El escritor y gestor cultural Esteban Ruiz ha decidido rebuscar en su particular álbum de fotos para dibujar un relato de generación de la ciudad que conoció en su infancia. 'Latidos de la Ciudad del Dólar' es su contribución a la memoria histórica de Torrelavega, esa localidad viva, pujante, optimista y emprendedora de los años 60, 70 y 80, cuando la dictadura iba diciendo adiós para dar paso a una transición política que lo inundó todo. Habla de ello sin nostalgia, con ironía, sin pretender ser aséptico o caer en la autocomplacencia. Es una mirada personal que no pretende ser neutra, tampoco edulcorada, pero que repasa la cotidianidad y una forma de vida sobre la que se ha extendido una especie de manto de silencio y amnesia colectiva.
¿Cómo nace la idea de sumergirse en la historia de Torrelavega?
Hace dos años dirigí un proyecto que buscaba la recuperación de los archivos fotográficos personales y familiares de muchos barrios de la ciudad. Hacíamos talleres de participación ciudadana, donde los vecinos revisaban a partir de sus fotos antiguas la evolución y la dinámica de la ciudad. A partir de ahí, nos encontramos con un buen material fotográfico y con la posibilidad de construir un relato de cómo Torrelavega había ido transformándose entre los años 60 y 80. Se trataba de construir un eje temático para ver los cambios desde el punto de vista social, económico, urbanístico, relacional... Ahí está la idea que da forma a este libro.
¿Qué queda de esa ciudad del dólar que menciona desde el propio título?
Queda la memoria de los que tenemos entre 45 y 65 años, que éramos niños entonces y que, a partir de estas imágenes, extraemos muchísima información de cómo éramos, de cómo nos relacionábamos, de cómo nos comportábamos. Y sobre todo, de la perspectiva de cambio que ha tenido la ciudad, que ha sido radical.
¿Cómo ha estructurado este repaso histórico?
A través de pequeñas crónicas periodísticas o sociológicas. Hay diez capítulos que hilan estas 170 imágenes, desde el crecimiento urbanístico del ladrillo y el hormigón hasta la ciudad de la lluvia. Yo tengo un recuerdo infantil de inviernos largos y lluvia pertinaz que nunca dejaba de machacarnos la vida. Hay otro capítulo dedicado al espacio de la mujer, titulado 'La vida que te espera' como homenaje a nuestro cineasta Manuel Gutiérrez Aragón, donde se ven un poco las formas de socialización en la vida cotidiana de las mujeres, que llegaban a los barrios procedentes del mundo rural. Es una ciudad neorrealista. Yo cuando veo las fotografías, me acuerdo mucho de las películas de Rossellini. Es una ciudad viva, es una ciudad pujante. Hay más relatos, como el que dedico a esa educación segregada, falangista, disciplinada.
¿Y cómo lo cuenta?
Intento utilizar la ironía para hacer referencia a ese niño que soy yo, que viene del pueblo con su familia en la búsqueda de nuevas oportunidades de empleo. Torrelavega era en aquellos años una ciudad de acogida. Yo soy el niño que construye este relato a través de las vivencias personales y de lo que estas fotografías me van evocando. Evidentemente, Torrelavega ha cambiado mucho y hay una gran distancia con la ciudad actual. Aquellos eran unos años de optimismo, donde la gente tenía una visión de medio y largo plazo. Quizás haga falta más de eso en la actualidad. La ciudad cambia, se transforma, y el libro habla de todo esto, como en el capítulo dedicado al consumo y a ese escaparate de la incipiente modernización de Torrelavega.
Además, los dos capítulos finales reflejan muy bien todo lo que pasaba. Por un lado, el lado institucional, con esa dictadura que se va acabando, con sus rituales cotidianos, y el lado de la fiesta, que cuenta cómo, en medio del autoritarismo burocrático y paternalista, la gente ama, vive, estudia, trabaja, va de romería... Se sobreponen incluso a esa sensación de opresión y falta de libertad. Las dictaduras marcan bien formalmente los espacios de relación pero es muy difícil que actúen sobre las actitudes personales en la vida cotidiana. Hablo de eso sin nostalgia, con ironía, no pretendo ser aséptico. El objetivo es generar un relato de generación de la ciudad que conocimos.
