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Reportaje

El 'arte' de la genealogía: rastreando el origen de nuestros antepasados

Una hoja del Censo de Policía de 1824.

Diego Cobo

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A Maite Sánchez de Gurtubay le suelen decir en casa que deje el mundo de los muertos y vuelva al de los vivos, pero ella, en lugar de regresar al cauce del tiempo, se sigue enredando en las ramas del árbol genealógico. “Los muertos no dan disgustos”, dice con una sonrisa, “solo alegrías cuando los encuentro”. Maite lleva más de tres lustros recorriendo ciudades, ayuntamientos, archivos históricos, juzgados de paz, parroquias y reales chancillerías, aunque esa pasión que la tiene hurgando en el pasado brotó de una semilla de frustración. Ella estaba completando los eslabones de su propio linaje cuando unió sus fuerzas a las de Joaquín Polo y María José Lavid después de estrellarse, una y otra vez, con las barreras burocráticas que les impedía rebobinar su propia historia. Así, en el año 2007, crearon la Asociación Cántabra de Genealogía (Ascagen).

“Nuestro papel es buscar herramientas para que la gente investigue: queremos que haya medios y facilitarlos”, explica Joaquín, cuya idea siempre fue clara: organicémonos para pellizcar el ánimo de la sociedad y que la gente pueda seguir el rastro de su sangre hasta las últimas consecuencias. Así nació una asociación que hoy agrupa a unos 70 miembros y cuya liturgia común —“el mundo de los muertos”— se honra el primer miércoles de cada mes. Ese fue el primer paso: conocer su propia historia. Joaquín, por ejemplo, ha llegado al año 1.300 en una de sus ramas; Maite, al siglo XII. Eduardo Zúñiga, el actual presidente de la asociación, ha logrado enlazar una porción de sus genes con el duque de Cantabria, del siglo VIII. Pero la genealogía es un pozo sin fondo en el que el horizonte es Atapuerca, o Adán, para los creyentes.

Desbrozar el camino, sin embargo, ha sido una labor cansada, por lo que la avanzadilla de genealogistas, después de ahondar en la trastienda de sus apellidos, se lanzaron a recuperar documentos. En ese peregrinar por municipios y siglos se han llevado las manos a la cabeza al comprobar las dificultades para llevar a cabo su tarea. La razón: “Porque das trabajo”. En las instituciones se encontraron que el Registro Civil no facilitaba datos para realizar el árbol genealógico, que en los archivos históricos hacía falta carné de investigador, que ciertos ayuntamientos pequeños ni siquiera conocían la existencia de su archivo histórico en sus dependencias y en cuyos sótanos encontraban legajos comidos por la humedad y los bichos. Una vez, de hecho, Maite y Joaquín hallaron en un ayuntamiento —dicen el qué, ocultan el dónde— padrones del siglo XVIII en una caja con los disfraces de Navidad. Era el colmo de la indiferencia. “¡Pues deposítalo en el archivo histórico!”, espetan.

El Registro Civil, donde se recogen fechas de nacimiento, matrimonio y defunción, unidades básicas de la disciplina, comenzó en 1870, por lo que la información anterior descansa en archivos eclesiásticos, cuyo acceso depende de la parroquia donde estén la fe de bautismo o el certificado de defunción. Pero el ímpetu de la asociación ha ido esquivando problemas y, entre kilómetros y paciencia, han logrado actualizar el inventario de padrones que realizó en 1998 el director del Archivo Histórico Provincial de Cantabria, Manuel Vaquerizo. En esas idas y venidas, y en tantas horas desempolvando legajos, revisaron censos de los archivos municipales, preguntaron y regresaron a los ayuntamientos. “Y aquello fue desolador”, dice Maite. El recibimiento, más que de agradecimiento por facilitar el trabajo, dicen, fue hostil. “Íbamos a estorbar”, explica. “Y probablemente era verdad: no tienen recursos ni humanos ni materiales para sostener sus archivos históricos”.

