Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Aromas y palabras
Cuando yo era un niño los libros olían a verdura recién cogida. Íbamos a casa de mis abuelos, al pueblo, y siempre traíamos algo de allí. Cosas que daba la huerta, leche, huevos. A veces, castañas o setas, si era temporada. Y yo rebuscaba goloso en aquella casona grandota un regalo que llevarme, un regalo que leer. Un Tintín, o uno de esos preciosos tomos de la Colección Austral, que tenían portadas llenas de color y páginas llenas de misterios. Lo atesoraba, así, lo llevaba por los alrededores, por esa cambera húmeda que estaba llena de musgo con forma de erizo, por las higueras, por las cercanías del pozo siempre vedado al chaval. Y luego, más tarde, pedía permiso y me lo traía. Venía siempre en una bolsa grande, una de esas de plástico que nunca se rompen, entre vegetales con aroma aún a tierra, a veces mojando un poco las páginas el rocío que se había quedado prendido, perlas hechas de cielo, en la curva bermeja de los tomates. Y así, cuando volvía a leerlo el libro olía a puerros, a terrones húmedos, a hierba recién cortada. Y se disfrazaba, por las buenas, de pueblo.
Hace tiempo leí sobre la sinestesia, que es la facultad que tienen algunas personas de asociar un estímulo sensorial a otro sentido diferente. En otras palabras, los sinestésicos pueden “tocar” los sabores, “oler” los números o “ver” la música. Me imagino que, como todo, tendrá sus puntos negativos, pero visto así me pareció una de las particularidades más hermosas que existen. La inmersión total en el mundo, la posibilidad de hacerse uno con él. Y recordé entonces los olores asociados a libros. La palabra irónica de Astérix (que entonces ni entendía como tal) llevaba aroma a manzanas ácidas y jugosas. O el adjetivo severo, preciso, de Baroja, que se disfrazaba en mi memoria de la sensación extraña, caricia untuosa de miles, que supone meter la mano en un saco de maíz recién desgranado. Sinestesia, claro.
Yo, que soy un poco simple, siempre acabo asociando los escritores de Cantabria con sensaciones sacadas de la experiencia propia. Supongo que es lo normal, lo que hace todo el mundo, pero la misma intimidad del gesto me lo disfraza de tesoro personal que nadie más posee. Tonterías, claro, pero hace ilusión. Yo, decía, termino viendo colores en los versos y palpando el tacto de las frases, a veces hechas con pelo suave de ternero, otras con escajos en flor.
A Cancio, por ejemplo, siempre lo veo enmarañado de brétema, apenas se le intuyen las estrofas por entre esa bruma especial que se le pone a los acantilados, y que es tanto nubes como agua, cielo como océano. A Cancio, digo, le huelen las letras a sal, le suenan las páginas a rumor periódico, furioso, de olas que juguetean allí abajo sin que podamos verlas. Y todo es blanco, pero de un blanco diferente, extraño, que parece de leche, y las cosas van más lentas, y donde hay sonido solo sentimos silencio. Y el día no es día, pero las palabras, sí, ellas, siguen. Y ese es Cancio.
Hay más, claro. Pepe Hierro se dibuja de día con viento sur, uno de esos con amaneceres de fuego, calor bochornoso y castañas cayendo en el bosque como si fueran gotas de lluvia gordas y pesadas, de un extraño color marrón telúrico. A Hidalgo, por el contrario, se le pone cara de jornada gris, de nubes bajas, de murria en las cocinas al calor del hogar. A Hidalgo se le tuerce el gesto en vaho saliendo de la boca, se le pega el cabello mojado al rostro. Y Llano… Llano huele a borona recién hecha, huele a bosque en otoño, huele a ráspanos recogidos en mitad del monte. Llano huele a lumbre, a páginas viejas que casi se quiebran al pasarse, huele a ganado tumbado en mitad de una braña. A eso huele, claro, al menos a mí.
Y luego están los cambiantes, los confusos. Como Guevara, en el que se escuchan tintinear las alhajas de la Corte pero donde, si escarbas un poquito, puedes ver el aroma cargado, el olor a vino blanco de barrica, que hay en cualquier taberna de su tierra. O Escalante, que se le pierden las estampas entre el tacto suave, flexible, de las mielgas aun húmedas y la aspereza de las piedras de la gran ciudad. O aquel Baldomero Villegas que para hablar de los hombres escribía de los espíritus, y para conocer a los espíritus buscaba respuestas en la política, que cosquillea en la nariz con molinos a medio derribar, con mareas creciendo, con soles y lunas. Ese.
A veces los sentidos se confunden, se toman unas vacaciones como algunos veranos en Cantabria. A veces ocurre. Otras no, otras se siente lo leído, se lee, solo, lo que se puede sentir. Y entonces, creo, las palabras saben mejor. Porque las palabras también tienen sabor. Abrir un libro y olerlo, gesto universal puede ser, también, una ventana al paisaje.
Cuando yo era un niño los libros olían a verdura recién cogida. Íbamos a casa de mis abuelos, al pueblo, y siempre traíamos algo de allí. Cosas que daba la huerta, leche, huevos. A veces, castañas o setas, si era temporada. Y yo rebuscaba goloso en aquella casona grandota un regalo que llevarme, un regalo que leer. Un Tintín, o uno de esos preciosos tomos de la Colección Austral, que tenían portadas llenas de color y páginas llenas de misterios. Lo atesoraba, así, lo llevaba por los alrededores, por esa cambera húmeda que estaba llena de musgo con forma de erizo, por las higueras, por las cercanías del pozo siempre vedado al chaval. Y luego, más tarde, pedía permiso y me lo traía. Venía siempre en una bolsa grande, una de esas de plástico que nunca se rompen, entre vegetales con aroma aún a tierra, a veces mojando un poco las páginas el rocío que se había quedado prendido, perlas hechas de cielo, en la curva bermeja de los tomates. Y así, cuando volvía a leerlo el libro olía a puerros, a terrones húmedos, a hierba recién cortada. Y se disfrazaba, por las buenas, de pueblo.
Hace tiempo leí sobre la sinestesia, que es la facultad que tienen algunas personas de asociar un estímulo sensorial a otro sentido diferente. En otras palabras, los sinestésicos pueden “tocar” los sabores, “oler” los números o “ver” la música. Me imagino que, como todo, tendrá sus puntos negativos, pero visto así me pareció una de las particularidades más hermosas que existen. La inmersión total en el mundo, la posibilidad de hacerse uno con él. Y recordé entonces los olores asociados a libros. La palabra irónica de Astérix (que entonces ni entendía como tal) llevaba aroma a manzanas ácidas y jugosas. O el adjetivo severo, preciso, de Baroja, que se disfrazaba en mi memoria de la sensación extraña, caricia untuosa de miles, que supone meter la mano en un saco de maíz recién desgranado. Sinestesia, claro.