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Los niños evacuados del Frente Norte durante la Guerra Civil: una historia rusa

Santander —
4 de febrero de 2024 00:25 h

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Con la Guerra Civil en su apogeo y la maquinaria del ejército franquista y sus aliados alemanes e italianos avanzando paulatinamente, pero sin pausa, en la mayoría de los territorios de la Península, se produjo, según afirma la historiadora Alicia Alted Vigil, un suceso único en la historia hasta ese momento. Hablamos de la evacuación masiva de niños españoles a países extranjeros para protegerlos de los desmanes del conflicto bélico, impulsados desde diferentes estamentos del Gobierno republicano y otros de ámbito regional, y con el apoyo de un amplio número de organizaciones políticas, humanitarias y sindicales de varios países.

Los llamados niños de la guerra eran con toda seguridad las víctimas más indefensas. Acuciados por la escasez de alimentos, las enfermedades, los bombardeos o la persecución de familiares directos por causa de sus ideas políticas, se hacía imprescindible su alejamiento de los desastres de la contienda.

Un caso paradigmático es el del llamado Frente Norte. La Cornisa Cantábrica, aislada del resto del territorio que permaneció leal a la República española, fue cayendo en poder de los golpistas a lo largo de la mayor parte del año 1937 hasta la toma de Gijón, el 21 de octubre de ese año. Hasta prácticamente ese momento, cuando el Frente Norte comenzó a convertirse en un recuerdo, se había ido desarrollando, en la medida de lo posible, la evacuación fuera de España de niños vascos, cántabros y asturianos.

Según relata la ya mencionada Alicia Alted Vigil, profesora de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y una de las principales estudiosas del exilio republicano, en su documento El instante congelado del exilio de los niños de la guerra civil española, las primeras expediciones oficiales de niños al extranjero tuvieron lugar, ante la presión del avance de las tropas franquistas en el Frente Norte en el mes de marzo de 1937 y se extendieron hasta octubre de ese mismo año, utilizando la vía marítima, desde los puertos del Cantábrico, primordialmente los de Santurce, Santander y Gijón, con destino en la mayoría de los casos a puertos de la costa atlántica francesa, como Burdeos o Saint Nazaire.

Muchos fueron los países que acogieron a los niños españoles: Francia, Inglaterra, Bélgica, Unión Soviética, Suiza, Dinamarca, México… Y otros como Suecia, Noruega y Holanda financiaron colonias en territorio francés y en la costa mediterránea.

Estas medidas, las de alejar a los niños de los sinsabores de la guerra que se desarrollaba cruelmente a las puertas de sus casas, se tomaron con un carácter temporal. Sin embargo, esa transitoriedad, en muchos casos se convirtió inopinadamente en un exilio definitivo o, al menos, hizo que un gran contingente de aquellos niños regresara a España siendo adultos. Esta situación se produjo sobre todo en los casos de niños cuyo destino fue México o la Unión Soviética y debido a varias causas. Por un lado, la derrota de la República ocasionó un exilio masivo que hacía imposible el regreso para muchos niños que habían abandonado el país antes de que esa circunstancia se produjera. Por otro, las dificultades impuestas a nivel burocrático para facilitar su retorno, como en el caso de la Unión Soviética, a consecuencia de la II Guerra Mundial y la posterior Guerra Fría, que implicó una repatriación muy posterior. La mayoría de los niños de Rusia que regresaron, lo hicieron entre 1956 y 1957 en una campaña de propaganda del régimen de Franco y a la vez en su intento de ser admitido en diferentes organismos internacionales, como ya lo había sido un año antes en la Organización de Naciones Unidas (ONU).

No obstante, el 2 de abril de 1954, cuatro de esos “niños”, tal vez los primeros de los que habrían de llegar, habían arribado a Barcelona, procedentes de Odessa, en el buque denominado Semíramis, junto a 219 integrantes de la División Azul, 7 de la Legión Azul, 21 de las SS y un aviador, que permanecían prisioneros en un GULAG, además de 19 marinos al servicio de la marina mercante de la II República y 15 aviadores de la República a los que la Guerra Civil había sorprendido en una escuela de vuelo de Azerbaiyán y que, por diferentes circunstancias, habían acabado en el mismo campo de concentración que sus antagonistas.

