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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

José Hierro, poeta del Cantábrico

Ramos frescos de espuma... Barcas

soñolientas y vagas... Niños

rebañando la miel poniente

del sol... ¡Qué nuevo y fresco y limpio

el mundo...!

(Despedida del mar)

 

José Hierro nació en Madrid en 1922. Tenía dos años cuando su familia se mudó a Santander. Su padre era empleado de telégrafos. Hierro aprendía a caminar. En Santander pasó la infancia, el bachillerato y la guerra. Conoció el mar. El mar, visto desde los ojos de un niño que más tarde escribirá poemas, es una masa interminable de sueños. En el mar comienzan las aventuras del niño, desde el mar parte, cada tarde, en su imaginación, a bordo de un barco de papel, hacia mundos estrafalarios. En el mar el niño intuye algo más que un espacio inmenso: un símbolo, un refugio.

En julio de 1936 un funcionario de telégrafos interceptó un cable enviado desde la Capitanía de Burgos con intención de sublevar a la guarnición de Santander. Tres años más tarde, con la República derrotada y Franco en el poder, los vencedores encontraron y encarcelaron al funcionario que había frustrado el golpe de estado en Cantabria. José Hierro conocía bien a aquel funcionario: era su padre. Muchas veces lo fue a visitar a la cárcel, tantas que también él terminó en prisión, acusado de difundir información subversiva.

Los que sobrevivieron a la guerra y a los juicios sumarios se toparon, después de la cárcel, con la muerte civil. Muchos perdieron el derecho a ejercer su profesión. Los funcionarios fueron depurados. Represión era todo cuando los ganadores tenían que ofrecer a los derrotados. Los exiliados comprendieron que pasarían años antes de que pudieran volver a poner un pie en el país que habían abandonado para escapar de la ejecución y la cárcel. José Hierro permaneció en prisión hasta 1944. Tenía 22 años cuando fue excarcelado en Alcalá de Henares. Era un republicano con todas las puertas cerradas. Se trasladó a Valencia. Recuperó el mar y descubrió la literatura.

 

Toqué la creación con mi frente.

Sentí la creación en mi alma.

Las olas me llamaron a lo hondo.

Y luego se cerraron las aguas.

(Epitafio para la tumba de un poeta)

 

En la tertulia de El Gato Negro se reúnen los escritores de Valencia con la pobre nocturnidad que permiten las circunstancias. En una mesa se sientan Angelina Gatell, Ricardo Blasco, Pedro Caba Landa y los hermanos Alejandro y Vicente Gaos. Entre ellos José Hierro parece un muchacho envejecido. La experiencia de la cárcel le ha dejado un rostro afilado y sombrío. Terminan los años cuarenta. Todos quieren ser poetas. Casi todos publicarán libros, ganarán premios. Hierro ya sabe lo que es ser leído: publicó algunos poemas en revistas republicanas que viajaban al frente durante la guerra, poemas con signos de exclamación para soldados que ya no ganaban batallas.

Tierra sin nosotros apareció en 1947. Es un libro árido, con trazos filosóficos, escrito para nadie y a la vez para todos, desolado y amargo. Los poemas predican silencio, los versos se recogen en imágenes de paisajes indiferentes al destino de los hombres. Hierro ha vuelto a Cantabria. El libro se publica a través de la revista santanderina Proel, con la que colabora desde su fundación en 1944 hasta su cierre en 1950.

Su segundo libro, Alegría, recibió el Premio Adonáis y se convirtió en el punto de partida de un viaje de 55 años que concluyó en 2002 con Guardados en la sombra. A José Hierro, Premio Cervantes en 1998, los manuales de literatura de bachillerato lo encuadran dentro de la generación de los años cuarenta y lo describen como uno de los  máximos exponentes de la poesía desarraigada, una generación perdida que desconfiaba de artificios y defendía un verso social, limpio y austero, poetas atropellados por la guerra y refugiados en el existencialismo.

 

Llegué por el dolor a la alegría.

Supe por el dolor que el alma existe.

(Alegría)

 

A principios de los años cincuenta Hierro se instala en Madrid. Está a punto de cumplir 40 años. Vuelve la vista atrás: ha publicado cuatro libros, se ha casado, su nombre ya no es el de un desconocido recién salido de la cárcel, decenas de revistas literarias le solicitan poemas. A raíz de la aparición en el diario Alerta de una crítica de la obra pictórica de su amigo Modesto Ciruelos comienza a recibir encargos para ejercer la crítica de arte en diversos periódicos y emisoras de radio.

Por una superstición extraña José Hierro es incapaz de escribir en casa. El poeta necesita cafeterías, bares, bibliotecas. Hacia esos espacios públicos se dirige cada día, escoge una mesa y escribe, seguro de que la maldición ya no podrá alcanzarlo. Se necesita un cuaderno, un lápiz y la determinación de atrapar los fragmentos fugaces de realidad que se ven al otro de la ventana. En una entrevista publicada en El País en 1991, asegura: “Es poeta aquel que intenta que aquello que iba a perderse no se pierda”.

Sus obras de los años cincuenta van dejando atrás el realismo social severo que hasta entonces ha dominado su poesía. Cuanto sé de mí, publicado en 1957, es el libro que marca la ruptura. En adelante el poeta se permitirá caprichos de lenguaje y se adentrará por caminos poéticos menos constreñidos. Hierro abandona la austeridad y encuentra la sencillez, se desprende del desarraigo y se entrega a una melancolía reposada.

 

Qué más da que la nada fuera nada

si más nada será, después de todo,

después de tanto todo para nada.

(Vida)

 

José Hierro veneraba la pintura y escribía con la fluidez de un maestro renacentista. En sus cuadernos, en los que alternaba versos con pequeños esbozos de paisaje a bolígrafo, Hierro reescribía una y otra vez sus poemas, aportando en cada nueva reescritura una pincelada distinta, un color nuevo. Como todos los perfeccionistas, su obra nunca terminó de dejarle satisfecho. “Me considero un poeta de segunda, siempre tengo la sensación de que los premios que me dan los merecen otros”, dijo durante una visita a la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en el año 2000.

Se declaró discípulo de Antonio Machado, de Juan Ramón Jiménez y de Gerardo Diego. Repetía una y otra vez que la poesía no podía permitirse del lujo de alejarse de la sociedad, que ninguna obra artística podía sobrevivir separada de su tiempo y espacio. En 1998, el año en que recibió el Premio Cervantes, publicó Cuaderno de Nueva York, un conjunto de poemas ágil y moderno, la obra de un maestro de 76 años decidido a entrar sin titubeos en el nuevo milenio. Fue elegido miembro de la Real Academia de la Lengua en 1999, pero no tuvo tiempo de pronunciar su discurso de ingreso y tomar posesión de su silla.

En el Palacio de La Magdalena, donde había sido nombrado doctor honoris causa en 1995, Hierro posaba ante los fotógrafos con el Cantábrico a la espalda. Regresó una y otra vez a Santander, la ciudad de su infancia, que siempre tuvo espacio en sus poemas. Escribió: “Si muero, que me pongan desnudo, desnudo junto al mar. Serán las aguas grises mi escudo y no habrá que luchar”. Murió en Madrid, en 2002, a los 80 años. En 1982 había sido nombrado hijo adoptivo de Cantabria. Sus cenizas se guardan en el cementerio de Ciriego, en el Pabellón de Santanderinos Ilustres. El mar lo recuerda.

Ramos frescos de espuma... Barcas

soñolientas y vagas... Niños