El pueblo de Mijarojos es un anfiteatro con vistas al pasado. Como si fuera una confabulación, todo está aquí dispuesto para arder en el recuerdo: edificios tapiados y embargados por algún banco, algún poste de luz torcido, la yedra asfixiando las falsas acacias, las calles agarradas a la ladera y algún vecino que se descuelga por la historia. Son los menos, porque el escenario, este horizonte tan cercano a los primeros bloques de viviendas, refleja muchos matices. No es una metáfora: en 2005, dos años después de cerrar la mina de zinc, las aguas subterráneas comenzaron a llenar el socavón de 3.500 metros de largo y 800 de ancho que dejó la salvaje extracción.
Hoy, uno de los días de febrero más cálidos de los últimos tiempos, un grupo de tres amigos pasean al filo de ese recuerdo. Y tampoco es una metáfora: a pesar de que ninguno de ellos se manchó las manos con esta tierra, llevan pisando sus bordes casi todos los días de los últimos doce años. Pero dan tantos detalles —históricos, humanos, técnicos— que el visitante comienza a entender que el siglo y medio de actividad en Reocín ha atravesado cielos y generaciones. “Cerraron porque no era rentable por los precios y la competencia”, dice Rafa. Javier: “El terreno, casas y demás son todavía de la mina. Y prados que tienen dados a cincuenta años”. ¿Y la promesa de reapertura?, pregunto. “Ahí entra la política”, responde Ángel. “Se limpiaron tres o cuatro millones de euros, y carretera”.
Una historia, en fin, que se mueve entre los tiempos en los que la mina empleaba a 3.000 personas y el abandono anunciando por penachos de plumeros. Al clausurar la actividad en 2003, Asturiana de Zinc reubicó a buena parte de los casi 200 empleados que aún resistían en nómina, vendió más de diez hectáreas de terrenos, edificios y documentación al Gobierno de Cantabria y acordó restaurar los ecosistemas. También mantuvo el bombeo de las aguas que manaba del subsuelo. Porque el agua siempre fue uno de los asuntos más importantes y, por eso, la empresa centró sus fuerzas en conocer su procedencia, sacarla de la mina y reducir el coste de sacarla.
Tras varios estudios, concluyeron que la mayoría de las aguas provenía del río Saja y no podían desviarla, así que solo podían seguir bombeándola. Cuando dos años más tarde dejaron de succionar y verter en el río Saja los 1.200 litros por segundo, las aguas empezaron a discurrir por las galerías. No sirvieron los mensajes de organizaciones como Ecologistas en Acción, que había advertido que los metales se disolverían y penetrarían en los acuíferos y que los terrenos podrían derrumbarse. La organización, que solicitaba al Gobierno un plan de cierre, también adjuntó un documento en el que el Centro de Investigación del Medio Ambiente (CIMA) confirmaba la presencia de niveles elevados de zinc, plomo, cadmio y arsénico en alguno de los diques de la mina. Pero el plan de inundación continuó y, litro a litro, El Zanjón se convirtió, cinco años más tarde, en el segundo embalse más grande de Cantabria.
“La mina es un acuífero”, dice José Fernando Ingelmo. “Cuando yo trabajaba allí, se bombeaban más de 3.000 litros por segundo: ibas barrenando e iba saliendo agua. Yo me acuerdo que había fuentes por todos lados en Reocín. Desaparecieron, claro”. José Fernando, que pasó 28 años trabajando en la mina, dice que no ha habido problemas medioambientales y que la mina, nunca mejor dicho, fue una mina para la comarca. Las empresas formaban a los jóvenes, muchos pudieron estudiar en la Universidad y se inauguró la Facultad de Minas sobre unos terrenos de la propia empresa en Torres, unos poco kilómetros. Corrían mediados de los años cincuenta y el mineral se extraía de las galerías bajo tierra por las que José Fernando, años más tarde, trabajaría a casi 600 metros de profundidad. Pero el nuevo rumbo técnico y las exigencias económicas de los años setenta devolvieron a cientos de trabajadores a la superficie hasta abrir el inmenso socavón. Es el rastro de la minería a cielo abierto que obligó a realojar a decenas de personas del pueblo de Reocín en las localidades de alrededor.
—¿Y cree que ha merecido la pena?
