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Huyendo del miedo: la represión durante la Guerra Civil empujó a cientos de refugiados palentinos a buscar cobijo en Cantabria

5 de diciembre de 2020 19:14 h

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Entre las trágicas consecuencias provocadas por las guerras, la existencia de refugiados, sin duda, es una de las más habituales y, sin embargo, casi siempre de las menos conocidas. La Guerra Civil española no fue una excepción. La sublevación militar y la posterior división del territorio entre leales a la República y sublevados empujó a miles de personas, especialmente mujeres, niños, viejos y enfermos fuera de sus hogares en la búsqueda de un lugar seguro donde vivir, padeciendo múltiples penalidades, pero encontrando en muchos casos el cariño y la solidaridad de la población de los lugares de acogida.

En la antigua provincia de Santander, el fenómeno de mayor magnitud se registró en el verano de 1937 con motivo de la ofensiva del bando franquista sobre el cinturón de hierro de Bilbao, que provocó la afluencia, según las estimaciones más recientes, de unas 160.000 personas.

La Huida

Aunque con una dimensión mucho menor, desde finales de julio de 1936 centenares de personas de las comarcas mineras del norte de Palencia se vieron empujadas a atravesar los montes que marcaban la línea del frente, huyendo de la zona franquista en la que se encontraba la provincia castellana hacia el norte, en busca de refugio. Es la historia de una gran tragedia y, al mismo tiempo, de un gran acto de solidaridad.

El alcance, lo temprano del éxodo y otros factores, como el aislamiento en el que había quedado la zona republicana en el norte peninsular, pusieron a prueba los escasos recursos de que disponían las autoridades para poder dar una respuesta apropiada, por lo que tuvieron que apoyarse en los ayuntamientos y las organizaciones del Frente Popular. Esto pone de relieve, además, la importancia que la iniciativa individual (libre o impuesta) tuvo para la satisfacción de las necesidades de los refugiados en esos momentos.

La Guerra Civil se inició en los pueblos mineros palentinos sin que, contra lo que pudiera presuponerse habida cuenta la composición social y política de la población de la zona, se produjera una gran reacción a la toma del control por parte de la Guardia Civil y de fuerzas de Falange Española, observando una actitud a lo sumo expectante, como sostiene Wifredo Román, debido muy posiblemente al hecho de conservarse vivos los recuerdos de la represión ejercida para sofocar la intentona revolucionaria de octubre de1934, que tanta intensidad tuvo en la zona, especialmente en las localidades de Guardo y Barruelo de Santullán. [1].

Enseguida de conocerse el levantamiento comenzaron las huidas al monte buscando seguridad; como atestigua Ana María González Vielba, vecina de San Cebrián de Mudá (Palencia):

Mi padre y otros tres marcharon antes que nosotros por el monte, porque ya iban a venir a por ellos. Y por el monte escondidos hasta Santander…”.

Poco tiempo después fueron mujeres y niños quienes abandonaron sus casas:

Marchamos escondidas por el monte, andábamos bastante trozo y -¡Ay mamá que me canso! -¡Y yo también hija! Mi madre iba con la tripa llena, que al poco de estar en Santander nacieron las mellizas. Y donde había los chozos por la noche, allí nos quedábamos a dormir. Iba una señora con nosotros que se le llamaban Farragusa... Ellas [su madre y la Farragusa] estuvieron hablando de que nos van a matar… -pues bueno, mañana prepara las cosas que marchamos”.

Un número importante de personas, especialmente procedentes de los distintos pueblos del Valle de Santullán, encontró refugio en Reinosa y Santander, aunque también en algunas otras localidades cántabras. La presencia de los refugiados palentinos no pasó desapercibida para la prensa de la Provincia que dio cuenta de ello desde muy pronto:

“Acaba de llegar una familia huyendo de Barruelo. Ha sido puesta a disposición del delegado gubernativo, Señor Vega Trápaga, que ha dispuesto el inmediato alojamiento en el Colegio Cántabro [fundado por los Agustinos y ubicado frente al Hospital Marqués de Valdecilla, al lado de la Ciudad Jardín] requisado por el Gobierno para albergar a los hijos de los milicianos armados.” [2]

En otro apartado del diario se extiende la narración de la llegada de esta familia bajo el titular “La ocupación de Barruelo: Las familias de los que están en el frente no tienen qué comer, y huyen ocho mujeres con sus hijos hasta Reinosa, atravesando de noche la sierra.”

