Las manos de Josep Maria Esquirol se acercan y se alejan. Dibujan una curva, muestran cómo es salir de sí para caminar hacia la madurez (humana)… Las manos de Josep Maria Esquirol se mueven como lo hacen sus cejas y sus ojos: esas que se arquean y esos que se abren de manera inverosímil cuando habla del asombro que produce “el mundo”, o un cielo azul, o el encuentro con el otro, o el simple hecho de respirar. Esas cejas se miran entre sí cuando sus manos se cierran para describir cómo el mal es la opacidad absoluta, como la violencia contra el otro o la otra no tiene sentido alguno.
Las manos y las cejas de Josep Maria Esquirol se mueven porque es el movimiento lo que importa a este filósofo de la proximidad que habla de forma tajante desplazándose entre términos “vagos” y cotidianos que huyen de forma radical de cualquier “totalidad”. Se mueve porque “detrás de todo sustantivo están los verbos. Y esos son los que importan porque es la acción lo importante. Cuando, por ejemplo, hablo de proximidad en realidad hablo del movimiento de aproximarse”. Y de los verbos, tres son los fundamentales, y sobre los que —de su discurso se infiere— poco pensamos: vivir, amar, pensar.
Y a compartir oralmente parte de lo que ha explorado en una quincena de libros y que le sirvió para merecer el Premio Nacional de Ensayo (2016) es a lo que se ha dedicado este pasado fin de semana en una “casa” de Santander. Bueno, en realidad, en una librería asociativa y centro de cultura crítica (La Vorágine), pero cuando se hace escuela, cuando se acompaña a los otros a descubrir el camino hacia la madurez humana, entonces, explica Esquirol, cualquier espacio se convierte en una “casa” donde tenemos oportunidad de experimentar la “claridad” y la “calidez”.
Así que en esta casa temporal, con la cortina metálica bajada y la atención agitada, se ha encontrado con 21 personas de diferente pelaje a las que adelanta que “lo que todos necesitamos es ayuda para encontrar los caminos hacia la madurez”. Y esa ayuda es para caminar hacia algo que suena tan difícil como urgente: entender la situación humana fundamental. “En esta época pensamos poco sobre lo más profundo y tenemos más urgencia que nunca en hacerlo”.
Durante siete intensas horas, al margen del devenir del exterior, este grupo se ha dedicado a pensar y pensar es “‘aproximarse a…’. Por eso el pensamiento no puede progresar, en el sentido de avanzar, sino que es ir a lo profundo una y otra vez. Así que en el pensar… poco es mucho. Cualquier filosofía, cualquier pensamiento es una constelación de puntos (pocos) y pensar es ir de un punto a otro una y otra vez”. Extraño caminar parece este en tiempos de guerras, de desigualdades, de violencias extremas. Extraña la permanente apelación del filósofo al encuentro con el otro; como le hace ver una participante que repite que le cuesta ver en “el otro” a esa contraparte necesaria para salir de la soledad profunda que nos constituye como humanos.
Pero Esquirol, no dado a viajar físicamente y sí muy dedicado a ese pensar desplazándose en profundidad entre puntos, parte de que “las cosas no han ido bien nunca. Y continúan yendo mal”. Por eso dice que no es nostálgico y recuerda que sí, que no estamos en el paraíso -“algo que aunque sea obvio hay que subrayar”-, pero, precisamente, esa una de las razones que justifica la urgencia de pensarnos más allá de las coyunturas históricas.
Las largas manos de Josep Maria Esquirol se ponen en acción y un dedo señala la vertical para después, con ambas manos dibujar una planicie: “Cada persona es una pequeña y precaria vertical sobre la horizontal de la tierra. Y esa horizontalidad es fraternal porque en esa horizontal nadie está por encima de nadie. Todos y todas estamos en la intemperie”. Y esa vulnerabilidad, esa debilidad, es la que nos hace singulares y es la que hace que las relaciones con los otros “sean decisivas”.
La conciencia de la soledad y de ese estar en la intemperie nos “lleva, sin duda, a cuidar del otro”. El filósofo rehúye de términos sofisticados —ontología, intersubjetiviad…— o de palabras heredadas del alemán. Busca la cercanía e insiste una y otra vez en la máxima del “no hacer daño”, en la del “no ser indiferente”, también nos recuerda que esta reformulación del “‘no matarás’ no es un mandato caído del cielo, es lo que me dice el rostro del otro: ‘No me hagas daño’, o dicho de otra manera: ‘cuídame, hazme compañía’”.
