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OPINIÓN | Días de ruido y furia, por Enric González

Pedro Velarde, el héroe en su pedestal

Madrid es el escenario de una batalla que se libra calle por calle. A primera hora de la mañana decenas de ciudadanos anónimos se han levantado en armas contra los ocupantes franceses al advertir que estos pretendían sacar del país al infante Francisco de Paula. Sucede espontáneamente. Alguien grita: ¡Que nos lo llevan! Y después: ¡Muerte a los franceses! Y antes de que los franceses se den cuenta ya hay patrullas organizadas por los barrios del centro, hombres y mujeres armados con piedras, navajas y tijeras, desde la Puerta del Sol a la calle de San Bernardo, que buscan soldados enemigos sobre los que descargar su frustración y su furia. Durante todo el día la sangre correrá por la ciudad. Es el 2 de mayo de 1808.

La noticia de la sublevación ciudadana se extiende por todo Madrid. Lo que comienza siendo una algarada en la Puerta del Sol se convierte rápidamente en una emboscada que amenaza con encerrar en territorio hostil al ejército más poderoso del mundo. Madrid grita y se retuerce. Un grupo de presos de la Cárcel Real pide bajo juramento que les dejen salir para combatir al enemigo. El alcaide, que ve venir un motín, acepta y 94 presos se dirigen a la Plaza Mayor, donde se hacen con un cañón y defienden su posición. Se combate cuerpo a cuerpo contra soldados franceses que mueren apuñalados, mordidos y pisoteados, que caen sobre las piedras de la calle con los ojos abiertos de par en par y el uniforme cubierto de escupitajos.

Hay gritos, carreras, disparos, polvo. Entre la humareda de los cañones surgen hombres que se lanzan navaja en mano contra jinetes que reparten sablazos. Goya lo pintó en 'La carga de los mamelucos', Galdós lo describió en los 'Episodios Nacionales'. Se avanza, se retrocede, se lucha y se muere en cada esquina. El ejército español, mientras tanto, permanece al margen. Son las órdenes de la Junta Central, controlada por la Corona, que Napoleón maneja a su vez desde Bayona. En las afueras de Madrid, el mariscal Murat se propone sofocar la rebelión con 30.000 soldados que no tardarán en unirse a los 10.000 militares franceses que ya pelean contra los madrileños.

Mientras tanto, a las afueras de Madrid, en lo que hoy es el corazón de barrio de Malasaña, el militar cántabro Pedro Velarde se dirige al Parque de Artillería de Monteleón a la cabeza de un pequeño regimiento de artilleros. Ninguno de sus compañeros sabe todavía que Velarde tiene un plan para unirse a la insurrección.

La barricada de Monteleón 

La barricada de Monteleón Pedro Velarde se considera un patriota. Nacido en Muriedas, en 1779, ha pasado media vida en el ejército y no entiende que su rey se pliegue a las órdenes de Napoleón Bonaparte y deje la soberanía nacional en manos extranjeras. Mientras se aproxima al Parque de Artillería recuerda como las tropas francesas entraron en España bajo la protección del Tratado de Fontainebleau, de camino a Portugal, como traicionaron su palabra y se hicieron con el control del país sin oposición. Recuerda las abdicaciones de Carlos IV y de Fernando VII, confinados en Bayona, la sumisión española, la inoperancia de la Junta Central, la arrogancia francesa. Velarde aprieta los puños avergonzado ante una verdad incómoda: ante la pasividad de políticos y militares ha sido el pueblo quien ha cogido las riendas de la situación alzándose de manera espontánea contra los invasores.

Como todos los recintos militares de Madrid, el Parque de Artillería está bajo control francés. En su interior se encuentra el capitán sevillano Luis Daoíz, que unas semanas atrás encabezó junto a Velarde un alzamiento que fracasó por no contar con el apoyo del Gobierno. Daoíz recibe las noticias de la sublevación popular con la impotencia del soldado que se debe a sus órdenes y no puede hacer nada para socorrer a sus compatriotas. Velarde, mientras tanto, consigue entrar en el cuartel con la excusa de asegurar la defensa del parque junto a sus hombres. Una vez dentro, y ante la mirada atónita de Daoíz, desarma a los franceses y se hace con el control del recinto. Daoíz, el militar de mayor graduación en el parque, se pone al mando de los insurrectos.

“Es preciso batirnos; es preciso morir; vamos a batirnos con los franceses”, exclama Velarde, exaltado. Pero Daoíz tiene reservas. El sevillano es un hombre metódico, de 41 años, un militar con una larga hoja de servicios que no tenía previsto romper la cadena de mando y a quien no le hace ninguna gracia que su subordinado le imponga una política de hechos consumados. Velarde, de 29 años, temperamental y con vocación de héroe, no entiende las dudas de su superior. Tras una discusión que se alarga durante varios minutos, Daoíz resopla, desenvaina su sable y ordena que se abran las puertas y se entreguen armas a los ciudadanos. El Parque de Artillería de Monteleón, en manos de unas pocas decenas de militares desobedientes, se prepara para resistir el ataque de los franceses.

Un hombre junto a un cañón

Un hombre junto a un cañónHay ocasiones en que para trazar una biografía basta con el relato de unas pocas horas. La memoria de Velarde es la memoria de un día de mayo en Madrid. Lo que sabemos de su vida anterior es irrelevante en la medida en que solo sirve para guiarnos hacia esas pocas horas en las que permanece impasible junto a un cañón, rodeado de militares que saben, igual que él, que no saldrán con vida de Monteleón. Los primeros soldados franceses no tardan en aproximarse al parque. Es una pequeña unidad de tiradores que es recibida a balazos. La escaramuza se salva con una rápida victoria española, pero la batalla no ha hecho más que empezar.