Una historia rusa

En septiembre de 1956 atracó en Valencia, procedente de la península de Crimea, el barco que había de devolver a España, tras 19 años de ausencia, al matrimonio formado por Aurelio Cepedal y María Antonia Hernández, ambos pertenecientes al contingente que se dio en llamar de “niños de la guerra” o más específica y popularmente “niños de Rusia”.

Aurelio había nacido en 1925 en la aldea de La Barraca, perteneciente al concejo asturiano de Langreo. Era una zona eminentemente minera y muy activa en materia política. Ya en 1934, durante la Revolución de Octubre, las localidades de Sama y de La Felguera habían jugado un papel ampliamente significativo en la resistencia obrera. Según cuenta Carmen, la hija mayor, la familia de Aurelio estaba muy señalada por sus ideas izquierdistas y, de hecho, dos de sus tíos carnales habían sido arrojados vivos a un pozo en represalia por su activismo político. Tal señalamiento, además de las penurias derivadas del conflicto, fue lo que convenció a la madre viuda para la incorporación del niño al contingente infantil de refugiados que estaban encaminados a salir de España.

María Antonia, que en 1937 contaba con 10 años, había nacido en Torrelavega y era hija del primer matrimonio de su madre, que por entonces estaba casada en segundas nupcias tras enviudar. La madre de María Antonia tuvo 11 hijos entre ambos matrimonios. Uno de sus hermanos, Andrés, hijo del segundo matrimonio y cuatro años menor que ella, le acompañó en su periplo hasta Rusia; razón por la cual, ella, durante ese tiempo pasó a apellidarse Reyes -como su hermano- en lugar de Hernández, en previsión del riesgo de que, accidentalmente, pudieran ser separados durante su estancia, que entonces se pensaba provisional, en la Unión Soviética.

Aurelio partió del puerto de Gijón y, aunque recordaba una escala en Santander para recoger a más niños, jamás fue consciente de haber coincidido en ese viaje con María Antonia. Ambos se conocerían y se harían novios muchos años más tarde en Moscú, en el transcurso de alguna de las fiestas que acostumbraban a frecuentar los españoles desplazados en aquella época.

María Antonia y su hermano, junto a otros niños, fueron agrupados antes de la partida en la localidad de Somo a la espera del barco que les alejaría de su país. Y ya en altamar, tal como era habitual en el caso de los grupos que tenían la Unión Soviética como destino, serían transbordados a un barco ruso (normalmente el Kooperatsyia, el Maria Ulyanova o el Felix Dzerzhinsky), donde los chavales, parece que sorprendidos muy gratamente, fueron obsequiados con baño, ropa nueva y comida.

El puerto de llegada, tras atravesar el mar Báltico, fue el de Leningrado, localidad denominada de nuevo como San Petersburgo en 1991 tras la caída del muro y un plebiscito entre sus ciudadanos. No obstante, de Leningrado marcharon a Moscú, donde fueron ubicados en antiguos palacetes que denominaron como “Casas de Niños”, en los que permanecerían unidos los grupos con profesores y educadores españoles que habían viajado con ellos, con el objeto de que no perdieran su raigambre durante su estancia en aquel país.

Durante toda su vida, tanto María Antonia como Aurelio, en mayor o menor grado, fueron personas ampliamente agradecidas con la Unión Soviética por el trato cordial y la educación recibida. Mientras que María Antonia permaneció en Moscú hasta finalizar sus estudios, alcanzando en la Universidad una licenciatura en Farmacia, Aurelio prefirió orientar sus pasos hacia derroteros técnicos que le llevaron a obtener un título de fresador y, de paso, a trabajar en diversas fábricas de las distintas repúblicas soviéticas, como es el caso de la ciudad de Tiflis, capital de la República de Georgia.

