'Cántabros con Historia' es un blog en el que intentaremos sacar brillo a los logros de todos esos personajes ilustres por cuyas calles paseamos a diario sin tener ni idea de cuáles fueron sus méritos. En los textos que siguen intentaremos trazar la biografía de unos hombres y mujeres que, desde una pequeña tierra en el norte de España, contribuyeron con sus aportaciones al desarrollo de la ciencia, la literatura, la política o el arte. Este blog, patrocinado por la Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria, está escrito por el periodista Miguel Ángel Chica y tiene como única pretensión reivindicar su memoria, para que sus nombres permanezcan en el recuerdo. Los estudiantes del Ciclo Formativo de Técnico Superior en Ilustración de la Escuela de Arte número 1 de Puente San Miguel son los encargados de retratar, a través de distintas técnicas pictóricas, a todos los protagonistas.
Salvador Hedilla, una aventura en el cielo
En 1903 todavía no había añadido la hache a su apellido. Las fotografías de la época muestran a un hombre de ojos pequeños y bigote retorcido en las puntas que conduce coches que parecen animales prehistóricos. Se llamaba Salvador Edilla, vivía en Buenos Aires, trabajaba como mecánico en una compañía de ferrocarriles y acababa de abrir por su cuenta y riesgo uno de los primeros talleres de automóviles de Argentina.
En aquellos vehículos primitivos los neumáticos estallaban, los ejes crujían, los motores se detenían de repente y se negaban a arrancar de nuevo. Quienes se arriesgaban a subir a un coche a principios del siglo XX necesitaban paciencia, habilidad y muchas horas de mecánica. Salvador Edilla reunía todos los requisitos. En 1910, al volante de un Thames de seis cilindros y motor de ochenta caballos, recorrió en diez horas los 850 kilómetros que separan Buenos Aires de Mar del Plata. Las crónicas de la época aseguran que llegó a alcanzar los 150 kilómetros por hora.
Edilla había nacido en Arnuero en 1882, solo dos años antes de que Karl Benz construyera en Mannheim el Benz Patent-Motorwagen. Había trabajado durante su juventud en una fábrica de salazones de Santander, había cruzado el océano en 1901 y parecía destinado a pasar el resto de su vida entre coches de carreras. Pero entonces aparecieron los aviones. Y con los aviones, la promesa del cielo.
“Es Salvador Hedilla un hombre alto, rubio, en cuya cabeza el tiempo ha empezado ya a actuar de segador, con bigote rubio claro y ojos azules de mirar tranquilo y reposado, como de quien está acostumbrado a ver lo que no vemos aun la generalidad de los demás hombres...”. La descripción pertenece a la crónica de una exhibición aérea que Hedilla, que ya había añadido la hache a su apellido, realizó en Palma de Mallorca el 23 de abril de 1916.
El espectáculo se celebró en el estadio de fútbol Alfonso XIII. Las gradas estaban repletas. Para entonces Hedilla era ya un piloto reconocido, hábil en las exhibiciones y certero en los vuelos de larga distancia. Su nombre aparecía en la prensa con frecuencia. La expectación en el estadio era enorme. Alrededor de las cinco de la tarde los mecánicos revisaron por última vez el avión, construido por el propio Hedilla con un motor de 150 caballos, mientras el publico contenía la respiración esperando el despegue.
“A una señal del señor Hedilla soltaron la gran cola del enorme pajarraco que tenían sujeta varias personas, y el monoplano se deslizó a gran velocidad por el campo, abandonándolo a poco más de la mitad en que fue remontándose, con velocidad pasmosa”, escribe el cronista. Hedilla realizó una primer vuelo sobre el estadio a 500 metros de altura, desapareció en el horizonte y regresó para repetir la maniobra, esta vez a 200 metros de altura. Los espectadores aplaudían entusiasmados. La mayoría experimentaba por primera vez el influjo onírico de los aviones y las cosas imposibles. Hedilla realizó un último giro y aterrizó a gran velocidad. No tardó en darse cuenta de que algo iba mal.