La Estancia

La llegada de refugiados se fue acelerando con el paso de los días. Desde Reinosa, lugar de confluencia de los huidos, una parte de ellos se trasladaban a Santander y a otras localidades por cuestiones de intendencia, dada la necesidad de aliviar la presión asistencial que soportaba la capital campurriana. Los periódicos iban dando cuenta de estas llegadas. La edición de El Cantábrico de 31 de julio anunciaba la venida, ese mismo día, de una expedición de 350 obreros procedentes de Reinosa para ser alojados por familias obreras en Santander. Al día siguiente se reproducía una noticia en la que se precisaba la llegada de 222 mineros con sus familias, que venían huyendo de Barruelo y que fueron trasladados al hipódromo de Bellavista como lugar de acogida. La noticia incluye detalles del traslado y de las actividades lúdicas que se habían preparado para ellos.

Igualmente, pronto aparece alguna muestra de reconocimiento, como se aprecia en una carta remitida a la prensa en la que se agradece la acogida a los pueblos de Reinosa y alrededores y que acaba con estas palabras “¡Pueblos de la Montaña toda! Los mineros palentinos os quedan grata y cordialmente agradecidos por la hospitalidad que sin regateos y con toda clase de sacrificios habéis sabido dispensarlos.” [3]

La acogida de refugiados supuso un desafío organizativo considerable. Los lugares habilitados para tal fin fueron, en un principio, el Colegio Cántabro, convertido en centro para hijos de combatientes que también albergó a algunos de ellos, el hipódromo de Bellavista, en el Sardinero, cuando la llegada se hizo mayor, el seminario de Corbán y el edificio del convento de Las Salesas, que permanece en el recuerdo de muchos de ellos. Raquel Fernández Macho, vecina de Castrejón de la Peña (Palencia), dice:

Yo nací en Santander, la razón fue esa [la huida de Barruelo y refugio en Santander de su familia] …nací en Corbán. Les he oído decir que yo nací en Corbán y que en Las Salesas habían vivido.”

Ana María González relata cómo encontraron alojamiento una vez en Santander:

Pues preguntando mi madre que donde habría algo para recoger y pilló con una señora mayor, muy maja y la dijo -pues ustedes vayan a tal sitio que hay un colegio que llaman Las Salesas que ya hay más gente allí; vayan que allí les dan de comer y cama. Pues allí fuimos.”

La estancia de los refugiados dio lugar a una gran ola de solidaridad, siendo frecuentes los anuncios de actos para recaudar fondos, así como la celebración de colectas y donativos. Las organizaciones políticas canalizaron parte de estos actos por toda la Provincia. Por otra parte, hay que reseñar que los mineros de Barruelo contribuirían a la construcción de la red de refugios antiaéreos de la ciudad de Santander.

El 11 de agosto de 1936 se informaba de que el seminario de Corbán pasaba a ser ocupado por los refugiados de Barruelo. Menos de un mes había pasado desde el estallido de la Guerra Civil.

La organización del socorro para refugiados e hijos de combatientes se centralizó en estos lugares concretos, pero sin duda fue el Colegio Cántabro, convertido en casa refugio, el que mayor nivel de desarrollo organizativo adquirió. La prensa lo ilustró profusamente:

“Las grandes obras sociales: la casa refugio para los niños de los milicianos. Nuestra ”Natacha“ es esa profesora rubia, guapa, esbelta, graciosa… que se llama Carmen Aldecoa… Los niños de la casa refugio son más de 200 sin contar los de Barruelo y otras localidades donde los padres han tenido que huir por miedo a los facciosos…” [4]

