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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Vicente Trueba, la pulga contra la montaña

Cuando los hombres no cargan sobre sí el peso de las expectativas se permiten hacer cosas increíbles. El año que Vicente Trueba ganó el premio de la Montaña del Tour de Francia nadie esperaba gran cosa de aquel cántabro diminuto que iba a hacer historia por las carreteras sinuosas que suben a las cumbres de los Alpes y los Pirineos. El ciclismo era entonces un deporte artesanal que indagaba en los límites de la resistencia humana. El Tour detenía Francia durante tres semanas. El público quería hazañas. Gloria, sí, pero arrancada con sufrimiento. El año era 1933. Los buscadores de gestas que siguieron la carrera durante aquel verano nunca olvidarían el nombre de Vicente Trueba.

Era hijo de labradores y había aprendido a montar en bicicleta con sus hermanos mayores. El ciclismo en su casa era natural, casi un paisaje: en Cantabria, a finales de los años veinte, no se disputaba una carrera sin un Trueba en el pelotón. La afición pasaba de un hermano al siguiente. Vicente nació en Sierrapando en 1905. Si una vida puede descomponerse en momentos también puede descomponerse en objetos: una bicicleta que costó quince duros, maciza, sin marca, que los hermanos utilizaban por turnos para ganar carreras y que pronto pasó a ser propiedad común del vecindario hasta que se fue desgastando y un día desapareció para siempre. Fue la primera bicicleta de muchas, el punto de partida de tanto.

El hombre que llevó a Vicente Trueba al Tour de Francia de 1933 se llamaba Clemente López Dóriga, un ser hambriento de deporte y espectáculo que unos años antes había organizado la primera Vuelta a España. Trueba ya había disputado dos veces la carrera francesa y no había quedado demasiado contento con los resultados. En 1930 terminó en el puesto veinticuatro de la general y dejó el recuerdo de un hombre que se adhería a la carretera para escalar los puertos de montaña sin esfuerzo aparente. Recibió una invitación para volver al año siguiente pero la rechazó. En realidad nunca se tomó demasiado en serio el ciclismo. ¿Cómo iba a hacerlo? Vicente Trueba no era un ciclista en el sentido que hoy damos al término, era un hombre sobre una bicicleta que nunca consideró una herramienta de trabajo, sino una extensión de su propio cuerpo.

Volvió al Tour en 1932. En términos generales le fue peor que en su primera participación: acabó en el puesto veintisiete. Los números, por supuesto, no cuentan la verdad. Trueba volvió a causar sensación con su estilo nunca visto de afrontar las carreteras en cuesta, tanto que al año siguiente la organización decidió crear un premio especial para el mejor saqueador de montañas. López Dóriga convenció a Trueba de que debía regresar a Francia para ganar ese premio.

1933. Trueba se inscribió en la prueba como tourista routier. Son los tiempos del ciclismo romántico, casi amateur. Hombres sobre ingenios mecánicos, forzando piernas y corazones. Era todo cuanto se necesitaba. Uno podía participar en la mayor carrera ciclista del mundo por su cuenta y riesgo. Sin equipo, sin apoyo logístico. Trueba y Dóriga, dos románticos en Francia. La realidad, como siempre, resulta mucho menos vistosa. Trueba estaba solo frente a la carrera, los pinchazos, las averías y los imprevistos. Dóriga seguía las etapas en trenes y autobuses de línea, esperaba a Trueba en la meta, revisaba la bicicleta y buscaba un hotel para pasar la noche.

Fue así como Vicente Trueba se conviritió en uno de los primeros mitos deportivos de España. Su imagen en blanco y negro - el rostro contraído, los músculos en tensión, la bicicleta detenida en el tiempo inmóvil de la fotografía - se hizo habitual en los periódicos junto a titulares que citaban hazañas nunca imaginadas hasta entonces. Francia de un extremo al otro, pensiones, dificultades y el recuerdo de una bicicleta sin marca, las montañas cántabras, el velódromo de Torrelavega, el largo invierno de la puesta a punto y el corazón bombeando sangre, hacia la cumbre, el hombre empequeñecido por el paisaje que arranca el secreto de la montaña.

