Cantabria Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

María Blanchard, el triunfo sobre el olvido

El año es 1909. La ciudad es París. María Blanchard avanza por una calle que no reconoce y, por primera vez en mucho tiempo, advierte que nadie se detiene a mirarla. París es el mundo. París es la vida. María ha venido a París a pintar. Todavía no sabe que acabará exponiendo en el Salón de los Independientes, que compartirá un piso en la rue de Départ con Angelina Beloff y Diego Rivera y que tendrá un papel destacado en dos movimientos incipientes, la bohemia y el cubismo. María avanza, todavía no ha doblado la esquina. Cuando lo haga, empezará a caminar hacia su futuro.

El pasado no le interesa. El pasado es una casa de familia acomodada en Santander, un padre cántabro, una madre francesa, un abuelo que fundaba periódicos, una infancia al calor de la intelectualidad liberal de una pequeña capital de provincias. María crece encerrada en la doble prisión de la ciudad y de su cuerpo contrahecho a causa de una grave desviación de columna. Desde pequeña se ha acostumbrado a las miradas ajenas. Los niños la señalan y la llaman bruja.

Todavía no sabe que será una artista cotizada en una ciudad llena de artistas cotizados. Es una muchacha retraída que aprende rápido y que muestra cierta inclinación hacia la pintura. En 1903, animada por su padre, se traslada a Madrid para desarrollar su vocación artística. En algún momento de su vida asegurará: “No tengo talento, lo que hago lo hago solo con mucho trabajo”. Los siguientes cinco años se encargarán de desmentir esa frase.

En el taller de Emilio Sala aprende los secretos del color y del dibujo. Mucho tiempo después, en un apartamento de París, María echará la vista atrás y recordará aquellos primeros años de Madrid con angustia. La ciudad le resulta hostil desde el principio. En 1904 la muerte de su padre le priva de una de las figuras más importantes de su vida. El traslado de su familia al completo a la capital de España alivia en parte su soledad. En 1906, la joven artista entra a formar parte del estudio de Fernando Álvarez de Sotomayor y expone sus primeras obras.

A las primeras obras le siguen las primeras amistades. En adelante uno de sus compañeros más fieles será el escritor Ramón Gómez de la Serna, que la definió en una línea incapaz de escapar de la greguería: “Menudita, con su pelo castaño despeinado en flotantes Abuelos, con su mirada de niña, mirada susurrante de pájaro con triste alegría”.

La huida a París

La huida a ParísEn 1908 María Blanchard descubre que va a ser artista. Presenta su obra 'Los primeros pasos' en la Academia de Bellas Artes y obtiene la tercera medalla de pintura, entra en el taller de Manuel Benedito y, poco después, recibe dos becas, una del Ayuntamiento de Santander y otra de la diputación montañesa. Decide utilizar el dinero para continuar sus estudios en París.

La capital de Francia a principios de siglo es el kilómetro cero del arte, el ojo del huracán donde aletean las vanguardias. París en vísperas de la I Guerra Mundial es el lugar en el que hay que estar, la ciudad donde solo los cobardes esquivan sus sueños. París, para María Blanchard y para tantos jóvenes que se mueren de hambre alargando un café en la mesa de una terraza, es la libertad de saltar al futuro sin red.

Blanchard, francófona de madre, descubre el cubismo en la academia de la pintora rusa Maria Vassilief. La sacudida es tan fuerte como un amor primerizo. En la Exposición Nacional de Bellas Artes obtiene una segunda medalla con la obra Ninfas encadenando a Sileno. Intuye, por primera vez, que su juicio sobre sí misma quizá no es correcto y que detrás del trabajo hay talento.

La primera estancia en París es breve. Cuando la beca llega a su fin María regresa a España y se instala en Granada. Pero el veneno de París ya le inunda el torrente sanguíneo. Regresará en 1912, se instalará en un piso de la rue de Départ con Angelina Beloff y Diego Rivera y trabará amistad con dos hombres fundamentales en su vida, el español Juan Gris y el lituano Jacques Lipchitz, dos de los principales ideólogos de la vanguardia cubista.

Pero de nuevo la estancia en París es breve. Blanchard vuelve a España y en 1915 asiste al fracaso de la exposición 'Pintores íntegros', organizada en Madrid por Ramón Gómez de la Serna. La muestra, que incluye obras de la propia Blanchard, de Diego Rivera o de Luis Bagaría es acogida con burlas por el público y la crítica, incapaz todavía de asimilar el aire nuevo de las vanguardias. Blanchard se instala en Salamanca, donde se mantiene dando clases de pintura. Otro fracaso. Sus propios alumnos se burlan de su estilo. Humillada, regresa a París por tercera vez. Nunca más volverá a pisar España.