—Pues no —dice José Fernando—, lo de cielo abierto, no: El problema fue cuando empezaron a explotar fuera: ahí había un pueblo de la leche, y se lo cepillaron cuando empezaron a explotar la mina a cielo abierto.
Una historia única
La vena de zinc fue descubierta por un ingeniero belga a mediados del siglo XIX. El carruaje en el que viajaba de Guipúzcoa a Asturias se estropeó y tuvo que realizar una parada técnica en Torrelavega, así que Jules Hauzeur aprovechó aquellos días veraniegos para explorar los alrededores. Sus pasos y curiosidad le llevaron a Reocín, a apenas cuatro kilómetros de la ciudad, donde le llamaron la atención algunas casas con calamina entre los materiales con los que habían sido construidas. Preguntó a los vecinos, tiró del hilo y acabó descubriendo la inmensa vena que durante siglo y medio modificó el paisaje, empleó a miles de personas y cambió el destino de la comarca.
La explotación corrió a cargo de la Real Compañía Asturiana de Minas, de capital belga, y comenzó a explotarse a cielo abierto. En 1890 ya se había extraído un millón de toneladas de calamina y algún secreto que desveló un pasado aún más remoto, como las dos monedas romanas que fueron a parar a “un tal Rebolledo de Torrelavega”. Se titubeó a la hora de concluir si en tiempos del Imperio se había extraído calamina o plomo, pero la antigua explotación minera, al menos, se confirmó al aparecer también galerías sujetas con madera de roble. El siglo XIX daba sus últimos zarpazos y, con los suelos ya escarbados, empezaron a asomarse otros minerales con zinc, como la blenda, así que la actividad minera siguió bajo tierra. Eran los inicios de ese universo subterráneo que agujereó el subsuelo en varias direcciones.
El crecimiento de la explotación, entonces, exigió abrir el pozo Santa Amelia. El ascensor bajaba a los trabajadores y maquinaria 300 metros, aunque esa estructura que hoy se oxida a la intemperie solo fuera una más entre las instalaciones introducidas que posicionaron a Reocín como una mina pionera de Europa. El tren, que conectaba la mina con el cargadero de Hinojedo, o el lavadero de flotación diferencial, siguieron otorgando prestigio mundial a la mina.
En la biografía de esta mina, sin embargo, también hay heridas. En agosto de 1960 se rompió un dique, vertiendo miles de toneladas de residuos al río Besaya. Murieron 18 personas. Cándido Zunzunegui llevaba una década trabajando en el yacimiento y cobrando a veces mucho, a veces nada. Él, que había entrado a la Real Compañía Asturiana de Minas junto a su hermano mellizo para burlar el servicio militar, aún recuerda el vértigo que le subía por el estómago cuando bajaba en la “jaula” de Santa Amelia o los “trisquidos” en la mina. Ahora tiene 88 años y dice que podría estar muerto. “Aquello lo sabían bien las ratas: cuando se estaba hundiendo la mina, los compañeros del relevo de las dos nos dijeron que las ratas estaban saliendo para afuera: son muy listas”, dice: “Yo pesqué a correr por toda la mies aquella y no paré hasta aquí”.
“Aquí” es la casa en la que sigue viviendo este hombre de cabellos níveos que no recuerda qué día se salvó del derrumbe (7 de enero de 1965). No hubo víctimas, aunque el barrio de Pomares desapareció. “Y nada más eso”, resume frente a un paisaje que él segaba para las vacas. “Ya nada”, se lamenta, “ya se jodió. Es todo relleno”. Al finalizar las operaciones, la empresa prometió regenerar los terrenos y el Gobierno de Cantabria, que adquirió más de diez hectáreas de tierras y edificios, rehabilitó las antiguas oficinas y talleres. Pero El Zanjón y las tierras baldías con permiso de amplios fragmentos restaurados, como el parque de La Viesca, siguen ahí: un paisaje solitario y algo desvencijado, unas galerías que rellenaron a base de hormigón y que me hacen sugerirle a Cándido que este ecosistema de metales y balsas de decantación sepultadas bajo tierra estará envenenado. ¿No? “Y silicosis y todo”, resuelve antes de admitir que a él le diagnosticaron el primer grado de la enfermedad. “Me lo dio don Manuel Lahera, uno de Santander”, dice, “y encima le querían meter a la cárcel por descubrirlo”.
