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Entre la razón y la fe: 'Bacantes', de Eurípides

Bacantes es el título de la obra maestra de Eurípides (484/480-406 a.C.), el último de los grandes trágicos griegos. El poeta compuso este drama tardío durante su retiro en la corte de Pella, Macedonia, a la que había sido invitado por el monarca Arquelao I. Allí conocería la muerte, de modo que Bacantes sería estrenada con carácter póstumo en Atenas un año más tarde. Su hijo, Eurípides el Joven, se encargaría de la puesta en escena.

Bacantes tiene su origen en uno de los muchos mitos asociados a la figura del último de los dioses olímpicos: Dioniso. El eje de esta tragedia, como ya observara el académico Carlos García Gual, consiste en una superposición de antagonismos, a saber, «lo griego y lo bárbaro, lo masculino y lo femenino, la ciudad y el monte, la serenidad cívica y el frenesí báquico, es decir, lo apolíneo y lo dionisíaco, en el sentido de estos términos en Nietzsche». Pero por encima de todas estas contradicciones, sobresale el choque entre lo humano y lo divino.

El prólogo de la obra -recurso frecuente en la producción de Eurípides-, protagonizado por el propio Dioniso, advierte ya de la inminencia de este enfrentamiento. Desde el theologeíon, el espacio más elevado de la escena, el dios del éxtasis, recién llegado a Tebas, se complace en anunciar su voluntad de instituir su culto en la ciudad. Tebas no es un enclave cualquiera para Dioniso, que fue concebido en ella como resultado del rayo con que Zeus fulminó a su madre, Sémele, hija del rey Cadmo, fundador de la ciudad. Cadmo ha entregado el poder a su nieto, Penteo, quien se niega a honrar a Dioniso en sus libaciones, circunstancia que el dios no puede tolerar.

Por este motivo, Dioniso ha sometido a su arbitrio a las hermanas de Sémele, quienes en el pasado negaron que el entonces niño-dios fuera otra cosa que el producto de la unión de ésta con un simple mortal. Entre ellas se encuentra Ágave, madre de Penteo. Abandonadas al delirio, vagan por bosques y montañas como bacantes, prolongaciones del inmenso poder de la divinidad sobre la tierra. Presas de un febril entusiasmo, las bacantes ejecutan danzas en los montes (oreibasía) y celebran ritos (órgia) que comprenden la persecución de animales salvajes y el consumo de su carne cruda (omophagía), expresión última de su comunión con el dios.

A diferencia de Penteo, el anciano Cadmo y el adivino Tiresias obedecen de inmediato la llamada de Dioniso, y no dudan en cubrir su cuerpo con los atavíos de sus adoradores: piel de corzo moteado -nébride-, corona de yedra y tirso. El respeto a la tradición -el legado de las generaciones pasadas- así lo exige, pues, como apunta Tiresias:

«Tampoco nos hacemos sabios ante las divinidades, criticando las tradiciones de nuestros padres, que hemos heredado desde tiempo inmemorial. Ningún argumento las derribará por los suelos, por más que lo sabio resulte invención de los ingenios más elevados.»

El conflicto generacional es un motivo recurrente en la dramaturgia ática del momento. La prudente sabiduría de Cadmo y Tiresias se contrapone a la arrogancia juvenil de Penteo, quien no reconoce la autoridad de Dioniso sobre Grecia, y menos aún sobre la ciudad de Tebas. Dioniso es «una divinidad de hace poco» a la que responsabiliza de la conducta inmoral de sus conciudadanas, que:

 «¡Llenas de vino están en medio de sus reuniones místicas las jarras; y cada una por su lado se desliza en la soledad para servir a los amantes en el lecho, con el pretexto de que son, sí, ménades dedicadas a su culto! Pero anteponen Afrodita a Baco.»

A juicio de Penteo, Dioniso es un seductor, un agente de corrupción que pretende trastocar el orden ciudadano abocando a las mujeres a una supuesta depravación. Las bacantes y quienquiera que sea su instigador deben ser castigados en consecuencia. A este respecto, el joven gobernante se revela a un tiempo como un sujeto conservador, custodio de la moral -una moral opresiva con las mujeres- para, a su vez, evidenciar una postura crítica hacia el mito que encaja en la línea de la teología griega del siglo V a.C., de cuyo descreimiento parece hacerse eco Tiresias con su explicación -en clave alegórica- del nacimiento de Dioniso. El ulterior desarrollo de los acontecimientos pondrá de relieve lo erróneo de las opiniones sostenidas por Penteo. Esta hamartía o ignorancia sella el cruel destino que acecha al héroe, un desconocimiento que comparte con su madre y sus tías. Sobre ellos se cierne un -funesto- cambio de fortuna (metabolé).