María Antonia, no obstante, de su estancia en Moscú siempre recordaría como la experiencia más amarga, la invasión por parte de la Alemania nazi que llevó a las tropas de Hitler en el otoño de 1941 a las puertas de la misma capital de Rusia, lo cual le haría rememorar los terribles fantasmas bélicos y, sobre todo, los bombardeos que le habían hecho salir de España. Por su parte, Aurelio durante ese periodo trabajó sin pausa en fábricas de armamento como contribución al esfuerzo de guerra.

En los años posteriores a la finalización del conflicto con la derrota de las fuerzas del Eje por parte de los aliados, el destino y el trabajo llevarían de nuevo a Aurelio a Moscú, donde también pertenecería a un Club de Alpinismo, que le haría, además de por su profesión, mantener un trato más cercano y más habitual con personas rusas y, especialmente, a conocer en una de tantas reuniones de los españoles a una María Antonia a punto de licenciarse en la Universidad o recién licenciada (que eso no lo sabe el cronista ni lo recuerda, como es normal, Carmen, la mayor de sus tres hijas).

Lo que sí recuerda Carmen es que su madre llegó a ser directora de un laboratorio farmacéutico en Moscú, que sus padres se casaron en esa ciudad y, sobre todo, porque así se lo contaba, la tremenda diferencia en cuanto al estatus de la mujer que percibió entre sus años de estancia en la Unión Soviética y su situación posterior al regreso a la España de Franco. Algo de lo que, según dice su hija, se arrepintió toda la vida.   

Siempre recordaba que en Rusia pudo ser una mujer independiente, que podía acudir sola al cine o al teatro, que pudo acceder a estudios superiores sin cortapisa alguna y que pudo tomar las decisiones que consideró respecto a su vida personal, sin que nadie, ningún hombre, tuviera que tomar dichas decisiones por ella ni le impusiera obligaciones de ningún tipo.

El retorno

¿Por qué deciden entonces venir, tantos años después, cuando ya el matrimonio tenía una vida hecha en el país de acogida? La respuesta más obvia es: porque se dieron las circunstancias. Las naciones que resultaron vencedoras de la Segunda Guerra Mundial estaban aflojando, por intereses eminentemente estratégicos de guerra fría, el boicot a una España que se había alineado, si no de facto, sí al menos ideológicamente, con la Alemania nazi y la Italia fascista, que indudablemente habían sido esenciales en la victoria de Franco y, por tanto, en la derrota de la República española. Por otra parte, el Gobierno español, en un afán propagandístico de demostración de normalidad institucional, ofrecería a los que regresasen vivienda y puesto de trabajo. Y, por último, aunque probablemente otros motivos no faltaran, se imponía además el humano y natural deseo de conocer (o reconocer) a las familias que habían dejado atrás casi 20 años antes.

Lo cierto es que María Antonia y Aurelio resolvieron, en un principio, volver a España durante un corto periodo de tiempo para luego regresar a Moscú, aunque al final optaron por quedarse definitivamente. Sin embargo, pronto comprobarían que las promesas recibidas eran endebles y que acostumbrarse al nuevo modo de vida para ellos sería especialmente difícil.

Por de pronto se les ofreció una pequeña vivienda en el Barrio de la Lenteja de Santander, un lugar que les resultaba lejano y poco acogedor y al que decidieron no acceder, a pesar de que, desde su llegada, y hasta que encontraron un piso en el Barrio San Francisco, en pleno Paseo del Alta, habían pasado por penosas habitaciones con derecho a cocina. También se le ofreció a Aurelio un puesto de trabajo en la fábrica de Nueva Montaña Quijano, que Aurelio conservaría hasta mayo de 1964, momento en que se produjo la primera huelga de la región en tiempos de dictadura, tanto en la factoría de Nueva Montaña Quijano como en Forjas de Buelna. Por su participación en la misma para exigir mejores condiciones de trabajo y el pago de horas extras fue despedido junto a otros compañeros.

Tardaría bastante tiempo en encontrar trabajo de nuevo hasta que accedió a la fábrica de cocinas Corcho, situada en La Reyerta y posteriormente a Astilleros del Atlántico, donde en plena reconversión industrial fue prejubilado entre 1986 y 1987.