Mientras Murat, que ha conseguido entrar en la ciudad a pesar de la resistencia de los ciudadanos, empieza a hacerse con el control de la situación, una unidad francesa se aproxima al cuartel del Monteleón. Es un regimiento procedente de Westfalia, que se enfrenta a su primera operación militar importante en suelo español. Cuando intentan descerrajar la puerta del cuartel son sorprendidos por una descarga de mosquetes que derriba a varios asaltantes. Antes de que puedan siquiera responder al ataque los cañones del interior del parque abren fuego, echando abajo las puertas. Los franceses huyen. Daoíz aprovecha para sacar sus cinco cañones del cuartel y los emplaza estratégicamente defendiendo las calles que conducen al parque: dos hacia San Bernardo, dos hacia Fuencarral y el quinto hacia la calle de San Pedro Nueva. Los franceses, escarmentados tras el primer ataque fallido, optan por una táctica menos arriesgada: arrasar Monteleón a cañonazos.

La artillería del regimiento de Westfalia causa numerosas bajas y destrozos entre los militares que defienden el parque, a los que se han unido un centenar de civiles que ayudan a servir los cañones y a sostener la posición. Los españoles, desesperados, responden con más y más descargas. Pero los franceses no retroceden. De repente, una unidad española aparece en las cercanías del cuartel portando una bandera blanca. El combate cesa momentáneamente y Daoíz y Velarde se reúnen con un oficial español que les pide que depongan las armas. Mientras los franceses esperan a que concluya el parlamento, alguien da un viva a Fernando VII, la situación se descontrola y los españoles disparan los cañones por sorpresa. El golpe es brutal y descabeza la línea francesa, que se rinde.

La momentánea victoria da ánimos a los españoles, que hacen recuento de bajas y de munición. Las bajas son elevadas, la munición escasa. Apenas veinte soldados y cien civiles defienden el parque. Daoíz y Velarde saben que no cuentan con ningún apoyo militar y que la batalla está decantada del lado francés, pero deciden resistir. Murat, que ya ha conseguido apaciguar la insurrección ciudadana pierde la paciencia con los defensores de Monteleón y ordena asaltar el cuartel desde las tres calles que conducen a él.

Es el último ataque. Tres columnas, ochocientos franceses, se lanzan simultáneamente contra los españoles, que son arrasados en medio de una tormenta de disparos y bayonetas. Al capitán Daoíz lo atraviesan a bayonetazos por la espalda. Cuando cae al suelo es cosido a estocadas. Velarde, que ve morir a su capitán, insta a sus hombres a resistir. En un intento desesperado por sostener su posición acude a una de las puertas del parque con un grupo de fusileros. Allí encontrará a un oficial de la Guardia Noble polaca que le disparará a quemarropa en el corazón. Su muerte pone fin a la resistencia. Y prende la chispa que encenderá la Guerra de la Independencia.

Así termina el día que justifica la memoria del militar Pedro Velarde. Su cadáver será profanado después del combate y no podrá ser recuperado hasta la noche. Sus compañeros lo llevarán a la iglesia de San Martín, donde será enterrado junto a su capitán, Luis Daoíz. En 1814, una vez concluida la guerra, ambos serán trasladados a San Isidro del Real. Desde 1840, los restos de Daoíz y Velarde permanecen en el Monumento a los Caídos por España de la plaza de la Lealtad de Madrid. En Santander, a escasos kilómetros de donde nació, la Plaza que todo el mundo conoce como Porticada lleva en realidad el nombre de Pedro Velarde. En la entrada de la plaza, frente a los jardines de Pereda, una estatua recuerda “la gloria del héroe”. El héroe permanece solo, sobre su pedestal, de pie junto a uno de los cañones del parque de Monteleón. 

Madrid es el escenario de una batalla que se libra calle por calle. A primera hora de la mañana decenas de ciudadanos anónimos se han levantado en armas contra los ocupantes franceses al advertir que estos pretendían sacar del país al infante Francisco de Paula. Sucede espontáneamente. Alguien grita: ¡Que nos lo llevan! Y después: ¡Muerte a los franceses! Y antes de que los franceses se den cuenta ya hay patrullas organizadas por los barrios del centro, hombres y mujeres armados con piedras, navajas y tijeras, desde la Puerta del Sol a la calle de San Bernardo, que buscan soldados enemigos sobre los que descargar su frustración y su furia. Durante todo el día la sangre correrá por la ciudad. Es el 2 de mayo de 1808.

La noticia de la sublevación ciudadana se extiende por todo Madrid. Lo que comienza siendo una algarada en la Puerta del Sol se convierte rápidamente en una emboscada que amenaza con encerrar en territorio hostil al ejército más poderoso del mundo. Madrid grita y se retuerce. Un grupo de presos de la Cárcel Real pide bajo juramento que les dejen salir para combatir al enemigo. El alcaide, que ve venir un motín, acepta y 94 presos se dirigen a la Plaza Mayor, donde se hacen con un cañón y defienden su posición. Se combate cuerpo a cuerpo contra soldados franceses que mueren apuñalados, mordidos y pisoteados, que caen sobre las piedras de la calle con los ojos abiertos de par en par y el uniforme cubierto de escupitajos.