Pero esa acusación expendida contra ayuntamientos pequeños que olvidan su legado se ve compensada por la conservación de archivos de las corporaciones más grandes. Dicen que sus fondos son “fantásticos”, aunque el acceso a veces no sea siempre sea sencillo. “Pero cuando vas a un ayuntamiento pequeño y preguntas por unos archivos”, explica Joaquín, “y están pensando del archivo del día a día”. Cuando los miembros de Ascagen les dicen que se refieren a los archivos históricos, entonces les responden que sí, que tienen lo de los años cuarenta. Joaquín y Maite se ríen al definir qué es un archivo histórico, pues sus pesquisas se detienen en 1900. Son las condiciones legales para liberar información (“una manera de quitarte de en medio”, opinan). Hay veces que les dejan rebuscar en dependencias municipales entre archivos sin orden ni cuidado con el hallazgo de verdaderas joyas que luego han depositado en el Archivo Histórico Provincial de Cantabria, aunque en otras ocasiones les han denegado el acceso.

En otras ocasiones aparece algún auxilio, como el alguacil jubilado de un ayuntamiento que acude a la llamada cuando lo necesitan. Pero el interés desinflado y la falta de curiosidad mantienen la investigación en un estado casi larvario. Piensan que no hay un interés y curiosidad general. “Otro gallo cantaría si todos lo hiciéramos [el árbol genealógico] y viéramos que en nuestra familia ha habido emigrantes, si todos vieran que los que hoy están aquí, ayer estaban allí. Y nunca puedas juzgar todo lo que encuentras con la mentalidad de ahora”.

Archivos privados

Los genealogistas profundizan en un sinfín de documentos. No solo son archivos municipales, el registro civil, protocolos notariales, hemerotecas de periódicos o actas de matrimonio y defunción que sirven como caladero de datos. Los Archivos Generales del Ejército, la Chancillería de Valladolid, las fuentes orales o los valiosísimos archivos parroquiales, que a partir del siglo XVI se vieron obligados a llevar libros de bautismo, matrimonio y defunción, también resultan fundamentales, y esa voz de biografías escondidas acabó por estallar en manos de los mormones. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, como es conocida la institución, microfilmó en los años ochenta millones de censos, certificados o testamentos en su afán por escudriñar la sangre de sus ancestros: miles de datos de esos datos obtenidos en expedientes eclesiásticos, incluidos la mayoría de los 10.000 volúmenes del obispado de Santander, están disponibles en el desván del proyecto Family Search, la página web en la que hallar migas de pan del camino a los ancestros.

Ese trabajo es solo un fragmento de las colecciones en los que los miembros de Ascagen indagan, pues entre los acólitos de la genealogía hay verdadero talento. En la asociación dicen que Javier Polanco, recientemente fallecido, tenía un pie investigador en Cádiz, por lo que las consultas al foro siempre desembocaban en fugaces y casi mágicas respuestas. En la otra punta del hilo, los archivos privados están en la mirada de Ascagen: la fórmula de su cuidado supone la eficacia de su coste. “Incentiva el cuidado y el mimo”, dice Joaquín, “tratando de que estén abiertos al público para que al ayuntamiento le interese conservar ese patrimonio familiar”. Así, aunque solo sea por un beneficio económico, a las instituciones les interesaría dar dinero: “Aunque sea privado, es un patrimonio de Cantabria, y la función de Cantabria es atenderlo. Pero no se tiene la idea de que tú les estás dando la vida”.

Entre estancias en instituciones y hogares, estos registradores del ayer también rebuscan, catalogan, ordenan y escanean documentos de los que luego dejan copia al interesado, con una condición: una parte de los archivos rescatados tienen que ser depositados en el archivo histórico. Y ese trajín de legajos y hojas sueltas les suelen reportar sorpresas, como el inmenso botín que han ordenado en los últimos tiempos: dos metros y medio lineales de documentación que un hombre, ya mayor —vuelven a ocultar el quién, y cuando se les escapa piden no hacer caso— tenía en casa. Toda esa memoria impresa, incluidas 60.000 fotografías, las había organizado su padre. Cuando terminaron de hojear aquel tesoro, el hombre les invitó a enredar en tres cajones de papeles desordenados.