El piloto cántabro había calculado con demasiado optimismo las dimensiones del estadio. Los espectadores comprobaron con espanto que el avión no iba a ser capaz de frenar a tiempo. Hedilla intentó remontar el vuelo pero el motor no respondió y el aeroplano se estrelló contra el muro norte del estadio. El choque fue tan violento que se encontraron fragmentos de pared a diez metros del lugar del impacto. El avión quedó empotrado en el muro. Hedilla salió de la cabina por su propio pie, saludando al público. Solo había sufrido una contusión en el hombro.
El hechizo de la aviación
En 1913, cuando Salvador Hedilla dejó Argentina y se trasladó a Francia para convertirse en piloto el mundo no tenía demasiado interés en los aviones. Fue la I Guerra Mundial la que permitió el desarrollo de la aeronáutica: los mandos militares advirtieron que aquellos artilugios, ligeros e inestables, podían resultar muy útiles para espiar los movimientos del enemigo y bombardear sus posiciones. Antes de la Guerra el ejército de Estados Unidos disponía de dos aviones; cuando se firmó el armisticio tenía 17.000.
Para responder a un aumento de esa magnitud en el número de aeronaves se necesitaban muchos pilotos. Las Fuerzas Armadas de los países beligerantes formaron de manera urgente a miles de jóvenes que tomaron los cielos de Europa. En los países neutrales, sin embargo, la situación era muy diferente y la mayoría de los pilotos sobrevivían realizando exhibiciones acrobáticas, repartiendo el correo o fumigando los campos. Algunos, como Hedilla, consiguieron un ingreso extra utilizando sus aviones como soportes publicitarios.
Volar era un asunto arriesgado a comienzos del siglo XX. Los aviones estaban fabricados de madera, metal y lona. Debían ser ligeros pero al mismo tiempo necesitaban cargar con al menos un motor y un depósito de combustible. El piloto disponía de un espacio mínimo desde el que tenía que manejar el avión mientras controlaba la altura, el combustible y la ruta utilizando los instrumentos instalados en la cabina y los mapas que llevaba consigo. Los fallos en los motores eran habituales. Un pequeño error de cálculo en el peso de la carga conducía de manera inevitable al desastre. Se necesitaba mucha habilidad y sangre fría para responder a todos los problemas que podían surgir durante un vuelo. Y a veces ni siquiera la habilidad y la sangre fría conseguían evitar la tragedia.
Salvador Hedilla aprendió muy rápido que manejar un avión era muy distinto a conducir un coche de carreras por las carreteras argentinas. Se formó como piloto en la escuela de aviación de Issy-les-Moulineaux, bajo la tutela del aviador francés Robert Morane. Realizó sus primeros vuelos en un Morane-Borel con motor Gnome de 50 caballos. Consiguió la licencia de piloto en el aeropuerto de Juvisy-sur-Orge. Antes de regresar a España reunió los ahorros de 15 años en Sudamérica y compró el avión con el que había aprendido a volar.
Un trabajo arriesgado
El 5 de agosto de 1913 Hedilla homologó su título de piloto en España. Se convirtió en el poseedor de la licencia número 41 del país, se instaló en Santander y empezó a realizar vuelos de exhibición que no tardaron en llamar la atención del público. Viajó desde Burdeos a San Sebastián, aterrizando en la playa de la Concha. Poco después, mientras sobrevolaba Gijón, el motor de su avión se detuvo en pleno vuelo pero Hedilla, con habilidad, consiguió planear y aterrizar sin contratiempos.
Hedilla fue piloto durante cuatro años en los que se mantuvo en el aire tanto tiempo como le fue posible. Ningún imprevisto truncó su voluntad de volar. El 2 de noviembre, mientras sobrevolaba la bahía de Santander, el motor de su avión se detuvo de nuevo y Hedilla tuvo que efectuar un aterrizaje forzoso en Correcaballos. Al día siguiente, con el motor reparado, volvió a subirse al avión para arrojar flores sobre el monumento a las víctimas del vapor Cabo Machichaco.
