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Los barruntas o el ajetreado y último viaje al Más Allá por las Calzadas Altas

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Subiendo por la Cuesta de las Ánimas, camino de Calzadas Altas, los cuatro barruntas llevaban tanto alcohol en la sangre que el cadáver se les cayó a la calzada, con caja y todo. Viandantes y deudos, en el caso de que alguien formara el cortejo, quedaban entonces paralizados por la impresión y con la respiración en suspenso, asistiendo atónitos al espectáculo de ver a los barruntas dejar a un lado la parihuela, remangarse el blusón y devolver al finado a su sitio.

Cuentan las crónicas que los entierros en Santander, a primeros del siglo XIX, eran precedidos por el espectáculo espeluznante de los barruntas. El propio obispo Menéndez de Luarca, que se había enfrentado con bravura a los franceses de Napoleón, poco podía hacer con aquellos porteadores greñudos y ebrios.

Menéndez Luarca ya había acabado con las plañideras, que eran contratadas para los velatorios, en donde corría el aguardiente escanciado con generosidad por las viudas. Era lo que se conocía como 'La buena gloria'. Pero con los barruntas no pudo. Tuvo que llegar a Santander un francés para poner coto a tantos desmanes.

En 1821, se había inaugurado el nuevo cementerio San Fernando, en lo que ahora es la calle Alta. Desde un principio, fue objeto de arduas polémicas entre las autoridades civiles y eclesiásticas por su gestión. Pero ni unos ni otros estaban preparados al comportamiento salvaje de los barruntas, siempre apresurados, siempre ebrios y malencarados.

Juan Callejo, famoso tamborilero, pudo experimentarlo en muerte, que no en vida, por lo que se hubo de recurrir a su biógrafo Calixto Fernández para dar cuenta en unos versos del injurioso trato que recibió aquel, comparando su entierro con el de un burgués:

“Al uno le acompañan / hasta la tumba fría; / al otro le conducen / solo cuatro barruntas estantiguas. // Y esos cuatro sayones, / esos hermafroditas, / tu cuerpo profanaron / dejándolo caer... ¡tal fue su chispa!”

José Simón Cabarga, bibliotecario santanderino ya desaparecido y que se había leído el archivo municipal de cabo a rabo, lo cuenta en su libro 'Evocación de la vieja Puebla', publicado en 1982: “Los muertos iban en parihuelas porteadas entre tumbos por cuatro sujetos de blusa hasta media pierna y mal escondidas greñas en la boina cazcarrienta. A juzgar por lo que se decía y escribía entonces, eran sujetos del más ínfimo estrato social, dado al culto báquico y nada respetuosos con su misión. Se diría que el barrunta nunca discriminó entre su oficio y el del más vulgar y zafio carretero. Cumplía con insólito desparpajo, y ello hacía más macabro su oficio”.

Metodología del barrunta

Desde primera hora, los mendigos de la Puebla se reunían a las puertas de la Casa Mortuoria para, a trompicones, repartirse un servicio, a cuenta del cual recibían unos reales como limosna.

En el caso de aquellos que ni para este gasto tenían, habían de conformarse con bajar la miserable caja a la puerta de casa y esperar que alguien echara una mano apiadándose. El traslado se realizaba entonces al camposanto “sin cruz ni acompañante de ninguna clase” para enterrarlo “como puede enterrarse a un perro”.

Con la carga al hombro, los tropezones eran, al parecer, cosa habitual, pero los protagonistas no lo achacaban al culto báquico que profesaban, sino al empedrado. Echar la culpa al empedrado, se conoce, data de entonces.

Crímenes nefandos debieron cometer en vida los difuntos para ser tratados de tal modo por los barruntas. Y tal fue el clamor de los indignados moradores de la Puebla, que suspiraban por lujos asiáticos como disponer de un carro tirado por caballos para el postrer viaje, y así fue cómo la ciudad conoció el primer servicio de pompas fúnebres de su historia.

Fue mérito de un francés: Galo Gautier. La necesidad era tanta que la llegada de Gautier con su cortejo fúnebre se entendió como un cambio revolucionario.

Las conducciones funerarias no acabaron con los servicios de los barruntas, pero dieron una tregua en sus andanzas, aunque durante un tiempo se les siguió viendo subir la Cuesta de las Ánimas a toda prisa y mantener diálogos con el enterrador que ponían los pelos como escarpias a los presentes.

Subiendo por la Cuesta de las Ánimas, camino de Calzadas Altas, los cuatro barruntas llevaban tanto alcohol en la sangre que el cadáver se les cayó a la calzada, con caja y todo. Viandantes y deudos, en el caso de que alguien formara el cortejo, quedaban entonces paralizados por la impresión y con la respiración en suspenso, asistiendo atónitos al espectáculo de ver a los barruntas dejar a un lado la parihuela, remangarse el blusón y devolver al finado a su sitio.

Cuentan las crónicas que los entierros en Santander, a primeros del siglo XIX, eran precedidos por el espectáculo espeluznante de los barruntas. El propio obispo Menéndez de Luarca, que se había enfrentado con bravura a los franceses de Napoleón, poco podía hacer con aquellos porteadores greñudos y ebrios.