Entre estancias en instituciones y hogares, estos registradores del ayer también rebuscan, catalogan, ordenan y escanean documentos de los que luego dejan copia al interesado, con una condición: una parte de los archivos rescatados tienen que ser depositados en el archivo histórico

Los genealogistas alucinaron al ver que, entre copias de pleitos de hidalguía, papeles de la Guerra de la Independencia y una excelente documentación de afrancesados, impresionantes herencias y papeles de una familia plagada de alcaldes e incluso de un secretario del Secreto de la Santa Inquisición, también había un documento original del siglo XVI. “Él sabía que tenía, pero no tanto”, dicen los miembros de Ascagen, quienes después de un año y medio de trabajo acabaron la labor de ordenar, limpiar y digitalizar los documentos que encontraron alborotados. “Nuestro mayor interés está en los archivos familiares, que se van disgregando y al final van a la basura”, lamentan los miembros de la asociación, que (por fin) celebran la recuperación del archivo que incluso llegó a sorprender al propietario. Esas historias son mucho más comunes de lo que se cree: “A lo mejor tienen en el desván un arca, como en todas las casas antiguamente, con los papeles con las escrituras, el pleito de hidalguía, pero lo echan al fuego”.

En este silencioso trabajo de encajar piezas, la sorpresa al ir completando ausencias e interrogantes se agradece con alegría. Sucede cuando los eslabones van uniéndose y sucede cuando se va poniendo “músculos y órganos” al árbol genealógico. La íntima historia de una familia, cuyos secretos confiesan los testamentos o contratos matrimoniales, abundan en las entretelas de la historia. Un año de mortandad infantil puede revelar una epidemia; una disminución de población, una oleada migratoria o una guerra. Los frutos de las pesquisas recogen frutos insospechados a pesar de las dificultades para rebuscar en archivos o el desinterés de las instituciones. Ellos aún no entienden cómo el proyecto Ontología del patrimonio de Cantabria, impulsado por la Universidad de Cantabria y la Fundación Botín, metiera la cabeza en la tierra. El objetivo era facilitar el acceso a un océano de información después de digitalizar miles de páginas de documentos sobre el patrimonio histórico, etnográfico o científico. “Y al final”, explican, “han secuestrado un montón de documentación que antes, aunque dificultosamente, estaba a disposición del público”.

A pesar de los papeles que acaban en el fuego, los expedientes que amarillean en sótanos y algunos impedimentos para sonsacar datos, Maite dice que Cantabria es un territorio afortunado para profundizar en la genealogía. A los ya clásicos estudiosos de la materia, desde Mateo Escagedo Salmón (Solares montañeses: viejos linajes de la provincia de Santander) a la trascripción del padrón de Marqués de la Ensenada de Tomás Maza Solano o el Diccionario de apellidos y escudos de Cantabria, de Carmen González Echegaray, se unen los archivos de los mormones del archivo diocesano de Santander. Airear los documentos es una condición necesaria que no siempre se cumple. “El sentido de conservar un archivo es que se consulte, si no se consulta es inútil”, afirman los genealogistas, que a veces se chocan con el sentido de la propiedad: “Es nuestro”.

Un trabajo de fondo

Al correo de Ascagen llega un goteo de mensajes. Maite los va abriendo, desenrolla las dudas y responde echando mano de la memoria o documentos. Hay cántabros que quieren reconectar con su tierra o completar su linaje, aunque la mayoría de las consultas tienen fines prácticos, como conseguir la nacionalidad. Pero esos anhelos de escarbar en las raíces de la sangre también tienen su lugar: un 20% del más del centenar de correos que reciben al año tienen fines utópicos. “La utopía es utopía, pero generalmente obedece a un interés práctico”, justifica Joaquín, que rápidamente delata su condición: “Nosotros somos utópicos”. Y ese trabajo gustoso les cuesta “un pastón” que asumen con alegría cuando recuperan archivos, completan líneas sucesorias o comprueban cómo recurren a ellos quienes alguna vez perdieron sus lazos con Cantabria.

