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Juanín, el guerrillero antifranquista que resistió en el monte

Nació en Potes, en 1917, un niño como tantos, un niño de la pobreza, empezó a trabajar a los once años, la vida entonces era un lugar desapacible, se afilió a las Juventudes Socialistas Unificadas en 1934, que no fue un año cualquiera, y en julio de 1936, días después del alzamiento militar, se inscribió como voluntario en el ejército de la República. Lo enviaron al frente, formó parte del Batallón Ochandía, se le recuerda valeroso, insistente, hay muchas formas de pelear las guerras y él supo siempre cuál era la suya, y en agosto de 1937, cuando Santander fue vencida, también él cayó, lo apresaron los enemigos victoriosos, que lo sentaron frente a un tribunal militar y lo condenaron a muerte. Se salvó porque su hermano era un camisa vieja de la Falange con los contactos necesarios para conmutar sentencias. Le cambiaron la muerte por doce años de prisión, cumplió cuatro y quedó en libertad con la condición de presentarse todas las semanas en el cuartel de la Guardia Civil para que le dieran una paliza, escapó, se echó al monte, se convirtió en algo parecido a un ser mitológico, una de esas criaturas extrañas que acechan en los bosques, que sobreviven desollando conejos y cuidan de los niños perdidos. Bastaba su nombre, y a los vencidos les brillaban los ojos, como si su nombre fuera una puerta de acceso al pasado, donde se seguía librando la guerra, donde la República iba ganando. Se llamaba Juan Fernández Ayala, pero nadie le llamaba Juan. Era y fue siempre Juanín, el último guerrillero, abatido por la Guardia Civil un miércoles de abril de 1957. En una escaramuza quedó convertido en memoria.

“Yo, Juanín, tengo el honor...”

En el país franquista que fue España después de la Guerra Civil había tres opciones para los derrotados: la cárcel, el exilio o el monte. Juanín no dudó. No lo había hecho en 1936, cuando se enroló en el ejército republicano, y no lo hizo cuando salió de la cárcel. A través de un hombre llamado Pepe el Falangista, bien colocado en el régimen y, por los extraños caminos de la vida, también su hermano, consiguió trabajo en el Patronato de Regiones Devastadas. Se instaló en Potes. La Guardia Civil sospechaba que estaba en contacto con miembros del Socorro Internacional y aprovechando que las condiciones de su puesta en libertad le obligaban a presentarse en el cuartel una vez a la semana, lo torturaban un día de cada siete para sacarle información. Pero aquel hombre testarudo no daba nombres y un día de julio de 1943 se perdió en el bosque y cruzó las montañas hacia Asturias para unirse a la Brigada Machado, que no se llamaba así en honor del poeta sino en recuerdo de su impulsor, Ceferino Roiz alias Machado. Eran un grupo de hombres que se resistía a perder la guerra. En Europa todavía se luchaba y estaban convencidos de que una victoria aliada provocaría un cambio político en España. Creían que la suerte de Franco estaba unida a la de Hitler y que una vez que las potencias del Eje fueran derrotadas las democracias europeas restaurarían la República. En aquellos montañeros feroces había estrategia: había que mantener encendida la llama que prendería el fuego llegado el momento.

El tiempo pasó, pesado, caducifolio, terminó la Segunda Guerra Mundial y Franco seguía en El Pardo. En algún momento fantasearon con matarlo aprovechando las estancias del dictador en los Picos de Europa para pescar el campanu. Franco viajaba acompañado por las cámaras del No-Do mientras los hombres de la Machado trazaban posibles atentados. Pero la desgracia, cuando llega, llega para quedarse. Franco volvía ileso una y otra vez a Madrid y aquellos guerrilleros emboscados fueron cayendo uno a uno, en redadas, disparos por la espalda, algunos, con mejor estrella, consiguieron cruzar a Francia. Juanín regresó a Potes, a los bosques conocidos, el mundo empezaba a cambiar, la geopolítica se había vuelto pragmática, las democracias europeas, con un ojo en la Unión Soviética, no parecían incómodas con un dictador fascista en Madrid. Ya no había política, ni estrategia, solo quedaba la resistencia. Y eso hizo Juanín, resistir. Cambiaron los términos. Los guerrilleros se convirtieron en maquis. La palabra convocaba al silencio. Cortaba conversaciones, agitaba la respiración. Juanín fue en Potes mucho más que un nombre. La Guardia Civil, incapaz de capturarlo, recurría a la guerra sucia. Cualquier sospechoso de ayudar al maquis pasaba por los cuarteles. La habilidad para sobrevivir de Juanín se hizo legendaria. Catorce veces fue cercado y catorce veces escapó del cerco. Cuando bajaba al pueblo, de incógnito, dejaba pagado en el bar un café para la Guardia Civil con una nota: “Yo, Juanín, tengo el honor de invitar a café al capitán de la Guardia Civil de Potes, y que le aproveche, como a los pajaritos los perdigones”.

