Cantabria Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
Feijóo confía en que los jueces tumben a Sánchez tras asumir "los números"
Una visión errónea de la situación económica lleva a un freno del consumo
OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

Basurotopía

La acumulación de desechos dejados por los amantes del ocio natural (rásguense las vestiduras aunque no sean nudistas) en la costa de Liencres me parece una siniestra réplica a los depósitos intermareales. Ya no hace falta que el océano nos devuelva lo que vertemos después de haberse envenenado con lo orgánico. Hasta hace pocas décadas, esos regresos se veían como fuentes de enigmas e incluso recordaban epístolas embotelladas y lacradas con mimo o desesperación. Luego empezaron a ser preocupantes y han llegado a asfixiar las playas en competencia con las medusas sobrealimentadas por los vertidos de nitratos.

Entre esas dos percepciones, de los pecios románticos al caos todavía calmo, está el cortometraje filmado por Chris Marker (con John Chapman y Frank Simeone) en 1981 sobre los trabajos de varios artistas desconocidos con objetos traídos por las corrientes a las marismas de Emeryville (California, USA) y expuestos en el mismo paisaje. Junktopia, se titula la película: Basurotopía.

Lo descubrí hace años, cuando intentaba comprender las leyes de las mareas, labor imposible para mí. Sólo entendí que, desde la ciencia, como en la geopolítica, la mar no es la misma para todos, pero me consolé con esos seis minutos de cine sin voces añadidas: según el director, “habiendo abusado en el pasado del poder del comentario-dirigente, he intentado devolverle al espectador su comentario, es decir, su poder”.

En 1981, los objetos abandonados en la bajamar todavía invitaban a la reflexión (no sólo a la ira) y las aguas aún podían limar botellas de vidrio hasta formar toscas bisuterías, y los artistas de algunas costas y momentos no habían agotado ni la satisfacción existencial del anonimato ni el placer de medio ocultar sus actos en el pantano. “Artistas no identificados habían dejado sin que nadie lo supiera esculturas realizadas con objetos lavados por la mar”, cuenta el cineasta.

Un objeto encontrado puede ser convertido en arte por la simple exposición (manda el contexto) o una manipulación que cambie su aspecto o desplace su significado sin borrar su identidad. Una mímesis de plástico rojo o una red de arandelas de cerveza pueden salvar corales y tortugas. Abundan los ejemplos, aunque el inconformismo suele ser desactivado mediante los suplementos culturales, los interpretadores, el dinero, los márgenes, el sistema educativo, la accesibilidad, los contenedores y el narcisismo mal resuelto de muchos artistas y sus públicos. En Santander, por ejemplo, cerca del muelle de Albareda, donde casi todo parece fuera de lugar, se muestran los efectos del contexto sobre las propias vanguardias.

Veo las fotos de Liencres y me acuerdo de aquellas instalaciones lejanas abordadas al atardecer con objetos de la cosecha marina. Pero aquí la suciedad ha llegado del interior y no ha sido relavada por el salitre. La marea es humana y motorizada, una pleamar de botellón, gasolina y polietileno. Los objetos no han sido pulimentados por las falsas ondulaciones del oleaje. Tampoco hay recolectores, ni obligados ni voluntarios, ni arrepentidos de su guarrería ni estimulados por la idea de darle otra forma al mundo aunque sólo fuera en un arrebato efímero que acabara cediendo ante el viento o la resaca: los vagantes anónimos serían derrotados por la masa.

Es mucho mejor para el mar y el ecosistema que toda esa mierda se haya quedado en la costa sin dar un rodeo oceánico, sin viaje que le imprimiera el carácter maléfico o aventurero de lo que devuelven los abismos o los sargazos. Pero es peor para la estética, o sea, para la inteligencia: es otra victoria de la estupidez. Se queda en baja literatura de columna periodística más larga y pesada que la obra maestra del cine que sirve de pretexto para dar una débil batalla contra la miseria del ocio.

La calma del reciclaje expuesto sin palabras contrasta con el ruido que dejan intuir las imágenes cercanas. Los objetos reubicados y reestructurados del film, algunos devueltos a las olas y el viento, primer artista cinético, arrastran la inquietud de una belleza automática, de máquinas sin tripulación. En Liencres, los coches arañan las dunas con la furia de un paisajista alienado.

La acumulación de desechos dejados por los amantes del ocio natural (rásguense las vestiduras aunque no sean nudistas) en la costa de Liencres me parece una siniestra réplica a los depósitos intermareales. Ya no hace falta que el océano nos devuelva lo que vertemos después de haberse envenenado con lo orgánico. Hasta hace pocas décadas, esos regresos se veían como fuentes de enigmas e incluso recordaban epístolas embotelladas y lacradas con mimo o desesperación. Luego empezaron a ser preocupantes y han llegado a asfixiar las playas en competencia con las medusas sobrealimentadas por los vertidos de nitratos.

Entre esas dos percepciones, de los pecios románticos al caos todavía calmo, está el cortometraje filmado por Chris Marker (con John Chapman y Frank Simeone) en 1981 sobre los trabajos de varios artistas desconocidos con objetos traídos por las corrientes a las marismas de Emeryville (California, USA) y expuestos en el mismo paisaje. Junktopia, se titula la película: Basurotopía.