa común en el bosque de Katyn, a las afueras de la ciudad rusa de Smolensk.

Hoy, por toda Polonia se recuerda ese genocidio con dolorosas cruces de madera plantadas en calles y plazas.

En una pequeña glorieta al pie del Castillo de Wawel se eleva la de Cracovia. Mientras estamos allí, un hombre desgarbado, con un atuendo en el que se mezclan prendas civiles y militares, se acerca y deposita en silencio la fotografía de carnet de una mujer joven y luego se pierde entre la marea de turistas que bajan de la catedral.

Face to face

En una de las librerías de Auschwitz compro un librito con unos cuantos dibujos que representan la terrorífica vida cotidiana en el campo. El cuaderno que los incluía fue escondido por un prisionero anónimo y apareció en una de las dependencias mucho después, una vez acabada la guerra.

Esos mismos dibujos, los originales, me los encuentro junto a otras obras en una emotiva exposición en la ciudad vieja de Cracovia titulada Face to face. Art in Auschwitz. Son pinturas realizadas por artistas prisioneros de toda Europa que los nazis mantenían vivos para su solaz y su provecho.

La circunferencia

Aún no me he ido de Polonia y, alarmado, leo en la prensa que, días antes, una manifestación de 60.000 nazis de toda Europa ha tomado las calles de Varsovia reclamando un holocausto islámico.

Sesenta mil nazis. Sesenta mil nazis pugnando por cerrar la circunferencia.

El día 1 de septiembre de 1939 el ejército alemán, como primer paso en su intento por establecer un vasto imperio, invadió Polonia, comenzando oficialmente la II Guerra Mundial. No obstante, varios días antes de la fecha señalada había sido firmado por los ministros de Asuntos Exteriores de Alemania y la Unión Soviética un pacto de no agresión entre ambos países, en lo que se dio en llamar Pacto Ribbentrop-Molótov.

En ese tratado, que casi dos años más tarde sería violado por los nazis con su intento de conquista de los territorios soviéticos, contenía diversas formulaciones en las que ambos estados se comprometían a no participar en alianzas que fueran en contra o amenazaran los intereses del otro país, pero señalaba, además, en cláusula secreta, intereses territoriales tanto de nazis como de soviéticos en sus respectivas áreas de influencia. De este modo, Polonia pasaba a convertirse en la hamburguesa o el filete ruso (dependiendo de cual de los dos estados opinara) dentro del bocadillo que soviéticos y alemanes pretendían merendarse.