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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala
Sobre este blog

Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Cantabria, del país a la provincia: el nacimiento de 'larregión'

Uno de los mapas sobre cultura montañesa que publicaba 'La Voz de Cantabria' en 1933.

Diegu San Gabriel

Suelo compartir, en fondo y redes, el trabajo que hace Desmemoriados por la memoria histórica de nuestra tierra, con un enfoque independiente que pone en valor la versión de las clases populares cántabras, tradicionalmente silenciadas. Por eso me ha sorprendido y decepcionado su última aportación, El nacimiento de una región: los orígenes de la autonomía de Cantabria, que básicamente se limita a reproducir la versión oficial sobre la cuestión, ocultando actores, acciones y realidades que yo sí quisiera que se pudieran visibilizar. Y lo haré en tres escritos: éste más centrado en la existencia de una conciencia de pueblo premoderna, otro sobre el republicanismo federalista y el proyecto de 'País Cántabro' durante la II República, y finalmente un tercero sobre aquellos que quisieron ir más allá de una Autonomía 'de segunda' durante la Transición.

Básicamente, el artículo de Desmemoriados bebe de una única teoría que se ha impuesto en buena parte del Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Cantabria, y que, con cuestionable selección de fuentes y argumentación, viene publicando desde una posición que, en su versión más extrema, se demuestra simple y llanamente falsa: que hasta la llamada Transición, “siempre que se planteó la cuestión regional en Cantabria, se estableció desde una perspectiva castellanista” (Suárez Cortina en Casonas, hidalgos y linajes: La invención de la tradición cántabra, pág. 133). Así, tras la muerte del dictador, en una explicación que hace aguas por todas partes, se habría creado todo un ente autonómico sin aparente respaldo, sin existir prácticamente nada antes y pese a que (aunque en esto no suele hacerse hincapié) los oligarcas centrales y provinciales fueron activamente contrarios a ello, como puede comprobarse analizando la composición de ACECA (en Cantabria es Castilla de J. M. Codón) o la autodefinición de la AICC como una asociación “formada por políticos, comerciantes y constructores”.

El escrito además se publicaba mientras diversos movimientos sociales conmemorábamos la junta constitutiva de la Provincia de Cantabria en Puente San Miguel el 28 de julio de 1778. No porque compartamos ninguna idealización de la sociedad antiguorregimental, ni creamos que el origen de las instituciones autonómicas esté ahí, sino porque ponemos en valor que, en el contexto del siglo XVIII, frente al avance de los grandes señoríos y del unitarismo de la monarquía española, desde los concejos abiertos y con planteamientos que incluían la defensa de políticas comunalistas, de la economía comunitarista, de la especificidad local o del acceso a la Educación, se denunciara la pobreza de las clases populares del país, el abuso del diezmo y las contribuciones a las fábricas reales, así como la imposición de servir en el ejército español.

Tampoco el título nos parece casual, ni acertado. Para no quedarnos en el carácter extemporáneo e inadecuado de la terminología empleada, nos limitaremos a citar el artículo 'Larregión' de mi apreciado Javier Lezaola y a acudir al fondo de la cuestión: la Comunidad Autónoma de Cantabria no puede ser una creación voluntarista desde la nada, entre otras cosas, porque la propia legislación vigente exigía, además de un apoyo representativo superado amplísimamente, “elementos históricos y culturales” (artículo 143). No en vano, Cantabria se define estatutariamente como 'comunidad histórica'. Pero aquí no vamos a incidir en que conformara entes políticos pretéritos, pues para eso ya se elaboraron informes durante el proceso autonómico, sino en lo popular: en si hay una comunidad humana que, fruto de una evolución histórica común, comparte una serie de rasgos culturales, con conciencia de tal. Y lo haremos abusando quizá de citas literales, para corregir por vía directa la idea de que el uso del corónimo Cantabria y su concepción como país no fue relativamente habitual mucho tiempo antes del “nacimiento de la región”.

Diferenciar entre pertenecer y ser, valorar el sentimiento popular

Diferenciar entre pertenecer y ser, valorar el sentimiento popular La no existencia de un reino cántabro medieval y la dependencia, total o parcial, de las monarquías asturiana, leonesa, castellana o navarra, se suele utilizar como un argumento para debilitar la identidad y/o la entidad del pueblo cántabro, en una historiografía que tiende a ser contada 'desde arriba' y una sociedad que, en consecuencia, ha aprendido Historia a base de memorizar líneas sucesorias.

