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Las calles de la emoción

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En los círculos politizados suele aparecer en la discusión el tema de “las calles”. “No dejar las calles al adversario (que siempre es enemigo)”, “tomarse las calles”, “activar las calles”. Las calles, mientras tanto, asisten estupefactas a los estallidos emocionales que no vienen sólo con la primavera.

Las calles… ¡ay, las calles! Efectivamente, han sido históricamente un lugar de disputa. Ya Napoleón III lo entendió y transformó París para que su callejero no favoreciera la revuelta popular ni el escondrijo clandestino. Ya lo entendió el régimen del dictador Francisco Franco, que puso en marcha una maquinaria para reescribir la historia con un callejero plagado de sus héroes, con un inmenso esfuerzo monumental que invisibilizó el disenso y con una estrategia de vivienda que concentró a los adeptos al tiempo que expulsaba a los extraradios a los revoltosos. Ya lo saben algunos de los peores urbanistas del momento, que condenan boleras y espacios de encuentro ciudadano a cambio de explanadas de cemento donde sentarse es un acto de negación del vecindario.

Las calles siempre han sido campo de disputa entre las multitudes convocadas por la hagiografía del poder político, de la iglesia católica o de las fiestas vacías de sentido y las manifestaciones de la clase trabajadora, los sectores periféricos de la sociedad y las explosiones callejeras de los nadie (siempre menos violentas que el poder pero siempre criminalizadas al extremo por el mismo).

Este 1 de mayo hemos visto esa disputa, aunque sin pisarse los callos, y  hemos constatado que las calles son de la emoción no mediada por la razón. Coincidieron en el tiempo la manifestación del Primero de Mayo y las celebraciones del ascenso desde el infierno al infiernito de Racing de Santander. En la primera, 3.000 personas que parecían fantasmas de una fiesta clandestina. En la segunda, un par de decenas de miles de forofos que, tras años de ausencia de los estadios, han sido animados por los medios de comunicación a celebrar una fiesta que muchos de ellos y ellas no merecían. Gana la emoción sin razón. Porque la razón diría que en tiempos de grave crisis económica, empleos precarios, servicios impagables e incertidumbre familiar, las masas deberían salir a reclamar derechos, igualdad, salarios dignos y políticas que cierren la brecha. Pero no es así. Las calles hace tiempo que se vaciaron de sentido común y ya parecen estar sólo para celebraciones deportivas, procesiones de Semana Santa o maratones de cualquier índole. Las manifestaciones defendiendo o reclamando derechos son sólo marginales, necesarias para justificar que vivimos en democracia –eso sí-, pero absolutamente marginales en una sociedad donde la participación sólo se conjuga en forma de espectáculo.

Esta realidad no es casual. La conversión del ciudadano en consumidor y en espectador ha sido trabajada con ahínco en las últimas décadas; la falta de resultados de la protesta popular (véase el efecto inocuo de las masivas manifestaciones contra la invasión de Irak en 2003 o los resultados escasos de las inmensas movilizaciones del 15M); la estigmatización de la participación política con descalificaciones permanentes ante toda personas que apueste por el sindicalismo, el asociacionismo o por lo colectivo; la división torticera de la sociedad entre las “masas silenciosas” de ciudadanos de bien –Mariano Rajoy dixit- y las gentes revoltosas –y peligrosas- de Rodea el Congreso; el diseño urbanístico que prima los vehículos frente a las personas o que aísla a la población en urbanizaciones periféricas (sólo unas 9.500 personas habitaban el centro de Santander en 2021, algo más del 5% del total de la ciudad)…

Nada es casual, tampoco el estallido de fervor racinguista, alimentado por los mismos corifeos que hace unos meses no daban ni un euro por el equipo que ahora santifican. Las emociones se alimentan, las razones son más complicadas de construir. Si los mismos medios de comunicación que han armado el show futbolístico hubieran empujado la protesta ciudadana, la disputa sería diferente. Se puede constatar con la tendencia de esos medios a subirse a algunas causas que nacen en los márgenes del sistema y que ellos terminan por fagocitar: desde la lucha contra el cambio climático a la manifestación del 8M, del Orgullo Gay a la solidaridad con Ucrania. Eligen bien esas causas, eso sí. No hay un clima que favorezca el apoyo a la imprescindible independencia del Sáhara Occidental o a la liberación de los territorios ocupados de Palestina; tampoco se les ocurre impulsar la lucha contra la transfobia o las campañas para el boicot al consumo de la carne procedente de la ganadería intensiva.

Vivimos en la época de la emoción y eso supone que pensar crítico o que apelar a las razones parece ser un ejercicio suicida. Cualquier discurso argumentado parece un “rollo” y las emociones galopan a golpe de lema publicitario, de tweet contundente, o de pancartas que parecen sacadas de Mr. Wonderful. Ya saben, el “pensamiento positivo” que en realidad supone el vacío del pensamiento. Las emociones que están de moda son las que no duelen, las que nos llevan a la celebración, las que generan endorfinas de tribu pero no redes de complicidad. Celebrar y festejar es maravilloso, pero, al tiempo, habría que defender lo pocos derechos reales que nos quedan porque, de no hacerlo, un día amaneceremos y no habrá pensamiento positivo que nos salve del precariado.

Ninguna realidad es casual. Lo que respiramos en nuestras calles, tampoco.

En los círculos politizados suele aparecer en la discusión el tema de “las calles”. “No dejar las calles al adversario (que siempre es enemigo)”, “tomarse las calles”, “activar las calles”. Las calles, mientras tanto, asisten estupefactas a los estallidos emocionales que no vienen sólo con la primavera.

Las calles… ¡ay, las calles! Efectivamente, han sido históricamente un lugar de disputa. Ya Napoleón III lo entendió y transformó París para que su callejero no favoreciera la revuelta popular ni el escondrijo clandestino. Ya lo entendió el régimen del dictador Francisco Franco, que puso en marcha una maquinaria para reescribir la historia con un callejero plagado de sus héroes, con un inmenso esfuerzo monumental que invisibilizó el disenso y con una estrategia de vivienda que concentró a los adeptos al tiempo que expulsaba a los extraradios a los revoltosos. Ya lo saben algunos de los peores urbanistas del momento, que condenan boleras y espacios de encuentro ciudadano a cambio de explanadas de cemento donde sentarse es un acto de negación del vecindario.