Legado Cantabria es un proceso de construcción de la memoria oral a través de las historias de vida de las personas mayores. Tiene como objetivo poner en valor las experiencias, el éxito de la longevidad y el arraigo en el territorio. Participan personas mayores de 70 años que relatan su experiencia vital para ponerla a disposición de las generaciones actuales y venideras.
Este blog recoge en elDiario.es los testimonios audiovisuales que integran el Proyecto Legado Cantabria, impulsado por el Patronato Europeo de Mayores (PEM) y UNATE, La Universidad Permanente.
Ciana: la cabrera que quiso ver el mar
El 15 de octubre se celebra el Día Internacional de las Mujeres Rurales y, aunque hay una diversidad de historias bajo esa denominación, las más invisibilizadas son las mujeres mayores rurales. La vida de Ciana representa la dureza y la capacidad de supervivencia en un contexto hostil
A Ciana nadie le llama Feliciana, que es su nombre. Ella, sin embargo, recuerda casi todos los nombres que pueblan su vida. El pasado mes de mayo, Ciana relataba su historia de vida al equipo de Legado Cantabria en la misma casa donde nació hace 94 años, en el barrio de San Pedro, en Carmona —“pero San Pedro fue antes que Carmona”— (Cabuérniga, Cantabria). Feliciana González González nació el 15 de enero de 1930 cuando aún nevaba en este municipio de las montañas del Nansa y cuando el mundo rural era un lugar donde la vida no permitía demasiados lujos, como el de ser niña. “No teníamos niñez entonces... no había de eso. ¿Juguetes? Nunca en la vida… ¿Libros? Nunca en la vida. ¡Y eso que a mí siempre me han gustado!”. El Día Internacional de las Mujeres Rurales, que se celebra cada 15 de octubre, suele dejar en un recodo a estas mujeres que subsisten con pensiones mínimas (la pensión media rural en 2022 no llegaba a los 700 euros) y cuya historia ha quedado invisibilizada en un país que se abrazó al “progreso” tapando los sacrificios —y a las sacrificadas— en el camino.
Ciana trabajó casi desde que pudo caminar pero a los seis años de edad su madre ya le hizo tomar una decisión casi imposible en una familia humilde como la de ella, con cinco hijas y un hijo y pocos ingresos en pleno advenimiento de la República: “¿A la escuela o cabrera? Y a mí me gustaba lo de la escuela pero había dos críos que ya estaban pastoreando, que subían al alto y me dijeron: ‘cabrera, cabrera… que en el alto se ve el tren, que en el alto se ve la mar.... Y yo estaba ilusionada con ver la mar. Así que elegí cabrera”.
Cuando subió al alto, descubrió que el mar se intuía 35 kilómetros valle abajo, y que el tren pitaba poco más cerca. Pero en ese caserío de San Pedro, de hecho, “los críos llevaban la voz cantante”. Los padres trabajaban la artesanía de las albarcas, las madres llevaban casas y huertos, y eran las niñas y niños las que llevaban las cabras, las ovejas, los rebaños. “Había 65 rebaños, así que entonces había 65 casas abiertas”. Hoy, Ciana es una de las últimas residentes de San Pedro y se suma a las 148 personas empadronadas en todo Carmona, catalogado en 2019 como uno de ‘Los pueblos más bonitos de España’ y donde la vida cotidiana agoniza mientras los turistas toman fotos o prueban su famoso cocido.
El sueño de Ciana, ver el mar, se cumplió de forma borrosa pero, lo que sí conoció desde esa temprana edad fue la dureza de la vida que esperaba a una mujer rural sin recursos económicos que crecía en plena posguerra. “La posguerra fue muy larga y muy mala... no había ni dinero, ni comida, ni ‘na’. Yo vi a mi madre llorando muchas veces porque no había nada que dar a sus hijos (…) Pasamos la sarna, la tosferina, el sarampión... todo nos acudió. Y con 25 años aún tuve tuberculosis y estuve dos años ingresada. El médico me decía que eso era todavía consecuencia de la posguerra, porque en la mejor edad faltó la comida”.