Mientras tanto, la situación laboral de María Antonia en esos años pasó por otros derroteros completamente distintos. Desde luego no hay ofrecimiento de trabajo por parte del Estado y su título universitario atravesó por momentos complicados para su convalidación, que hubo de tramitarse en Madrid. No obstante, para 1965 ya lo tenía legalizado y estuvo a punto de hacerse con la farmacia de la localidad de Arredondo, que aún, hoy en día, continúa situada en el mismo lugar, simbólicamente entre la Iglesia y el Ayuntamiento. Sin embargo, los informes que obtuvo el cura párroco del momento le hacen mover hilos para que el mencionado establecimiento no le fuera adjudicado a María Antonia, quizá altamente preocupado por la posibilidad de que se establecieran en el pueblo unos posibles rusos rojos incontrolados.

Por fin, en 1968 regentará durante un corto periodo de tiempo una botica, hoy desaparecida, en el Paseo del Alta de Santander, muy cerca del lugar en el que se alza el Colegio de las Mercedarias, hasta que consigue alquilar otra farmacia unos metros más allá, al final de la Calle del Monte. En ella continuará, mal que bien, puesto que, acostumbrada al prurito profesional de la elaboración y formulación de medicamentos como hacía en la capital rusa, le costó resignarse a una dedicación exclusiva a funciones de despacho. Finalmente fue la enfermedad la que le obligó a abandonar su labor hacia 1985.

A todas las eventualidades anteriores se unieron desde la llegada del matrimonio a Santander, no solo el estigma que suponía, entre el vecindario o los compañeros de trabajo o de estudios, proceder de Rusia, con la consiguiente sospecha de una teórica adscripción comunista, sino también los controles que la Brigada Político-Social de la policía practicaba periódicamente, no solo a los repatriados, sino que también habían afectado previamente a los familiares que quedaron en España y que, con el correr del  tiempo, también perturbarían a las hijas, que incluso llegaron a tener ficha policial por el simple hecho de ser descendientes de retornados de Rusia.

Sus padres, de hecho, recién llegados en 1956, fueron convocados a Madrid, como tantos otros, para ser interrogados sobre planos de ciudades y fábricas, buscando información sobre sistemas de armamento y defensa soviéticas, sobre costumbres, contactos, estudios, características de la vida allí y de la gente rusa, y el trato que se les había dispensado en la Unión Soviética. A lo largo de las ocasiones en las que estos controles se repitieron fueron cada vez más conscientes de que los que les interrogaban disponían de una información exhaustiva sobre ellos y sus familias.

Su hija Carmen opina, porque así se lo trasladaron sus padres, que aquel primer interrogatorio fue obra y gracia de los servicios secretos estadounidenses. La omnipresente Agencia Central de Inteligencia. Algo que, por otra parte, queda ratificado por la existencia del denominado 'Proyecto Niños', que fue un programa ideado y puesto en práctica por la CIA, con la colaboración del Gobierno de Franco, para obtener información respecto a la Unión Soviética (los servicios secretos estaban muy interesados en misiles guiados, armas nucleares y aeronáutica militar), y detectar posibles confidentes del régimen de Moscú entre los “niños” regresados. El programa funcionó secretamente entre 1956 y 1960, al mando del natural de Puerto Rico Ezequiel Ramírez, y tuvo su sede en la Calle Goya 118 de Madrid.

Con la Guerra Civil en su apogeo y la maquinaria del ejército franquista y sus aliados alemanes e italianos avanzando paulatinamente, pero sin pausa, en la mayoría de los territorios de la Península, se produjo, según afirma la historiadora Alicia Alted Vigil, un suceso único en la historia hasta ese momento. Hablamos de la evacuación masiva de niños españoles a países extranjeros para protegerlos de los desmanes del conflicto bélico, impulsados desde diferentes estamentos del Gobierno republicano y otros de ámbito regional, y con el apoyo de un amplio número de organizaciones políticas, humanitarias y sindicales de varios países.

Los llamados niños de la guerra eran con toda seguridad las víctimas más indefensas. Acuciados por la escasez de alimentos, las enfermedades, los bombardeos o la persecución de familiares directos por causa de sus ideas políticas, se hacía imprescindible su alejamiento de los desastres de la contienda.