El 31 de julio de 1914 ganó la I Copa Montañesa de Aviación después de recorrer en cinco horas los 560 kilómetros entre Santander y Châteauneuf-sur-Charent, cerca de Angoulême. Voló en un monoplano Vendôme, a una velocidad promedio de 112 kilómetros por hora y recibió un premio en metálico de 8.000 pesetas. En 1915 fue nombrado instructor de la Escuela Nacional de Pilotos de Getafe. Por entonces Hedilla trabajaba ya en la construcción de su propio avión, al que llamó Salvador, un monoplano de estructura monocasco con un motor Gnome de 80 caballos que efectuó su primer vuelo el 7 de septiembre.
Con una versión revisada de ese avión, el Salvador II, Hedilla realizó en la madrugada del 2 de junio de 1916 el vuelo más recordado de su carrera. Despegó de La Volatería de El Prat de Llobregat, en Barcelona, se adentró en el Mediterráneo y dos horas más tarde aterrizó en el aeródromo de Son Suñer, en Mallorca. Hedilla tuvo que hacer frente a una niebla intensa y a varias corrientes de aire que estuvieron a punto de desestabilizar el avión. Recorrió 252 kilómetros a una media de 108 kilómetros por hora e inscribió su nombre en la historia como el primer piloto en alcanzar las Islas Baleares desde la península. Un payés que trabajaba en un campo de trigo aledaño al aeródromo fue el primero en recibir al aviador cántabro.
El último vuelo
La fama de Hedilla y su habilidad indiscutible le sirvieron para obtener el puesto de jefe de los servicios aeronáuticos de la fábrica de aviones Pujol i Comabella, en Barcelona. El aviador cántabro ejerció como piloto de pruebas de los prototipos desarrollados por la compañía y poco después fue nombrado director de la Escuela de Aviación Civil que la empresa puso en marcha para formar a los primeros pilotos catalanes.
El 30 de octubre de 1917 Hedilla despegó desde el aérodromo de El Prat a bordo de un Blériot XI-2 propulsado por un LeRhône 9J de 110 caballos para impartir una clase práctica al piloto de automóviles José María Amangué. Hedilla sobrevoló sin contratiempos el prado contiguo a La Volatería y realizó dos giros con normalidad. En el tercer giro el motor del avión se detuvo y el aparato cayó en barrena.
No era la primera vez que Hedilla se enfrentaba a una situación de peligro. Lo había hecho en Gijón, en Santander y en Palma de Mallorca. Esta vez, sin embargo, el piloto cántabro fue incapaz de controlar el avión. Amagué salió despedido de la cabina y murió en el acto. Hedilla fue aplastado por el fuselaje del avión, que se estrelló en posición invertida. Tenía 34 años. En el cementerio de Ciriego, sobre su tumba, se levantó un monumento de piedra coronado por un globo terráqueo. Por encima del globo planea un pequeño avión de bronce. En ese avión, un siglo exacto después de su muerte, vuela en dirección contraria al olvido el aviador Salvador Hedilla.
En 1903 todavía no había añadido la hache a su apellido. Las fotografías de la época muestran a un hombre de ojos pequeños y bigote retorcido en las puntas que conduce coches que parecen animales prehistóricos. Se llamaba Salvador Edilla, vivía en Buenos Aires, trabajaba como mecánico en una compañía de ferrocarriles y acababa de abrir por su cuenta y riesgo uno de los primeros talleres de automóviles de Argentina.
En aquellos vehículos primitivos los neumáticos estallaban, los ejes crujían, los motores se detenían de repente y se negaban a arrancar de nuevo. Quienes se arriesgaban a subir a un coche a principios del siglo XX necesitaban paciencia, habilidad y muchas horas de mecánica. Salvador Edilla reunía todos los requisitos. En 1910, al volante de un Thames de seis cilindros y motor de ochenta caballos, recorrió en diez horas los 850 kilómetros que separan Buenos Aires de Mar del Plata. Las crónicas de la época aseguran que llegó a alcanzar los 150 kilómetros por hora.