Lucha y decadencia

Lucha y decadenciaParís es el final de la escapada. La niña que nació en Santander en 1881 es ahora una mujer que lucha por consolidarse entre los referentes artísticos de la vanguardia cubista parisina. Mientras la guerra destroza Europa los cafés bullen de ambición y de genio. Es la ciudad que más tarde retratarán Hemingway, James Joyce o Henry Miller, la que dibujarán Picasso y Modigliani. Y María Blanchard.

Ramón Gómez de la Serna la visitó en los años parisinos de la plenitud, cuando pintar era lo único importante: “María vivía en estudios abandonados, a los que no habían vuelto los que desperdigó la guerra y comenzó a pintar pieles cubistas, pucheros, maquinillas de moler café, especieros, botes, anatomía de las cosas, mezcladas a la anatomía de los seres... Yo la fui a visitar a una de aquellas casas de ”otros“ en las que las ropas colgadas en la desidia de no saber qué iba a pasar estaban colgadas fuera de los armarios”.

María lo pintaba todo. La enfermedad, la lucha continua desde su nacimiento hasta la madurez, la soledad y el aislamiento se reflejaron siempre en sus obras. Sus naturalezas muertas, que expondrá en el Salón de los Independientes, trasmiten un inquietante abandono, como si también las botellas y los vasos sintieran la traición de quien es olvidado en una mesa al fondo de la sala.

En la década de los veinte la artista vivió sus últimos años de plenitud. En 1923 expone por primera vez en Bélgica. Son los años en los que Diego Rivera abandona París sumiendo en una profunda depresión a su amiga Angelina Beloff. Blanchard se traslada a la rue Foulard, donde recibirá la noticia de la muerte de Juan Gris en 1927. A pesar de que llevaban años distanciados, la muerte del artista madrileño la abocará a un estado de depresión y abatimiento del que ya no conseguirá salir nunca.

María busca consuelo en la religión y en el trabajo. Su hermana Carmen se traslada a vivir con ella junto a su marido y a sus dos hijos. También sus otras dos hermanas, Ana y Aurelia, pasan temporadas con ella en Francia. María pinta de manera obsesiva como quien adivina que se queda sin tiempo. Vuelve a una pintura figurativa que ya no es la misma de la de sus inicios, que ha quedado marcada en el tránsito a través de la vanguardia y la vida.

En 1930 termina San Tarcisio, una obra de temática religiosa que deja impresionado al poeta Paul Claudel, que dedica un poema a la obra. No todos comprenderán de la misma manera el arte de Blanchard, que quedará relegado a un segundo plano hasta que la muerte, primero, y el paso de los años, después, rescaten sus obras del olvido. Su doble condición de mujer y pionera contribuirán a sepultar de manera injusta su legado. Solo recientemente se ha comenzado a valorar su obra y su trascendencia.

“María, fuerte en su estatura contrahecha, ha minado su naturaleza, que cae enferma con una enfermedad de consunción que no hay quién pueda atajar”, escribe Ramón Gómez de la Serna, cuando ya parece claro que a Blanchard se le acaban las fuerzas. Muere de tuberculosis el 5 de abril de 1932. En su agonía exclama: “Si vivo, voy a pintar muchas flores”. A su entierro, en el cementerio de Bagneux acuden unos pocos amigos y una columna de vagabundos y desharrapados a quienes María acompañó y auxilió a lo largo de toda su vida en París.

El año es 1909. La ciudad es París. María Blanchard avanza por una calle que no reconoce y, por primera vez en mucho tiempo, advierte que nadie se detiene a mirarla. París es el mundo. París es la vida. María ha venido a París a pintar. Todavía no sabe que acabará exponiendo en el Salón de los Independientes, que compartirá un piso en la rue de Départ con Angelina Beloff y Diego Rivera y que tendrá un papel destacado en dos movimientos incipientes, la bohemia y el cubismo. María avanza, todavía no ha doblado la esquina. Cuando lo haga, empezará a caminar hacia su futuro.

El pasado no le interesa. El pasado es una casa de familia acomodada en Santander, un padre cántabro, una madre francesa, un abuelo que fundaba periódicos, una infancia al calor de la intelectualidad liberal de una pequeña capital de provincias. María crece encerrada en la doble prisión de la ciudad y de su cuerpo contrahecho a causa de una grave desviación de columna. Desde pequeña se ha acostumbrado a las miradas ajenas. Los niños la señalan y la llaman bruja.