Cándido explica que él y sus compañeros acudieron a la empresa para denunciarlo, aunque tampoco recuerda cuándo (“hará 40 años”). Sí recuerda que, en lugar de jubilarlo pese a los tres años que estuvo de baja, lo sacaron de la mina y lo llevaron a bombear blenda, arena y agua a un dique hasta el día de su jubilación 44 años después de cargar una vagoneta por primera vez.
Pocos años antes, ya con Asturiana de Zinc a cargo de la explotación, un derrumbe mató a un trabajador de 35 años y un grupo de compañeros se encerró en Santa Amelia para reivindicar mejoras en la seguridad y en las condiciones económicas mientras la familia y amigos les bajaban comida y ánimos. Quizás, por el vértigo en el estómago al bajar al pozo, Cándido se mantiene alejado del castillete que se oxida a la intemperie. “Yo no voy ni por allí”, explica. “Creo que está la jaula que nos subía y bajaba. Pero ni he vuelto ni vuelvo: me da respeto”.
En su enésimo conato de despedida, vuelve a decir que eso es todo y, aunque no ha vuelto ni volverá a acercarse a la mina —las ratas, los trisquidos, el vacío en el estómago— el horizonte de agua y bocados irregulares lo deja sin escapatoria. “Siempre he sido valiente yo”, dice, “pero así es la vida, hijo”. Él ya no bordea la mina: él se zambulló en su historia.
Un fugaz espejismo
La propietaria del antiguo bar Tarancón añora los tiempos en que conocía a los paisanos. Ahora cuenta con los dedos de la mano los vecinos que le saludan al salir a la calle, los mineros que se fueron con sus hijos al jubilarse, los que se han muerto. La prosperidad fluía en el bar y en el entusiasmo colectivo, cuando buena parte de estos bloques aferrados a las calles empinadas no existían. Esa nostalgia, la de un tiempo con trajín, currantes e ingenieros, es compartida.
La tonelada de zinc rondaba en 2003 los 500 euros y la rentabilidad se antojaba imposible, pero hacia 2017 la cotización se había multiplicado por seis y el Gobierno de Cantabria imaginó que aquella vena aún podría dar más de sí. Vino una empresa con promesas de la mano, prometieron más de cien sondeos y solo realizaron un puñado y el espejismo de reflotar una industria extinta volvió al desván de los recuerdos tras inflar la esperanza de muchos vecinos. Y echarse en contra a buena parte de la sociedad. Un geólogo, por ejemplo, dijo que la nueva explotación podría hundir las cuevas de Altamira, pero los políticos siguieron el guion y modificaron la Ley del Suelo para dar vía libre a la explotación del subsuelo rústico para actividades mineras.
Al fin y al cabo, las 20 millones de toneladas que prometían extraer en dos décadas, unidos a los 2.000 empleos y 600 millones de inversión, suponía la respuesta mágica para una comarca castigada por el declive económico y el éxodo. Todo ello, claro, revestido de promesas de buenas prácticas que no alterarían el entorno. “Creemos que no es un buen comienzo negar la evidencia: cualquier actividad extractiva genera impactos diversos. Hubiera sido mejor inicio reconocer los impactos y afirmar que la empresa los va a minimizar o compensar”, volvió a protestar Ecologistas en Acción, que llamó a sopesar los beneficios y perjuicios después del “precipitado” cierre de la mina. El nuevo idilio de la imaginación volvió a tropezar con la vieja realidad, y las promesas incumplidas por Cantábrica del Zinc, la promotora constituida para el proyecto de Reocín, se evaporaron; la comarca del Besaya regresó a su latido de desesperanza industrial. El paisaje, por su parte, siguió en este paisaje desolado que el de Recuperación, Transformación y Resiliencia promete ahora restaurar.
“Es imposible abrir esto: cuando se cerró ya tuvimos que hacerlo corriendo porque se venía todo abajo”, dice José Fernando. “Empezaron a pegar tiros al aire”, dice uno de los tres amigos que caminan todos los días por las rebabas de la mina su pasado. Después de cien millones de toneladas de zinc extraídos en siglo y medio de vida, la mina se convirtió así en un mito repleto de aventuras a las que se quiso regresar tiempo después. Pero el tiempo de aquellos héroes y dioses ya había pasado: el tiempo dirá si se aprendieron sus enseñanzas.