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Marcelino Menéndez Pelayo, contra la heterodoxia

Poseía una capacidad de trabajo inverosímil y una memoria extraordinaria. Cuando era niño los adultos le leían en voz alta las novelas por entregas del periódico y él repetía la lectura sin tropezar en una palabra. Con el tiempo llegó a poseer una biblioteca con más de 40.000 libros. Prefería a los poetas clásicos de Grecia y Roma y sufría porque aquellos hombres de la antigüedad habían muerto sin poder convertirse al cristianismo. Su padre lo sorprendió en una ocasión rezando por las almas de Horacio y Virgilio. Leía a todas horas.

Marcelino Menéndez Pelayo nació en la calle Alta de Santander en 1856 y fue tantas cosas que resulta temerario reducir su actividad a un único oficio. Fue historiador, traductor, filólogo, poeta, crítico literario, profesor, bibliotecario y político. Sus obras completas, publicadas en 1940, suman 65 volúmenes. Fue un hombre conservador. Un solitario con cierta inclinación a la misantropía que ocupó un lugar central en el pensamiento de su época y ejerció una profunda influencia en las posteriores.

La imagen del ermitaño recluido en una biblioteca con la que se asocia comúnmente a Menéndez Pelayo corresponde a sus últimos años de vida. En su juventud fue un estudiante de currículum impecable que no dudó en abandonar la ciudad donde había crecido para completar su formación en Barcelona y Madrid. Frecuentó tertulias, hizo amistades. Era un muchacho de provincias de aspecto tímido y formación liberal. No tardaría en abandonar aquellas ideas para unirse al movimiento neocatólico, una corriente ideológica conservadora y tradicionalista.

El incidente que cambió la percepción política de Menéndez Pelayo tuvo lugar en 1874 en la Universidad Central de Madrid. Nicolás Salmerón, que solo unos meses antes había sido presidente de la República, enseñaba Metafísica y aquel año anunció que ninguno de sus alumnos aprobaría la asignatura. “No basta un curso, ni tampoco veinte para aprender la Metafísica. Todavía no han llegado ustedes a tocar los umbrales del templo de la ciencia”, dijo Salmerón. Menéndez Pelayo abandonó el aula espantando y se declaró enemigo de Salmerón, del krausismo que este representaba y, por extensión, del liberalismo.

El escritor y filósofo Gumersindo Laverde se encargó de introducirlo en los círculos conservadores. Laverde enseñaba Metafísica en Valladolid -donde Menéndez Pelayo aprobó finalmente la asignatura- y tuvo una influencia decisiva en la vida del erudito cántabro. No solo contribuyó a determinar su posición ideológica, también fue el promotor de sus primeras obras. La 'Historia de los Heterodoxos Españoles' -ocho tomos de 500 páginas cada uno, una crónica del pensamiento a contracorriente en España y uno de los logros más destacados de Menéndez Pelayo- era inicialmente un proyecto de Laverde que este derivó a su discípulo. El frenesí grafómano de Menéndez Pelayo convertía los esbozos de Laverde en obras monumentales. 'La Ciencia Española' nació como una respuesta del dúo Laverde-Menéndez a la afirmación krausista de que España era un erial científico.

Su animadversión al krausismo le hizo apoyar sin reservas la cuestión universitaria de 1875 planteada por Cánovas del Castillo que terminó con la expulsión de Salmerón, Giner de los  Ríos y Azcárate de la universidad. Menéndez Pelayo tenía 20 años y ya era un personaje central en el microcosmos intelectual de la época. Se convirtió en un habitual en la prensa. Sus libros y artículos contribuyeron a extender su fama. Aquel joven que parecía saberlo todo y que trabajaba a un ritmo frenético despertó de manera instantánea la curiosidad de sus contemporáneos. El Ayuntamiento de Santander le concedió una beca de 3.000 pesetas para que pudiera realización sus investigaciones. La diputación añadió 4.000. Menéndez Pelayo utilizó el dinero para viajar durante un año por las bibliotecas mejor surtidas de Europa para completar 'La Ciencia Española'.

Cuando Amador de los Ríos murió en 1878 la cátedra de Literatura de la Universidad Central de Madrid quedó vacante. Menéndez Pelayo no podía optar a la oposición debido a su juventud, pero una protesta formal y el escándalo subsiguiente en la prensa obligaron al Congreso a rebajar hasta los 20 años la edad mínima para acceder a la plaza. Menéndez Pelayo compitió con tres aspirantes, todos mayores y con más experiencia. El examen fue público. Durante varios días los contendientes respondieron a las preguntas formuladas por un tribunal. La expectación era grande por la polémica previa y se desbordó con la presencia de Menéndez Pelayo. En su primera aparición ante el tribunal, según un testigos, “los claustros de la Universidad no podían contener la inmensa concurrencia”. Menéndez Pelayo ganó la oposición y se convirtió en el catedrático más joven de España a los 22 años.

Tenía por delante una vida sin sobresaltos, de intelectual reconocido. Enseñó durante dos décadas y cuando dejó el cargo fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. Durante dos breves etapas (1884-86 y 1891-93) ocupó de manera tranquila un escaño como diputado en el Congreso. Su paso por la primera línea política resultó inofensivo e intrascendente. En 1905 fue propuesto como candidato para el Premio Nobel. Vivió hasta el final entre libros, sin pasiones reconocidas más allá del trabajo, el estudio y unas pocas cartas de amor que se consumieron en los cajones de su escritorio. Murió en Santander en 1912, a los 56 años de edad.

Su legado es complejo. La enormidad de su obra y la cantidad de disciplinas que abarcó lo acercan más a los grandes pensadores medievales que a sus contemporáneos. Sus juicios estéticos fueron superados por las vanguardias. Sus obras sobre la literatura medieval y sus antologías de poetas españoles e hispanoamericanos, en cambio, han mantenido cierta vigencia a lo largo del tiempo. Su pensamiento se articuló en torno a la religión católica, que identificó como la columna central que sostenía su idea de España.

Muchas de sus ideas fueron recogidas durante la II República por sectores conservadores que tejieron en torno a ellas una suerte de nacionalcatolicismo que se impuso como paradigma tras la guerra civil. Dos décadas después de su muerte, Menéndez Pelayo alumbró con sus escritos históricos un nacionalismo español religioso y tradicionalista que permanece ligado a su figura y sigue marcando el juicio de las generaciones posteriores sobre su obra. Su nombre sigue provocando cierta incomodidad, como si la posteridad no supiera muy bien qué hacer con él.

Poseía una capacidad de trabajo inverosímil y una memoria extraordinaria. Cuando era niño los adultos le leían en voz alta las novelas por entregas del periódico y él repetía la lectura sin tropezar en una palabra. Con el tiempo llegó a poseer una biblioteca con más de 40.000 libros. Prefería a los poetas clásicos de Grecia y Roma y sufría porque aquellos hombres de la antigüedad habían muerto sin poder convertirse al cristianismo. Su padre lo sorprendió en una ocasión rezando por las almas de Horacio y Virgilio. Leía a todas horas.

Marcelino Menéndez Pelayo nació en la calle Alta de Santander en 1856 y fue tantas cosas que resulta temerario reducir su actividad a un único oficio. Fue historiador, traductor, filólogo, poeta, crítico literario, profesor, bibliotecario y político. Sus obras completas, publicadas en 1940, suman 65 volúmenes. Fue un hombre conservador. Un solitario con cierta inclinación a la misantropía que ocupó un lugar central en el pensamiento de su época y ejerció una profunda influencia en las posteriores.