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El ajedrez libidinoso

Los medios de comunicación se hacían eco este fin de semana de la propuesta de un clérigo saudí de prohibir el ajedrez por considerarlo satánico y entender que su práctica hace que los hombres “pierdan el tiempo”.

Me da en la nariz que esta gente ha prohibido tantas cosas que ya les empieza a costar encontrar pecados nuevos e identificar tentaciones sobre las que advertir. Puestos a mirar con ojo inquisidor, seguro que encontramos un montón de cosas incitantes y excitantes en este juego que, al común de los mortales, le han debido pasar desapercibidas. Miren el alfil, si no me creen, con esa silueta fálica y pecaminosa, cuyo recorrido por el tablero no puede simbolizar otra cosa que una orgía interracial.

¿Y se han fijado en las dos reinas, a cual más descocada? La blanca se deja ladear la corona como en un gesto de inequívoca invitación a la coyunta, mientras que la negra se mueve de casilla en casilla con ese bamboleo cadencioso de las cubanas.

No les voy a hablar mucho de los caballos, pero estoy seguro de que han notado, como yo, que esos saltos estrafalarios forman parte -qué duda cabe- de su ritual de apareamiento, no me digan que no. Y los peones... ¿qué son sino clase baja amiga del trato carnal y aficionada a la sodomía? Visto con estos ojos, no me extraña que se proetenda prohibir su práctica, que yo extendería al juego de las damas, cuyo nombre ya evoca, así de partida, una llamada al lesbianismo más desinhibido.

Siento haber escrito el texto anterior en términos tan libidinosos y comprendo que su imaginación haya volado a los mismos sucios rincones que ha volado la mía, pero lo que pretendo justificar es que cualquier cosa puede prohibirse si alguien le pone un poco de empeño.

Es cierto que el ajedrez es un juego de origen persa y no árabe, pero es legendaria la afición que ha despertado desde tiempos inmemoriales entre los musulmanes, los cristianos y quienes hayan hecho de sus reglas un sistema de aprendizaje estratégico, una metáfora de la vida o un simple pasatiempo.

Pero si creen que este individuo es al primero que se le ocurre prohibir tonterías están ustedes radicalmente equivocados. Busque a alguien de edad avanzada y pregúntele sobre los domingos en España. Hace algún tiempo, pero no el suficiente como para que mucha gente lo haya olvidado del todo, trabajar en domingo estaba estrictamente prohibido y no era ninguna broma. A veces, la Guardia Civil, en respuesta a una denuncia o por vigilancia rutinaria, encontraba a algún campesino laburando en su sembrado en el día del señor y ponía fin a tan execrable falta llevándosele al cuartelillo. Paradójicamente, los guardias… sí estaban trabajando.

Si lo miramos con un poco de perspicacia, no cuesta darse cuenta de que prohibir el ajedrez o denunciar a alguien por trabajar en domingo no caben en ningún código de conducta ética o de un hecho religioso sincero. En realidad no se trata más que de una herramienta de dominación que, con distinta cara o en nombre de distintos dioses, el hombre ha utilizado en el monte, en la costa, en el desierto o bajo la nieve.

Estoy seguro de que prohibir crea adicción, de que se trata de una droga poderosa cuyos efectos son muy difíciles de dominar y cuyo síndrome de abstinencia debe ser terrible. En todo caso, cuando alguien ve lujuria, pecado, orgía y lascivia en todos lados, quizá el vicio no esté realmente en los actos que juzgan sino más probablemente en los ojos del que mira.

Los medios de comunicación se hacían eco este fin de semana de la propuesta de un clérigo saudí de prohibir el ajedrez por considerarlo satánico y entender que su práctica hace que los hombres “pierdan el tiempo”.

Me da en la nariz que esta gente ha prohibido tantas cosas que ya les empieza a costar encontrar pecados nuevos e identificar tentaciones sobre las que advertir. Puestos a mirar con ojo inquisidor, seguro que encontramos un montón de cosas incitantes y excitantes en este juego que, al común de los mortales, le han debido pasar desapercibidas. Miren el alfil, si no me creen, con esa silueta fálica y pecaminosa, cuyo recorrido por el tablero no puede simbolizar otra cosa que una orgía interracial.