Como ya hemos anticipado, fuera de Santander también se habilitaron distintos espacios de acogida. Torrelavega recibió, a principios de agosto, a diez mujeres y unos setenta niños “huidos de Barruelo, Guardo y otros pueblos de la provincia de Palencia” [5]. En Solares se dispuso su balneario, en el que en septiembre residían ya más de 20 niños y sus familias. Igualmente, el alojamiento en familias también fue un recurso habitual. En este mismo núcleo de Solares, el Frente Popular “se encargó de proporcionar alojamiento decoroso en casa de personas pudientes y, algunos vecinos que voluntariamente han recogido algunos niños. La misma pauta se siguió en Cabezón de la Sal, donde un contingente unos 300 obreros fue distribuido ”entre las familias más acomodadas de la localidad“. O en Comillas, donde dicha organización propició ”la colocación y asistencia de setenta vecinos de Barruelo acogidos en ésta, y los que el vecindario de Comillas… colma de atenciones, en especial a los niños…“. [6]

Ana María González vivió con una familia de Arnuero:

A nosotras nos recogieron en Arnuero una familia que no tenía hijos. Tenían un hermano soltero… allí supe comer el pan de borona. Cuando salió mi madre de la maternidad nos marchamos al pueblo. Nos dijeron, no te marches que esos son capaces de mataros todavía. Una mujer nos quería comprar a mi hermana y a mi…ni por todo el oro del mundo vendo a mis hijas”.

El Retorno

Tras la caída de Santander, la vuelta al hogar fue inevitable y con ella la exposición a la represión que de manera inhumana ejercieron las nuevas autoridades. Desgraciadamente, una parte de la población asistió a estos actos con pasividad debido al miedo, a la indiferencia o a la complicidad buscando, en algunos casos, sacar partido de la nueva situación. Los testimonios sobre el regreso son coincidentes y desoladores.

Mi madre en cuanto pudo a casa, pero sabes cómo nos trajeron a unos cuantos. Los camiones esos que traen ahora el ganado, pues así veníamos, llenitos pegados unos a otros. En Barruelo nos descargaron, pero verás… según iba saliendo una a una había una fila así y otra así (enfrente) de mujeres y empezaban la de aquel lado -¡Toma Roja! Y la otra -¡Toma! Y ya cuando le tocaba a mi madre mi hermana y yo agarradas así del vestido… -¡Ay mama que ahora te pegan a ti…! -¡Callad hijas! Bajamos del camión, a nosotras nos dieron la mano para bajar, ella salió y pasó… A esta dejadla que ya lleva bastante, vieron que tenía dos niñas así (en brazos) y otras dos así y no la pegaron”. (Ana María González)

Salían a los trenes a esperar a los repatriados y les trataban muy mal, muy mal…. A las mujeres las cortaban el pelo, las daban tortas, patadas o lo que podían...bajaban a buscarlas a los trenes y les atizaban como podían. Esto se lo he oído sobre todo a mis hermanos mayores”. (Raquel Fernández Macho)

El comportamiento de la población estuvo marcado por el miedo a ser señalados, lo que llevó a situaciones como la que nos narra Ana María sobre el particular:

En Barruelo teníamos una tía, hermana de mi madre, ella también salió allí porque se enteró que venían las rojas, salió allí y disimuladamente nos dijo: Ay Primitiva que no os puedo llevar a casa porque si os llevo se meten conmigo, pues andando de Barruelo aquí [San Cebrián de Mudá]”.

El nuevo régimen se ensañó con muchas de estas mujeres y sus hijos:

llegamos a casa y no teníamos casa. No pudimos entrar en la casa porque tenía la llave el alcalde… Vivía una señora que se llamaba Bonifacia… tuvimos que ir a su casa y dormir en el fogón, allí estuvimos unos cuantos días. La casa la habían convertido en cuadra, cuando la recuperaron estaba destrozada, mi madre la fue limpiando, se llevaron hasta los cables de la luz y las bombillas y como no tenía dinero para ponerla estuvimos sin luz”. (Ana María González)

La represión se extendió durante tiempo, con actos de humillación pública, como cortes de pelo en momentos de reunión de la comunidad, como las salidas de misa:

Cuando llega mi madre a casa -¡Ay mamá! ¿Qué te han hecho? A ver si le habían cortado. -¡Qué no que no me han cortado! Después todas se tapaban con pañuelos o gorras y mi madre no quiso taparse” (Ana María González)

La represión bajo el abrigo de la política ocultó en algunos casos razones más mundanas: envidias, odios, o simplemente la oportunidad de medrar tuvieron espacio abonado para saciarse. La condición humana dio su peor cara aprovechando la superioridad que la situación concedió a los vencedores, llegando al encarnizamiento en algunos casos:

