Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
El Babel existencial y las trincheras ideológicas
Dice Silvia Rivera Cusicanqui que vivimos en un planeta tan diverso que ninguna lengua podría nombrarlo del todo e invita a “reptar” el planeta desde la diversidad abandonando esa penosa concepción bíblica acerca de la Torre de Babel que condena la diversidad lingüística, la diversidad en general. En el mito bíblico, Dios, soberbio como el que más, quiso impedir la edificación de la alta torre, para lo cual hizo que quienes la construían hablasen multitud de lenguas y no pudieran entenderse. En resumen, es la idea, que choca de plano con la realidad, de que hablando diferentes lenguas no podemos comunicarnos, y que, en definitiva, la diversidad es un castigo: monoteísmo y/o dogmatismo del Uno.
La visión monoteísta del mundo, que secularizada, transferida desde el ámbito teológico al terrenal, conlleva la creencia en verdades únicas, se lleva mal con la diversidad. Igual le ocurre al dogmatismo, no en vano son primos hermanos. Y cada vez somos más presas intelectuales de estos afanes doctrinales en casi todos los ámbitos, parece que se extiende el miedo a la diversidad y la obsesión por reducirla, sea o no necesario. Cada vez más súbditos, más o menos voluntarios, del criterio único y la receta fácil, exhibimos en todo tipo de debates un ansia desaforada por encontrar —y predicar— una Verdad única, casi de trinchera, que en buena parte de los casos no explica la realidad, que es tan polimorfa.
Así, si el dogmatismo religioso de antaño se ha ido trasladando a la política —como estudian detalladamente, entre otros, Carl Schmitt o Giorgio Agamben— hoy, en una situación de grave crisis civilizatoria como la que vivimos, empaña las reflexiones sobre casi cualquier ámbito de la realidad. Más allá de la política propiamente dicha, cada día más belicista y pandillera, impregna los intercambios sobre cómo criamos, amamos o nos relacionamos, cómo nos alimentamos, si viajamos y cómo, si nos gusta el campo o la ciudad, qué escuchamos, qué series vemos… El dogmatismo de la verdad verdadera, de la Verdad con aplastantes y cegadoras mayúsculas impregna todologías, consejerías y experticias diversas que inundan medios y redes dictando el dogma del momento, diciéndonos cómo vivir. Como si para tamaña empresa hubiera receta. Parece que se ha abierto la veda de la tele-prédica y cada vez son más quienes se consideran capacitados para decirnos qué hacer… en todo.
Sin duda hay muchas cuestiones personales que son políticas —de ahí el lema de las feministas radicales “Lo personal es político”— pero hiperpolitizar cada gesto y tratar de establecer constantemente cuáles son los modos de vida ‘correctos’, amén de correr el riesgo de ser puro y duro moralismo, da que sospechar acerca de nuestra capacidad para lidiar con la diversidad, nuestra aceptación de la pluralidad y variedad de comportamientos igualmente válidos, nuestra falta de cultura de reconocimiento de los demás y sus elecciones y criterios. Se siente crecer el tufillo de una simpleza identitaria que, hoy por hoy, es también una forma de venderse: la marca personal —el dichoso branding— neoliberal en la que todo ha de casar porque vendes lo que eres. Tal vez sea conveniente diferenciar el que todo sea político —abstracto— del pretender que todo pueda ser propiamente política —concreta—. Ahí queda para la reflexión.
«Las batallas culturales se ganan por cansancio», dice Toman Abraham, filósofo argentino: la cultura, a su juicio, no es algo en lo que se gane o se pierda, vale más por sus tensiones irresueltas que por sus victorias pírricas (La lechuza y el caracol). Las claves del discurso que exigen dichas batallas —dogmatismo, belicismo, extremismo… que no es lo mismo que radicalidad— reducen el campo de lo posible ostensiblemente y, si bien a veces resulta necesario, en otros casos es inútil y contraproducente. Una cosa es denunciar que no todo vale y esa libertad en clave de consumo que caracteriza el neoliberalismo, pero otra bien distinta caer en una especie de moralismo político que deniegue la libertad de la singularidad.