A partir de la integración del territorio en monarquías ajenas, la denominación de Cantabria se desvanece en las fuentes, adquiriendo protagonismo entonces comarcas históricas como Liébana, Campoo o Trasmiera. Sin embargo, sobrevive una concepción geográfico-cultural que, continuando en términos generales la territorialidad del antiguo pueblo cántabro, comienza a ser conocida como “Peñas Amaya hasta el Mar” o “La Montaña”, y que, perteneciendo a la Corona de Castilla, siempre tuvo conciencia de conformar una realidad diferenciada en ésta.

Esto es algo fácilmente rastreable aún hoy, simplemente preguntando a nuestros mayores o consultando la hemeroteca. Ya en 1522, Antonio de Guevara discriminaba claramente los territorios y personas de La Montaña y Castilla. En 1793, las Noticias de la Pesca del Puerto de Santoña describen las villas de Laredo y Santoña como cercanas a “las montañas que dividen aquel país de Cantabria del de Castilla”. El propio Menéndez Pelayo, al que citaba Desmemoriados, hablaba en su juventud de “la ilógica división que a los montañeses nos liga a Castilla, sin que seamos, ni nadie nos llame castellanos”. Elías Ortiz, en su Guía de Santander (1930), explicaba que “no sin motivo, los hijos de esta tierra, con natural instinto, llaman castellanos a los nacidos en las llanuras que se extienden más allá de las montañas cántabras y se aplican a sí mismos el apelativo de montañeses”.

La misma realidad se percibía desde fuera, como reflejara el soriano David Ranz Lafuente, vinculado a Camargo durante el primer tercio del siglo pasado: “Al encontrarse en La Montaña sufre una gran decepción quien se haya dejado influir por la denominación castellana que se da a esta provincia. Santander es lo menos castellana que se puede ser. Al interés público y económico de Castilla habrá convenido y convendrá que Santander pertenezca a Castilla; pero esta provincia geográficamente considerada no es Castilla. Los naturales no se consideran como tal. El industrial de Palencia o el maestro de Soria que tenga la suerte de establecerse en estas tierras pintorescas y ricas tendrán que sufrir, con orgullo, el dictado de 'castellano'”. 

Pudiera ser un caso casi único en la Península ibérica, sólo comparable al proceso histórico del territorio vasco, que una colectividad humana sin estructura política que lo unificara, haya conservado durante tanto tiempo una identidad cultural que trascendiera las rayas administrativas en que se repartía. Vecinos de Peñamellera, La Pernía, Espinosa, el Valle de Mena o Sedano se reconocían hasta tiempo reciente como montañeses y cántabros. Otro citado, el profesor José Ortega Valcárcel, señala en su obra el sentimiento popular “de pertenencia a un país adscrito territorialmente a diversas jurisdicciones”, a través de un “sustrato profundo que mantiene vigente el conocimiento de la identidad real de Cantabria en los territorios [montañeses] modernos”.

También se va desarrollando una conciencia de continuidad histórica, que a mediados del siglo XIX estará ya consolidada. Por ejemplo, en 1861, el Eco de Cantabria, en un artículo de Francisco Juan de la Piedra sobre los pasiegos, dice que “en un tiempo lo llamaron La Cantabria, luego Asturias de Santillana, después el Bastón de Laredo, y por último La Montaña, o provincia de Santander”. En el mismo sentido se refería en 1867 Manuel de Assas al país “que se denominó Cantabria y hoy Montaña o provincia de Santander”.

La adscripción de la emigración

La adscripción de la emigraciónOtra forma sencilla de valorar el sentimiento de la comunidad humana que aquí habitaba es comprobar cómo se agrupaba al marchar fuera. Desde el siglo XVII, quienes embarcaban rumbo a lejanas tierras se identificaban como montañeses. En su destino, se agruparon en centros propios, e incluso en varios casos (Cádiz, La Habana, Buenos Aires) se reconocían como cántabros en su denominación y publicaciones.

En 1820, Félix Cavada hablaba así en Madrid del arraigo de sus paisanos: “A pesar de verse separados de este país sus individuos por muchos años y largas distancias, el amor que siempre le profesaron fue en aumento hasta llegar a posponer su propia sangre [...] siempre honrado el cántabro nunca olvida su choza, las disputas de sus concejos y los sitios deliciosos que en su infancia recorría”.