¿Es también un trabajo de recuperación de la memoria histórica?
Yo creo que sí. En cada capítulo hay una introducción breve, en la que contextualizo qué es la ciudad en ese momento, cómo está el país en ese momento, y qué tipo de sensaciones tienen los ciudadanos en esa época. El ocio, la fiesta, el deporte, la vida cotidiana y la evasión del día a día. El libro trata de todos nosotros.
También es crítico y reconoce la connivencia de la sociedad con la dictadura y el franquismo...
A veces nos contamos nosotros mismos nuestra historia y caemos en la complacencia. Echando la vista atrás, te das cuenta muy rápido que no todos corrieron delante de los grises ni mucho menos... Muchos de nuestros padres y abuelos apoyaron el franquismo. Algunos, incluso, lo idolatraron. Otros lo temieron y lo odiaron en silencio. La mayoría, sin embargo, se resignaron a vivir en una dictadura entre la indiferencia y el desprecio. La vida de la sociedad española era de resignación y de aprender a vivir con lo que había.
Luego podemos construir relatos de las pequeñas heroicidades de ciertos individuos y de cómo se va generando una cierta oposición al franquismo. Eso también es cierto, pero la realidad era que el franquismo era omnipresente y omnisciente. No había fotografía en un espacio público sin que la Guardia Civil controlara los movimientos extraños. El libro acaba justo en los años 80, cuando la ciudad cambia definitivamente con la crisis industrial, las primeras reivindicaciones laborales, las protestas vecinales contra la especulación urbanística, el azote de la droga, la movilización ciudadana...
¿Se ha llevado muchas sorpresas echando la vista atrás?
Hay muchísimos relatos impresionantes. Yo no recordaba cómo la gente mantenía sus costumbres rurales una vez desplazados a la ciudad, como ocurría cuando montaban tendales en los barrios para secar la ropa, por ejemplo. Había una cotidianidad que hacía que las mujeres bajaran los colchones a la calle y los varearan cada cierto tiempo. Había praxis de la vida de los pueblos que se transferían al escenario urbano.
¿Torrelavega hoy se parece en algo a la Torrelavega de esos años que refleja el libro?
La ciudad se ha transformado mucho. Quizás el problema ahora es que Torrelavega no tiene definido un modelo, no sabe hacia dónde va, vive de una foto fija de ciudad industrial cuando ahora estamos en otro mundo. La economía se basa más en intangibles y la cultura podría ser un elemento sustancial para generar empleo. También el medio ambiente puede ser una pata para la creación de iniciativas emprendedoras. Si algo tiene Torrelavega es un capital humano tremendo que cree en la ciudad. Hay una cierta militancia sobre Torrelavega. Militamos en la ciudad y eso es importante. Han surgido propuestas que yo creo que pueden ser la punta de lanza de la transformación del modelo económico.
¿No hay riesgo a perder la esencia y el latido de la ciudad?
Hay un cierto pesimismo, un derrotismo que se ha instalado en la sociedad, que llega porque Torrelavega vive de un pasado que ya no existe. Lo de la reindustrialización de la ciudad está muy bien, pero... ¿qué tipo de industria? ¿Hacia dónde vamos? ¿En qué mercados queremos competir? Torrelavega podría ser la base de una industria agroalimentaria potentísima. Puede serlo. También tiene creadores que podrían convertir a la ciudad en un foco de actuación vinculada a la industria cultural. La creación ha estado siempre muy ligada a ese latido de la ciudad. Si no sabes hacia dónde quieres ir, el viento nunca es favorable del todo. La industria que se ha ido, no va a volver. Tenemos que apostar por el conocimiento y el capital humano, que hay de sobra. No podemos perder a la gente con talento.
¿Se puede aprovechar esa militancia como base para el futuro?
Sí, claro. Debemos aprovechar ese orgullo de ser, ese orgullo de pertenencia. Había mimbres para construir una ciudad optimista. Hubo latido, hubo pulso, hubo ritmo. Es fácil caer ahora en la nostalgia o en la evocación de lo que pudimos ser y ya no somos. Hemos dejado pasar muchos trenes, hemos perdido muchísimas oportunidades. Hay mucha gente que cree en la ciudad todavía y no hay que caer en la autocomplacencia o en el lamento permanente, porque esto solo genera melancolía.