Sin embargo, Dioniso, que se manifiesta a través de la figura humana de un extranjero (lo bárbaro), no deja de ofrecer argumentos a Penteo para que abandone su actitud impía. El rey ordena el arresto del forastero, que es conducido a palacio bajo la acusación de ser el promotor de los disturbios perpetrados por las bacantes. Allí es sometido al interrogatorio del rey tebano, mas se niega a revelar los secretos de sus ceremonias. Dioniso insiste de forma reiterada en advertir al monarca del error en que se halla y el castigo que aquél podría conllevarle de no rectificar a tiempo. Libera primero a las bacantes capturadas por Penteo y a continuación a sí mismo, pero los misteriosos prodigios obrados en su presencia y los testimonios elogiosos de Cadmo, Tiresias y el Mensajero proveniente del monte Citerón no logran convencer al joven monarca de honrar al dios. No en vano, Dioniso tiende a ser retratado como un benefactor, ya que como indica Tiresias:

«Ese dios, ese “reciente”, del que tú haces burla, no podría yo definir bien su grandeza, cuán grande será por toda Grecia. Porque -¿sabes, joven?- dos son los principios fundamentales para la humanidad: la diosa Deméter -que es la Tierra, llámala con el nombre que quieras de los dos-, ella sustenta a los mortales con los alimentos secos; y el que luego vino, con equilibrado poder, el hijo de Sémele. Inventó la bebida fluyente del racimo y se la aportó a los humanos. Ésta calma el pesar de los apurados mortales, apenas se sacian del zumo de la vid, y les ofrece el sueño y el olvido de los males cotidianos. ¡No hay otra medicina para las penas! Él, que ha nacido para ser dios, se ofrece a los dioses en las libaciones, de modo que por su mediación obtienen los hombres los bienes.»

Las epifanías de Dioniso desde el theologeíon y los portentos de los que es hacedor denotan la pertenencia de la divinidad a un plano superior, distinto del de los humanos, meros mortales, que deambulan por la tierra. El inmenso poder de los dioses contrasta con el de una humanidad vulnerable, sujeta a acciones divinas que conmueven el mundo. Penteo ha agotado la paciencia de Dioniso que, exasperado, renuncia a su faceta como deidad benéfica para conducirle a una trampa: él mismo se reconoce como el dios «más terrible y más amable para los humanos». Penteo, bajo el irresistible influjo del dios, se deja conducir por el enigmático extranjero hasta donde lo aguardan las bacantes. En el Citerón, Dioniso delata a Penteo y ordena a sus servidoras el castigo del profanador, que es despedazado por su propia madre, Ágave -la cual, enfervorecida, no reconoce a su hijo suplicante-, y el resto de ménades. La justicia divina es implacable.

Ágave retorna triunfante a Tebas. Cree portar la cabeza de un fiero león, el trofeo de una provechosa cacería inspirada por Dioniso. Acude en busca de Cadmo y de Penteo, a quienes quiere persuadir de la sublime providencia del dios. Cadmo se halla de regreso del Citerón, de donde trae los restos dispersos del que fuera su nieto. Ágave es aún víctima del delirio, pero las palabras de su padre consiguen que recobre la serenidad. Es el momento de la anagnórisis. Ágave ha recuperado el dominio de sí misma y, con ello, adquiere plena consciencia de la magnitud de su crimen. La cabeza que sostiene no es otra que la de su único hijo:

«Dioniso nos destruyó. Ahora lo comprendo.»

Devastado por la pérdida de su nieto y la ruina de su casa, Cadmo reconoce la gravedad de las afrentas de su familia contra el dios, que regresa al theologeíon para profetizarle un aciago destino. Como hombre, el primer rey de Tebas denuncia el extremo rigor del castigo recibido, pues «No deben los dioses asemejarse en su cólera a los mortales». ¿Hay justicia en los actos de Dioniso? En última instancia, las acciones de los dioses, insondables, permanecen como un enigma irresoluble para los seres humanos.

Bacantes es el título de la obra maestra de Eurípides (484/480-406 a.C.), el último de los grandes trágicos griegos. El poeta compuso este drama tardío durante su retiro en la corte de Pella, Macedonia, a la que había sido invitado por el monarca Arquelao I. Allí conocería la muerte, de modo que Bacantes sería estrenada con carácter póstumo en Atenas un año más tarde. Su hijo, Eurípides el Joven, se encargaría de la puesta en escena.

Bacantes tiene su origen en uno de los muchos mitos asociados a la figura del último de los dioses olímpicos: Dioniso. El eje de esta tragedia, como ya observara el académico Carlos García Gual, consiste en una superposición de antagonismos, a saber, «lo griego y lo bárbaro, lo masculino y lo femenino, la ciudad y el monte, la serenidad cívica y el frenesí báquico, es decir, lo apolíneo y lo dionisíaco, en el sentido de estos términos en Nietzsche». Pero por encima de todas estas contradicciones, sobresale el choque entre lo humano y lo divino.