La montaña cede y Vicente Trueba asombra a Francia. La opinión es unánime: nunca se ha visto nada parecido. Oh la la. ¿Cómo es posible? Los aficionados disfrutan. No saben cómo lo hace, pero no se cuestionan el milagro. El ciclista cántabro coronó en primer lugar nueve de la dieciséis grandes cumbres del trazado de aquel año. Henri Desgrange, ciclista, reportero, creador y Sumo Pontífice del Tour escribió en una crónica asombrada: como las pulgas salta otra vez del pelotón que, de un manotazo, lo aleja, pero vuelve a la carga una tercera, cuarta, quinta y sexta vez, la pulga continúa saltando del pelotón.

Trueba tiene la narración, el aura y, en adelante, también el nombre: la Pulga de Torrelavega. De todas las tardes de aquel verano ninguna se recuerda tanto como la ascensión al puerto del Galibier. La carretera sube hasta los 2.642 metros. Alrededor solo hay Alpes. Llegar hasta arriba, en una bicicleta de 1933, requiere un esfuerzo terrible. El oxígeno escasea, el corazón late como un maníaco, las piernas se endurecen, la vista se nubla. Cada pedalada requiere negar del instinto de supervivencia, que suplica bajar de la bicicleta y dejar de sufrir. El pelotón se vuelve lento, pesado. Por delante avanza en solitario Vicente Trueba, hacia la cumbre árida, donde establece un nuevo récord. Nadie, hasta entonces, ha conseguido doblar la resistencia del Galibier en tan poco tiempo.

Trueba terminó el Tour en sexta posición. Los cinco corredores que lo precedieron tuvieron que ser rescatados por la organización porque entraron fuera de tiempo, precisamente, en la etapa del Galibier. Con otras reglas quizá hubiera podido convertirse en el primer español en ganar la carrera. Pero eran otros tiempos y los organizadores se vieron ante un dilema difícil de resolver: en aquella edición solo cuatro corredores, entre los que se encontraba Vicente Trueba, consiguieron entrar dentro de tiempo en todas las etapas de la carrera.

Le quedó el consuelo de un verano inolvidable y unas hechuras de héroe que conservó a su llegada de España, donde se convirtió en un ídolo recibido por multiudes. En cuanto al Premio de la Montaña que la organización había decidido conceder por primera vez aquel año, Trueba lo ganó por aplastamiento. Aquel año en Francia nadie pudo seguir el ritmo del cántabro, del ciclista sin equipo que dormía en pensiones y perdió cerca de diez kilos durante las semanas que duró la carrera, apulgándose todavía más, si aquello era posible, convenciendo a los que se resistían a creer.

El verano de 1933 fue el cénit de la carrera de Vicente Trueba, que se retiró dos años después. En 1934 volvió a Francia para quedar segundo en la general de la montaña. En 1935 había criado una solitaria y la medicación lo dejó tan débil que solo pudo disputar dos etapas de la carrera francesa. Recibió una invitación al año siguiente, pero la Guerra y la enfermedad le obligaron a renunciar. Poco después anunció su retirada. El Tour no solo le dio fama, también le proporcionó ingresos que invirtió para vivir con comodidad durante el resto de su vida. Murió en Riotuerto, rodeado de montañas, a los 81 años de edad.

Cuando los hombres no cargan sobre sí el peso de las expectativas se permiten hacer cosas increíbles. El año que Vicente Trueba ganó el premio de la Montaña del Tour de Francia nadie esperaba gran cosa de aquel cántabro diminuto que iba a hacer historia por las carreteras sinuosas que suben a las cumbres de los Alpes y los Pirineos. El ciclismo era entonces un deporte artesanal que indagaba en los límites de la resistencia humana. El Tour detenía Francia durante tres semanas. El público quería hazañas. Gloria, sí, pero arrancada con sufrimiento. El año era 1933. Los buscadores de gestas que siguieron la carrera durante aquel verano nunca olvidarían el nombre de Vicente Trueba.

Era hijo de labradores y había aprendido a montar en bicicleta con sus hermanos mayores. El ciclismo en su casa era natural, casi un paisaje: en Cantabria, a finales de los años veinte, no se disputaba una carrera sin un Trueba en el pelotón. La afición pasaba de un hermano al siguiente. Vicente nació en Sierrapando en 1905. Si una vida puede descomponerse en momentos también puede descomponerse en objetos: una bicicleta que costó quince duros, maciza, sin marca, que los hermanos utilizaban por turnos para ganar carreras y que pronto pasó a ser propiedad común del vecindario hasta que se fue desgastando y un día desapareció para siempre. Fue la primera bicicleta de muchas, el punto de partida de tanto.