Había comedores para los hijos de los presos, pero como dijeron estas personas no… pues otra manera de vengarse para no darnos el comedor. Los daba el ayuntamiento…íbamos nosotras a pedir por las casas…mi madre estaba muerta de hambre y estaba dando de mamar a las mellizas que se nos murieron de hambre, las dos” (Ana María González)

La prensa de la zona franquista, bajo la denominación de evadidos, celebró el retorno que, lejos de la realidad descarnada de los testimonios recogidos, apuntaba a la magnanimidad del nuevo régimen.

“El delegado provincial de Beneficencia en Santander telegrafió al gobernador interino de Palencia, Don José Quiroga Velarde comunicándole que esta tarde llegará a Barruelo un tren con mujeres, niños y algunos hombres de la citada población… Ahora comprenderán esos desdichados evadidos de Barruelo la diferencia que existe entre los nacionales y los marxistas, y donde reina la verdadera fraternidad cristiana”. [7]

La insistencia en la bondad de las nuevas autoridades ponía el acento en la diferencia entre el antes y después, entre la vieja “mentira” republicana y la nueva “verdad” franquista que abría magnánimamente los brazos a los que regresaban.

“Existió, además otro problema para las autoridades de Barruelo, cual fue el de haberse evadido a la zona Roja gran número de cabezas de familia dejando a sus familiares en el mayor desamparo…. Pero las autoridades de la España Nacional no han dejado ni un momento de velar porque se cumpliesen aquellas históricas palabras del Caudillo de que ”ningún hogar sin lumbre y ningún español sin pan…“ [8]

Siguiendo la información publicada en El Día de Palencia, la asistencia fue canalizada inicialmente por una Junta Local que, sufragada con aportaciones particulares, elaboró un registro con las personas debían recibir la ayuda. En diciembre de 1937 dicha labor pasó a depender de Auxilio Social, institución de beneficencia creada algo más de un año antes dentro de la organización del estado franquista. La misma noticia refiere que “El número de personas socorridas hasta la liberación de Asturias [finales de octubre] sobrepasó al de 1.200; desde entonces, y con el reintegro de familias evadidas, esta cantidad se elevó a 3.270, creando un problema de seria magnitud…”.

Pero la magnitud del problema sería mucho más mezquina. El recuerdo de las personas retornadas apunta a que frente a las muestras de solidaridad que acompañaron su estancia en la tierra de acogida, la vuelta al hogar supuso, en muchos casos, todo lo contrario: la venganza dentro de un escenario donde no había espacio para nada más que el desprecio, el abuso y el ajuste de cuentas con los perdedores, muchos de los cuales no tuvieron otra responsabilidad que la de ser hijos de obreros simpatizantes de la izquierda.

En las cuencas mineras palentinas este estado de cosas duró lo que el interés de las élites políticas y económicas dispusieron, siendo la urgencia de la vuelta al trabajo en las minas y la necesidad de obreros conocedores del oficio lo que precipitó una cierta calma y el relajamiento de estos actos execrables. Sin embargo, los recuerdos de estos hechos han perdurado en la memoria de los que lo vivieron siendo niños de forma permanente. La solidaridad y la crueldad como dos caras del comportamiento humano en toda su amplitud.

Entre las trágicas consecuencias provocadas por las guerras, la existencia de refugiados, sin duda, es una de las más habituales y, sin embargo, casi siempre de las menos conocidas. La Guerra Civil española no fue una excepción. La sublevación militar y la posterior división del territorio entre leales a la República y sublevados empujó a miles de personas, especialmente mujeres, niños, viejos y enfermos fuera de sus hogares en la búsqueda de un lugar seguro donde vivir, padeciendo múltiples penalidades, pero encontrando en muchos casos el cariño y la solidaridad de la población de los lugares de acogida.

En la antigua provincia de Santander, el fenómeno de mayor magnitud se registró en el verano de 1937 con motivo de la ofensiva del bando franquista sobre el cinturón de hierro de Bilbao, que provocó la afluencia, según las estimaciones más recientes, de unas 160.000 personas.