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Calles

Hay calles que recuerdo de memoria. ¿Cómo no hacerlo? Si es ahí donde ocurre la vida, en la calle, entre balonazos, goles de pared, no tires que viene un señor, semáforos, bancos, discusiones, cigarros a escondidas, trágate el humo y tose, charcos, botas de agua, la infancia, la adolescencia y ese periodo que se llama madurez y que empieza cuando unos niños dejan de jugar a la pelota cuando el señor que viene eres tú.

La primera calle que recuerdo es mi calle, una calle estrecha donde las madres te enseñan desde muy pequeño que hay que pegarse bien a la pared cuando viene un coche, una calle parecida a todas, que se adentra tranquila en una pequeña plazoleta por la que hace muchos años discurría un pequeño barranco producido por la erosión y los aguaceros. Por eso la calle se llama calle Barranco. Una asociación de ideas muy sencilla. Ningún misterio.

En Madrid tuve muchas calles. La primera de todas fue la calle del Pez, nombre curioso y acuoso que quizá se deba a vaya usted a saber qué pez o qué cosa que pasó por allí. Viví en ella durante un año y, aunque la memoria se desgasta, recuerdo el estanco, la boca de metro junto a la delegación del Ministerio de Justicia y también el estudio donde me hice mi primer tatuaje. Desde la calle del Pez uno se planta en cinco minutos en Malasaña, donde también tuvimos calles, calles de amigos, bares y noches largas que olvidábamos durante el camino de vuelta a casa.

Recuerdo calles al azar en Roma, en Lisboa, en Palma de Mallorca, en La Valeta, en Granada, en Jaén, calles donde solo estuve de paso, con nombres de santos, de reyes, de fechas que sus habitantes se resisten a olvidar, calles con nombres sonoros y contundentes. Strasse, street, rúa. Vías, avenidas, bulevares, callejones. Y en cada una de esas calles un pequeño pedazo de mundo, un recuerdo.

En Santander, durante un año y medio, viví en la calle de San Fernando, una calle que había que explicarle a las visitas, que nunca entendían por qué la acera de enfrente era una calle distinta, la calle Vargas, cerca de la calle de la Falange Española, junto a la plaza de Numancia, donde las escaleras mecánicas te llevan hasta la calle del General Dávila, el militar franquista que puso cerco a la ciudad durante la Guerra Civil y la hizo capitular el 26 de agosto de 1937 rechazando la rendición de sus defensores.

Nada más entrar en Santander, Dávila ordenó la detención de 17.000 personas. Para alojarlos convirtió en prisiones la Plaza de Toros de Cuatro Caminos y el Palacio de La Magdalena. Se calcula que alrededor de 1.200 personas fueron fusiladas en las semanas posteriores y cerca de 800 murieron en “circunstancias irregulares”, el eufemismo con el que se consignaban en los archivos oficiales los paseos nocturnos a la luz de los disparos de los fusiles; otras 64 murieron en el campo de prisioneros de Mauthausen y casi 400 lo hicieron en las cárceles franquistas.

Una ciudad no debería entregar sus calles a hombres como el general Fidel Dávila. Una ciudad, después de todo, no es más que sus calles, y tiene la obligación de mantener limpio el espacio físico pero también emocional donde transcurre la vida de sus habitantes con nombres que no merecen más recuerdo que el de los libros de historia. ¿Cómo puede uno besar por primera vez a una chica debajo de una placa municipal que conmemora a un general golpista?

Esta semana el Ayuntamiento de Santander ha aprobado el cambio de denominación de seis calles para cumplir con la Ley de Memoria Histórica. Lo curioso es que sobre la mesa hay una propuesta que incluye veinticuatro nombres asociados a la Guerra Civil y al enaltecimiento de sus vencedores, lo que significa que dieciocho de ellos seguirán en el callejero hasta nueva orden. Y el géneral Dávila, héroe del bando sublevado y ministro de Franco durante doce años, continuará aupado sobre su placa para recordar a los santanderinos que fue él quien se encargó de liderar, personalmente, el asedio que arrancó la democracia de la ciudad durante cuarenta años.

Hay calles que recuerdo de memoria. ¿Cómo no hacerlo? Si es ahí donde ocurre la vida, en la calle, entre balonazos, goles de pared, no tires que viene un señor, semáforos, bancos, discusiones, cigarros a escondidas, trágate el humo y tose, charcos, botas de agua, la infancia, la adolescencia y ese periodo que se llama madurez y que empieza cuando unos niños dejan de jugar a la pelota cuando el señor que viene eres tú.

La primera calle que recuerdo es mi calle, una calle estrecha donde las madres te enseñan desde muy pequeño que hay que pegarse bien a la pared cuando viene un coche, una calle parecida a todas, que se adentra tranquila en una pequeña plazoleta por la que hace muchos años discurría un pequeño barranco producido por la erosión y los aguaceros. Por eso la calle se llama calle Barranco. Una asociación de ideas muy sencilla. Ningún misterio.