La revolución de Esquirol parte de esta concreción, de este reconocer la singularidad y el milagro que supone la existencia de cada persona, y de apelar a la bondad, aunque estemos atravesados “por el mal del mundo”.
También recuerda el filósofo que vivimos tiempos en los que “hay una apología de la emotividad como contrapeso a lo intelectual, y esa dicotomía es falsa”. “Es precisamente la capacidad de sentir donde está la raíz de lo razonable. El humano no es el que siente, sino el que siente que siente”.
Cada movimiento de las manos de Josep Maria Esquirol, cada gesto de su rostro, suele estar salpicado de pausas, de algunas reiteraciones, incluso de algún balbuceo previo a soltar una andanada que recuerda que en esta casa está aconteciendo esa búsqueda de la claridad y la calidez que tanto reclama. Parece como si estuviera en plena construcción de un pensamiento que, en realidad, ya está maduro, dando frutos, listo para ayudar a otras a encontrar los caminos necesarios.
Imposible contener las horas y la constelación de puntos que conforma la filosofía que comparte Esquirol en un artículo, ni tan siquiera en un libro. De hecho, el profesor recomienda no acelerarse. Si en el pensar poco es mucho, tampoco es un infinitivo que guste de la precipitación o de la obsesión de llegar a conclusiones. “Hoy en día una retóricas sustituyen a otras. El mundo de la cultura, de los textos, ha entrado en una vorágine consumista en que las ideas caducan muy pronto. Inventar teorías no es lo importante”. Esquirol prefiere caminar, aproximarse, rehuir de las explicaciones totales que configuran sistemas cerrados. Su revolución consiste en comprender la madurez humana y en contribuir a que aprendamos a enfrentar —no superar, porque es imposible “dejarlas atrás”— las “experiencia fundamentales” que afectan a todos los seres humanos: la de la finitud (la muerte), la del tú (el otro), la del mundo, la de la vida, y la del mal.
La tarea, monumental en apariencia, se torna próxima y tremendamente humana en la conversación de Esquirol con estos estudiantes que no buscan título ni certificación y que han llegado desde diferentes puntos de Cantabria, pero también de Vitoria o de Albacete siguiendo la estela que dejan las manos de este hombre alto, espigado, contundente. A sabiendas de que “nadie se orienta solo” en un contexto que confunde, Esquirol los anima a ser parte de una especie de escuela durante toda la vida. También los anima a más cosas: a cultivar la atención, a cultivar los lugares singulares, a no temer a la diferencia, a lograr la “hondura del sentir”.
“La profundidad es la capacidad de sentir, de que las experiencias fundamentales nos toquen. A mayor hondura, mayor obertura, mayor receptividad, mayor vulnerabilidad, mayor porosidad humana”. Ese, explica Esquirol, es el camino y, en sus recodos, lo más que se puede hacer es reducir el mal en el mundo—“El mal es un modo de ser que no deja ser”—, cuidando “de lo más humano de lo humano (la apertura) para evitar la cerrazón, la frialdad”, cultivando las “maneras de ser que tienden a la belleza”.
Termina el encuentro y toca salir al exterior justo cuando una tormenta muy real arrecia en la pequeña ciudad. Parece que ahora este conjunto de singularidades, lleven paraguas o no, va pertrechado con una nueva caja de herramientas cargada de puntos y de veredas por las que caminar sin miedo a las heridas, con algunas pistas para poder vivir con ellas. Termina este singular seminario y fuera hay otras singularidades arremolinadas frente a pantallas donde se juega al fútbol, o alrededor de mesas donde las rabas son el eje alrededor del que conversar. Termina esta juntanza y en realidad nada termina. Esquirol camina sólo hacia un pequeño y cercano hotel bajo la lluvia buscando cierto silencio y un jardín secreto. No se ven sus manos, pero en la “casa” perdura su trazo y sus coyunturales alumnos y alumnas se dispersan sabiendo, eso sí, que “lo humano con mayúsculas se da en la bondad”.