Los hombres del monte

Los guerrilleros no estaban solos. En los pueblos había redes clandestinas de ayuda. Se entregaban víveres, armas, municiones. Eran tan arriesgado como puede imaginarse. La resignación, sin embargo, tampoco es una compañía llevadera. En aquellas rondas en busca de apoyos Juanín conoció a Paco Bedoya, un muchacho doce años más joven, corpulento, con fisonomía de héroe de la antigüedad, aficionado a la música, con un hijo recién nacido, incapaz como él de resignarse. La madre de Bedoya solía acoger a los maquis en su casa y el muchacho, que apenas tenía siete años cuando empezó la guerra, se acomodó desde niño a la presencia de los hombres del monte. Bedoya fue detenido en 1948 y condenado a doce años de cárcel. Fue trasladado al Destacamento Penitenciario de Fuencarral. Escapó en 1952, cuando se enteró que su mujer y su hija habían emigrado a Argentina y su casa había sido consumida por el fuego. Regresó a Potes y marchó directo a las montañas, con Juanín. Hay simbolismo en su acción: Bedoya fue uno de los últimos, quizá el último guerrillero en echarse al monte. La dictadura, doce años después del 1 de abril de la victoria, estaba tan asentada como el cielo sobre las cabezas de los hombres que todavía se resistían a entregar las armas.

En los pueblos con emboscados los niños jugaban a guardias civiles y maquis. Lo que quedaba era el epílogo de una derrota postergada durante más de una década. Aquellos soldados sin ejército que se habían resistido a perder la guerra en 1939 se encontraban cada vez más acorralados. La política de terror impuesta en los pueblos por la Guardia Civil hacía cada vez más complicada su subsistencia. Juanín, Bedoya y los que quedaban sobrevivían a base de pequeños robos y secuestros. En un momento dado el régimen intentó romper la resistencia del bosque atacando a los familiares de los emboscados. La madre y la hermana de Juanín fueron encarceladas, como las madres y las hermanas de tantos otros. Juanín y Bedoya se quedaron solos en el monte, convencidos de que solo la resistencia tenía salida. La Guardia Civil montó entonces un cerco como no se había visto desde los tiempos de la guerra, una operación militar que abarcaba Cantabria, Asturias y las provincias de León, Palencia y Burgos.

Fue entonces cuando los nombres de Juanín y Bedoya se hicieron más grandes que los hombres que los contenían. Tardaron años en dar con ellos. Lo consiguieron en 1957. Se ha especulado durante años con la posibilidad de que Bedoya traicionara a Juanín. La teoría es descabellada y hoy, gracias al trabajo de distintos investigadores -Isidro Cícero, 'Los que se echaron al monte'; Antonio Brevers, 'Juanín y Bedoya'- sabemos que es falsa. Los hechos ocurrieron en un lugar conocido como la Curva del Molino. Era miércoles, un 24 de abril. Juanín y Bedoya ven acercarse a la pareja de la Guardia Civil formada por el cabo Leopoldo Rollán Arenales y el número Ángel Agüeros Rodríguez. Atardece. Los guerrilleros descienden en silencio hasta el cementerio. Esperan el momento preciso para cruzar la carretera y escapar en dirección a Vega de Liébana. Anochece. Juanín se adelanta. La sombra que le pertenece y que está a punto de abandonarlo salta la tapia del cementerio y llega a la carretera. A su espalda, el cabo Leopoldo Rollán Arenales le apunta con una pistola y tras un seco “alto a la Guardia Civil” abre fuego sobre el hombre que escapa. Juanín muere sobre la carretera con la yugular seccionada por una bala. Bedoya logra huir pero es abatido meses más tarde, en diciembre, en una emboscada en Castro Urdiales. Sus dos muertes pasaron a formar parte del patrimonio de la resistencia contra la dictadura. Nació hace 100 años, Juan Fernández Ayala, Juanín en el monte, y su memoria pervive.

Nació en Potes, en 1917, un niño como tantos, un niño de la pobreza, empezó a trabajar a los once años, la vida entonces era un lugar desapacible, se afilió a las Juventudes Socialistas Unificadas en 1934, que no fue un año cualquiera, y en julio de 1936, días después del alzamiento militar, se inscribió como voluntario en el ejército de la República. Lo enviaron al frente, formó parte del Batallón Ochandía, se le recuerda valeroso, insistente, hay muchas formas de pelear las guerras y él supo siempre cuál era la suya, y en agosto de 1937, cuando Santander fue vencida, también él cayó, lo apresaron los enemigos victoriosos, que lo sentaron frente a un tribunal militar y lo condenaron a muerte. Se salvó porque su hermano era un camisa vieja de la Falange con los contactos necesarios para conmutar sentencias. Le cambiaron la muerte por doce años de prisión, cumplió cuatro y quedó en libertad con la condición de presentarse todas las semanas en el cuartel de la Guardia Civil para que le dieran una paliza, escapó, se echó al monte, se convirtió en algo parecido a un ser mitológico, una de esas criaturas extrañas que acechan en los bosques, que sobreviven desollando conejos y cuidan de los niños perdidos. Bastaba su nombre, y a los vencidos les brillaban los ojos, como si su nombre fuera una puerta de acceso al pasado, donde se seguía librando la guerra, donde la República iba ganando. Se llamaba Juan Fernández Ayala, pero nadie le llamaba Juan. Era y fue siempre Juanín, el último guerrillero, abatido por la Guardia Civil un miércoles de abril de 1957. En una escaramuza quedó convertido en memoria.

“Yo, Juanín, tengo el honor...”