En este oasis de datos se hallan indianos y generales con sangre de La Montaña que honraron su tierra en cualquier parte del planeta, aunque hay un telón de fondo en este encuentro con los genealogistas: la falta de amor propio por Cantabria. “Lo cántabro, no sé por qué, es una cosa difuminada”, dice Joaquín, “y eso es un problema político: los distintos gobiernos deberían de incentivar el amor por Cantabria”. Ese lamento de contornos tristes se vuelve admiración a los vecinos del este y oeste de la comunidad. Maite, que lo define como “pasión por lo suyo”, dice que las autonomías vecinas cuidan a su diáspora mientras que Joaquín concluye que en el País Vasco —y lo dice con todas las letras— “se ha cuidado mucho el arraigo de la gente, cosa que en Cantabria no”.

 —¿Por qué?

—¿Por qué? No sé. Si tú coges el libro de escudos de Cantabria de Carmen González Echegaray, verás que han desaparecido muchísimos. Y cuando vas por las carreteras ves muchas casonas en ruinas.

Esa indiferencia que a ratos se vuelve “desprecio” en boca de Maite y Joaquín se estampa con una documentación riquísima a nivel nacional. Los archivos delatan el pasado y sus cuitas, y el paso hacia adelante de Ascagen marca un hito en la historia de la genealogía regional: en su haber se encuentra el impulso de la digitalización de los boletines oficiales de la provincia, además de haber trascrito el Padrón de Policía de 1824. Han editado libros, publican una revista semestral que imprime la Consejería de Cultura y están inmersos en un proyecto sobre el ADN pasiego y de Campoo, además de abundar en los linajes de Cantabria y en la herencia de aquellos hombres y mujeres flamencos que, a partir del siglo XVII, llegaron a Liérganes y La Cavada.

El arte de afinar otro tiempo da claves y cambia guiones al comprobar, por ejemplo, que el apellido Camús, viene de un barrio de Santander a pesar de considerarse francés. Al igual que Sobaler, cuya procedencia se atribuyó a Cataluña a pesar de que, ya en el siglo XVI, fuera un barrio de Bezana. En el siglo XVIII, mientras en Trasmiera los europeos que venían a las fábricas de cañones continuaban transmitiendo su ristra de apellidos (Baldor, Bernó, Budar, Lombó o Marqué), en Santander llegaron nuevas hornadas de apellidos: la ciudad pasó a ser obispado, la economía se expandió con el comercio y la industria, y el puerto se convirtió en el enlace principal con América. Los periódicos no se cansaban de anunciar, entre esquelas, elixires estomacales y noticias de última hora, viajes a La Habana y Veracruz, Sevilla o Marsella. La explosión demográfica fue evidente: 1.200 habitantes a finales del siglo, el doble que cinco décadas antes. Con ellos, los apellidos. Muchos de ellos de los territorios vecinos, de Cataluña o Andalucía, pero también de Francia, Aragón o de Italia, aunque como admite González Echegaray en el prólogo de su Diccionario de apellidos y escudos de Cantabria, “es totalmente imposible mencionar” todas las procedencias.

La genealogía responde a preguntas acumuladas en el olvido que las investigaciones de la asociación tratan de responder. El árbol es un esqueleto cuyos órganos están dispersos en los siglos, las casas y los archivos que los fundadores de Ascagen siguen recorriendo desde antes de que en aquel primer editorial, en la primavera de 2009, reconocieran que la “falta de experiencia” sería compensada “con una gran dosis de ilusión”. Esa es la huella de un camino que, dicen, “empieza como afición y acaba como obsesión”.

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