Primero, a Ciana le tocó cuidar cabras, protegerlas de los lobos, abrir camino entre la nieve en invierno para que las cabras pudieran ir al río a beber… “Y todos medio ‘[des]nudos’ y descalzos. Era muy duro… yo esperando que llegara una vaca para meter los pies ahí que estaba caliente. Hoy están los armarios llenos de chamarras... entonces no había ‘na’”.
Luego, con 12 años, a servir en casas ajenas donde la mandaron “para tener una boca menos en casa”, pero los empleadores exigían que la niña llevara su cartilla de racionamiento. “Era gente mala, te pegaban, te trataban muy mal”. 37 años de trabajo por cuenta ajena en casas ajenas —“siempre pagaron los amos lo de la seguridad social”— para terminar jubilándose con 61 años y una pensión de 30.000 pesetas al mes, soltera —“se casaban los que tenían muchas vacas”— y dispuesta para cuidar de su padre y de su madre hasta que murieron.
“Mucho he trabajado...”, reflexiona ahora Ciana, que ha llegado a un acuerdo con unos sobrinos para que la cuiden para luego heredar la casa familiar “y lo poco que tenga”.
La historia de Feliciana González no es única. Legado escucha historias similares de trabajo infinito y casi ningún minuto para sí, de mujeres mayores rurales por toda Cantabria. Ellas siguen viviendo en pueblos donde su historia, muchas veces, es desconocida o donde se celebran sus años sin tener en cuenta cómo han sido vividos. Y en pueblos donde, como se denuncia en la campaña del Grupo Social UNATE en este 15 de octubre, faltan muchos servicios básicos —transporte público, salud y ocio es la triada que reclaman— que haría de su vejez un momento más amable para disfrutar su longevidad.
“El momento más feliz de mi vida fue el de mi primera comunión”, hace ahora recuento Ciana. “Mi madre tenía una blusa muy bonita y de ahí, con una tela blanca que compró, sacó un vestido con el que hicimos la comunión las cinco. Las otras niñas del pueblo la hacían con un camisón que se ajustaban al cuerpo. Y después, para los de la Primera Comunión había chocolate y galletas en la bolera... Ese fue el día más feliz de mi vida”.
A Ciana nadie le llama Feliciana, que es su nombre. Ella, sin embargo, recuerda casi todos los nombres que pueblan su vida. El pasado mes de mayo, Ciana relataba su historia de vida al equipo de Legado Cantabria en la misma casa donde nació hace 94 años, en el barrio de San Pedro, en Carmona —“pero San Pedro fue antes que Carmona”— (Cabuérniga, Cantabria). Feliciana González González nació el 15 de enero de 1930 cuando aún nevaba en este municipio de las montañas del Nansa y cuando el mundo rural era un lugar donde la vida no permitía demasiados lujos, como el de ser niña. “No teníamos niñez entonces... no había de eso. ¿Juguetes? Nunca en la vida… ¿Libros? Nunca en la vida. ¡Y eso que a mí siempre me han gustado!”. El Día Internacional de las Mujeres Rurales, que se celebra cada 15 de octubre, suele dejar en un recodo a estas mujeres que subsisten con pensiones mínimas (la pensión media rural en 2022 no llegaba a los 700 euros) y cuya historia ha quedado invisibilizada en un país que se abrazó al “progreso” tapando los sacrificios —y a las sacrificadas— en el camino.
Ciana trabajó casi desde que pudo caminar pero a los seis años de edad su madre ya le hizo tomar una decisión casi imposible en una familia humilde como la de ella, con cinco hijas y un hijo y pocos ingresos en pleno advenimiento de la República: “¿A la escuela o cabrera? Y a mí me gustaba lo de la escuela pero había dos críos que ya estaban pastoreando, que subían al alto y me dijeron: ‘cabrera, cabrera… que en el alto se ve el tren, que en el alto se ve la mar.... Y yo estaba ilusionada con ver la mar. Así que elegí cabrera”.