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El estado de alarma en la montaña rusa
El Estado español se define como un Estado de Derecho. Eso significa que es la racionalidad jurídica el tamiz al que ha de someterse la acción política, tantas veces tan irracional, tan voluntariosa, tan apasionada. El proceso es harto conocido: la voluntad política impulsa las leyes y la racionalidad jurídica las construye (o así debería ser); de modo que política y Derecho están íntimamente vinculados, como dos elementos inseparables para la organización de la sociedad, cuyo fin -no lo olvidemos- son las personas. Pues bien, la COVID-19 ha alterado tanto este camino entre la política y el Derecho, como nuestro orden habitual.
La semana pasada advertíamos sobre el debate abierto sobre la legitimidad de las medidas adoptadas frente a la COVID-19 y del propio estado de alarma. La estrategia política de trazo cubista de Pablo Casado, que se está desarrollando ante los medios de comunicación esta semana, parte de aquel debate y muestra un orden alterado en la relación entre política y Derecho.
El debate sobre el estado de alarma surgió en las cátedras universitarias –¡tan dada la universidad a hablar de cuestiones ajenas a la realidad!, dirán algunos–; pasó a los tribunales de Justicia la semana pasada, con controvertidos pronunciamientos, lo que pone de manifiesto la complejidad del problema. Esta semana hemos sabido que el Tribunal Supremo no ha admitido el recurso contra el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, del estado de alarma para la gestión de la crisis sanitaria causada de la COVID-19, y contra los tres reales decretos posteriores de prórroga, porque considera que no es competente para ello. El Tribunal Constitucional, por su parte, el 30 de abril, justificó las limitaciones del estado de alarma en la protección de la salud de las personas y en los próximos días empezará a analizar el recurso presentado por Vox, que afirmaba, en pocas palabras, que el estado de alarma, en realidad, es un estado de excepción encubierto porque suspende derechos fundamentales y libertades públicas.
Y, finalmente, esta semana, el debate sobre el estado de alarma ha sido retomado por el Partido Popular como munición contra la acción del Gobierno. Pero, más allá del discurso meramente político -lo que parece una patente de corso-, los argumentos del señor Casado para votar en contra de la prórroga del estado de alarma son dos: primero, es posible mantener el mando único y las medidas de restricción de movimientos sin necesidad de recurrir a la figura del estado de alarma, porque para eso está Ley Orgánica de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, de 1986, y, segundo, el Gobierno ha “desbordado” los preceptos de esa figura legal y se ha situado, por tanto, fuera de la Constitución, que es el argumento central del recurso de Vox ante el Tribunal Constitucional.
Si bien se mira, ambos argumentos son contradictorios, aunque, bien aderezados de acusaciones de “inmoralidad”, “chantaje” y referencias a Venezuela, tales contradicciones pasan desapercibidas. Son contradictorios porque si el estado de alarma no es necesario, porque ya hay una ley de 1986 que habilita al Gobierno a adoptar las medidas, por ejemplo, como el confinamiento, ¿cómo puede ser que el Gobierno se sitúe fuera de la Constitución al “desbordar” el estado de alarma? Porque, o es innecesario –y entonces no hay problemas de constitucionalidad– o no lo es –y solo entonces podrá haber problemas de constitucionalidad–. Parece un juego de palabras, pero si bien se mira, es bastante simple.
Las contradicciones no acaban aquí, porque junto a lo anterior, se rechaza la prórroga del estado de alarma, que es la fórmula para someter a control parlamentario los extraordinarios poderes que está asumiendo el Gobierno central ¡mientras se reclama que se mantengan tales extraordinarios poderes! pero sin control parlamentario: es decir, la propia oposición da la impresión de que renuncia a controlar al Gobierno.
¿Por qué, entonces, el principal partido político de la oposición entra en este juego que tiene con el corazón encogido a media España, que teme una nueva subida descontrolada de la tristemente famosa “curva”, mientras la otra media se aterroriza pensando en la deriva autoritaria de dejar a un Gobierno sin control parlamentario? ¿Ocultará alguna estrategia mágica para salvar España? De momento, el señor Casado ha afirmado que hay que bajar impuestos y rectificar en lo concerniente a los ERTE y las medidas sociales, esas que ha implementado el Gobierno para paliar los terribles efectos de la pandemia. Pero, paréceme a mí, cual Sancho Panza, que bajar impuestos sin mayores matices y ampliar coberturas sociales, simultáneamente, solo tiene una posible salida: mayor endeudamiento, que habrá que pagar, finalmente, con impuestos.
Aunque, ciertamente, esta es ahora una cuestión secundaria. La principal es si el sistema de cobertura sanitaria y social, que con tanto esfuerzo se ha construido en estas semanas, se desmontará en el próximo pleno del Congreso. Y si se hace, no se engañen, no se hará por razones jurídicas.
El Estado español se define como un Estado de Derecho. Eso significa que es la racionalidad jurídica el tamiz al que ha de someterse la acción política, tantas veces tan irracional, tan voluntariosa, tan apasionada. El proceso es harto conocido: la voluntad política impulsa las leyes y la racionalidad jurídica las construye (o así debería ser); de modo que política y Derecho están íntimamente vinculados, como dos elementos inseparables para la organización de la sociedad, cuyo fin -no lo olvidemos- son las personas. Pues bien, la COVID-19 ha alterado tanto este camino entre la política y el Derecho, como nuestro orden habitual.
La semana pasada advertíamos sobre el debate abierto sobre la legitimidad de las medidas adoptadas frente a la COVID-19 y del propio estado de alarma. La estrategia política de trazo cubista de Pablo Casado, que se está desarrollando ante los medios de comunicación esta semana, parte de aquel debate y muestra un orden alterado en la relación entre política y Derecho.