La Provincia de Cantabria: por fin administración propia

La Provincia de Cantabria: por fin administración propiaSerá en el siglo XVIII cuando el país montañés, fragmentado administrativamente, articule ese interés en sucesivas intentonas (1727, 1728, 1732, 1754, 1778) para construir un ente político propio, recuperando el ancestral corónimo de Cantabria a la hora de denominarlo.

Las propias actas de la Provincia cántabra, recogen que “debía oponer para embargar la aniquilación del pobre país de La Montaña, el cual no atendido en sus reclamaciones vendrá a ser un país inculto [...] somos el juguete y la caja sobre el que arbitrariamente libran el Intendente de Burgos, el Capitán General de Castilla, su Intendente de Ejército o cualquiera de los ministros del despacho”.

En 1798, Jose Manso Bustillo, casi como colofón a su memorial sobre el Estado de las Fábricas, había advertido que “haría el colmo de la felicidad de este país su separación de la provincia de Burgos, según la Naturaleza la señala por una cordillera de Montañas elevadísimas [...] la Naturaleza ha marcado del modo más evidente esta separación...” enumerando diferencias climáticas y económicas, pero también “en las costumbres y opiniones”.

Aún en 1814, Pedro García Diego recoge en Burgos que “aquel distrito pide esta determinación y ser gobernado inmediatamente por autoridades propias, y el que lo conozca debe confesar esta verdad por unos principios que no admiten falencia: clima, costumbres, producciones. Todo es diverso en Castilla y La Montaña, y hasta en nuestra legislación, desde el tiempo de los Reyes Católicos, la parte del Ebro al mar, que son las Montañas de Santander, se ve considerada como un distrito que pide independencia y gobierno particular”.

El contrapeso borbónico y burgués: la Provincia de Santander

El contrapeso borbónico y burgués: la Provincia de SantanderSin embargo, todos estos intentos de construcción desde las entidades locales y comarcales cántabras se verían cortocircuitados, además de por sus propias dificultades endógenas, por la creación borbónica de la Provincia de Santander en el primer tercio del siglo XIX, que responde, como ha señalado Ramón Maruri, al “decisionismo estatal”; en tanto fue impulsada de espaldas a las entidades propias del territorio y sin atender a sus intereses, que tendían más a la defensa de sus viejas estructuras comunitaristas que a la liberalización y centralización del contexto.

El nuevo régimen, a imitación del modelo francés, optó por bautizar en 1833 las provincias con el nombre de la capital, borrando las denominaciones históricas. Doce años antes, el diputado Lagrava plasmaría así en las Cortes la voluntad uniformizadora y centralista del Régimen, ejemplificando con el caso cántabro:

“[...] la terrible oposición que han de hacer a estas saludables reformas algunos pueblos, únicamente porque se les despoje del nombre. Se me dirá que esta cuestión es de poco momento, que es cuestión de voces; pero será sin contar con que las simples voces causan también muchas veces efectos reales y funestos. Todos saben que las palabras tienen la más íntima unión con las ideas y el mayor influjo de ellas; y de consiguiente fijando la nomenclatura daremos un grado más de sencillez al sistema de división territorial [...] O estos nombres ilustres, que según la comisión llevan consigo tantos recuerdos gloriosos, y que tanto excitan el noble pundonor de los pueblos, son compensables con otro título glorioso, cual es el de español, o no.[...] Si, como yo creo, estos nombres por gloriosos que sean pueden compensarse superabundantemente con el de español, en tal caso esos nombres antiguos resérvense a los documentos históricos, pero quítense para siempre de los legales, donde causan tanta confusión, como se ha hecho con los de Bretaña, Borgoña y Normandía, que no eran menos gloriosos para la Francia, la cual debe en esta parte servirnos de modelo. [...] ¿Cuál es el objeto de las Cortes? Designar las partes integrantes del territorio español, para que jamás pudiesen desmembrarse. [...] Así se conseguirá evitar mil representaciones y solicitudes como la de Santander, que pide se le ponga el nombre de provincia de Cantabria, y otras por el mismo estilo”.

Lamentablemente, referencias históricas como ésta, sumamente explicativas no sólo de nuestro pasado sino también de nuestra realidad presente, son dificilísimas de encontrar publicadas en Cantabria.

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