Los relatos patriarcales, racistas, homófobos, clasistas, aporófobos… deben sin duda ser combatidos, pero al lado de las grandes batallas culturales obligadas están aquellas que podríamos denominar “rencillas culturales” —que provocan guerras de pandillas— representadas por hilos de Twitter, libros, artículos o debates de moda en los que se pontifica con ínfulas políticas —a menudo excesivas— sobre el amor, la crianza natural o el reggaetón. Debates que hacen preguntarse si es necesario establecer un discurso hegemónico cultural, pongamos en la izquierda, y si no sería más útil dejar de tratar esos debates como “batallas culturales” y vivirlos como diálogos culturales, a secas, lo que viene a significar que no te corten la cabeza por opinar. Salir, en definitiva, de la lógica de adversarios que caracteriza el campo político y dejar que la cultura, el arte, el pensamiento o la existencia se traten en el fértil terreno de la cordialidad, la simpatía o incluso la amistad con el o la diferente.
Deberíamos comprender que no se puede establecer una hegemonía —fin de una batalla cultural— sin acallar el discurso del otro, sin silenciar, censurar y marginar, por lo que es necesario cuidar un espacio para los debates sin afán de cierre, los diálogos que introducen disonancia y disidencia, que gastan en esta noble tarea a lo loco y sin cálculo —de los nadie que debaten a artistas, científicas, filósofas, artesanos de todo pelaje… cualquiera que charla en común— y dejar ser, así, siempre que sea posible, a la diversidad, que es mucho más que el reducido mercado de ofertas neoliberal —que, por otro lado, recoge encantado el afán identitario y nos lo devuelve convertido en anuncio—. Entiendo que a menudo estos debates y sus consiguientes pontificaciones culturales surgen, bienintencionadamente, del afán de intervenir en el desierto de lo real neoliberal y del deseo de establecer pautas vitales, pero olvidan que, además de la política, existen la ética, el arte, la cultura…
Es un gran problema tratado en muy poco espacio: por ello, debo subrayar que nada más lejos de mi intención que defender la despolitización sino más bien lo contrario: darle su justo lugar a la política, ese lugar que le permita cumplir su misión de preservar las condiciones para que sea posible todo lo demás, y protegerla, de paso, de la banalización, del riesgo de que, siendo todo político, nada lo sea. Es una cuestión de medida.
Lo que nos une en luchas políticas es el común deseo de ser, y ser libres y en condiciones de equidad, algo que se consigue construyendo democracia económica y política. Pero, al tiempo, es importante dejar todo el espacio posible para que cada cual pueda decidir cómo vivir, perder el miedo a Babel y a convivir en la diversidad, que es la sal de la vida.
Dice Silvia Rivera Cusicanqui que vivimos en un planeta tan diverso que ninguna lengua podría nombrarlo del todo e invita a “reptar” el planeta desde la diversidad abandonando esa penosa concepción bíblica acerca de la Torre de Babel que condena la diversidad lingüística, la diversidad en general. En el mito bíblico, Dios, soberbio como el que más, quiso impedir la edificación de la alta torre, para lo cual hizo que quienes la construían hablasen multitud de lenguas y no pudieran entenderse. En resumen, es la idea, que choca de plano con la realidad, de que hablando diferentes lenguas no podemos comunicarnos, y que, en definitiva, la diversidad es un castigo: monoteísmo y/o dogmatismo del Uno.
La visión monoteísta del mundo, que secularizada, transferida desde el ámbito teológico al terrenal, conlleva la creencia en verdades únicas, se lleva mal con la diversidad. Igual le ocurre al dogmatismo, no en vano son primos hermanos. Y cada vez somos más presas intelectuales de estos afanes doctrinales en casi todos los ámbitos, parece que se extiende el miedo a la diversidad y la obsesión por reducirla, sea o no necesario. Cada vez más súbditos, más o menos voluntarios, del criterio único y la receta fácil, exhibimos en todo tipo de debates un ansia desaforada por encontrar —y predicar— una Verdad única, casi de trinchera, que en buena parte de los casos no explica la realidad, que es tan polimorfa.