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La carcundia y el Centro Botín

Anda estos días la carcundia santanderina escandalizada porque les han quitado no sé qué de unas vistas. Que posee su ironía, oigan. A muchos niveles. Ya verán, ya.

La carcundia santanderina es que tiene estas cosas. Ustedes seguro que les conocen, porque incluyen una serie de características que los pinta como inconfundibles. Ellos pasean, nunca caminan. Escrutan y desaprueban, jamás miran. Gafas de sol, jersey al hombro, caracolillos (si queda pelo) en la nuca. Siempre de punta en blanco, por el qué dirán. Pulseras, muchas, alguna cadena incluso. Saludando con gesto torvo, serio, salvo que deseen hablar con una de esas personas-a-las-que-hay-que-conocer, entonces todo efusividad, sonrisas blancas, arruguitas alrededor de los ojos.

La carcundia acude a los toros en la Feria de Santiago porque hay que mantener las tradiciones, pero llamará cateto a todo aquel que lleve albarcas. O pito y tambor. O camiseta, vaya. De vez en cuando regalan una mirada nostálgica al Palacio de La Magdalena, por si sorprendiesen de nuevo al rey Alfonso XIII persiguiendo a alguna señorita del servicio. Aquellos sí eran buenos tiempos, coño, visionando porno de calidad junto al egregio coronado. Ojalá volviesen. Y así.

Pues bien, muchos de esos (tampoco todos, no es cosa de generalizar, ejem) andan pelín escocidos porque donde antes había vista diáfana de la Bahía (principio y final de Cantabria, alfa y omega, eje vertebrador de una forma de entender el universo) se alza ahora la casa de los ligues del entrañable Troy McClure, ese simpático personaje animado de los Simpson a quien recordarán de otros artículos como 'Cuando tu atractivo ya no te basta, Quimby'. Lo llaman el Centro Botín, y cuentan que ha venido desde un futuro mejor para llevar la vida cultural de la zona hasta niveles jamás imaginados.

Aclaremos un par de puntos. El que es escribe es un completo, y gozoso, ignorante de eso que llaman arte contemporáneo. Cuando le da por ponerse cínico incluso afirma, sin atisbo alguno de rubor, que el mundo sería un lugar más agradable (o, como poco, tendría menos imbéciles) si el idiota de Andy Warhol hubiese dedicado su vida a… no sé, el macramé. Claro que al menos él hizo lo de Lou Reed. Punto para Andy. Lo que quiero decir es que a mí el edificio, de por sí, me parece feo, y creo que en relación a lo que le rodea es como si pusieran ustedes una cabaña pasiega en mitad de Manhattan. Raro, aunque podría funcionar si engañan a un número suficiente de snobs para que la visiten. Todo es probar.

Y no tengo claro que la impresión mejore con las obras expuestas en el interior, aunque ojalá me equivoque. Porque al final, como todos, acudiré a ver algo en algún momento, ¿no? Algo acabará interesándome, e incluso algo aprovecharé aunque de primeras no me llame (la sorpresa es un enorme placer). Solo espero que cuando ocurra no tenga que aguantar demasiados discursos pedantes y vacuos. O una cosa o la otra, pero las dos no, por favor…

Pero a lo que íbamos de la carcundia, porque termino divagando. Que les quitan las vistas, a los mi pobres. Y luz, un montón de luz, toneladas de luz (¿la luz se mide en toneladas?). Lo relajante que era aquella visión antaño, y lo que estresa ahora. Y ya no se puede mirar a gusto todo el asunto de la mar brava en días de sur, ni la otra orilla, ni el Picu Llen. O Peña Cabarga, vaya. Nos roban nuestros paisajes, lo único que nos queda a estas alturas. Lo que siempre estuvo ahí, desde que el mundo es mundo y en Portus Victoriae desembarcó Augusto.

Solo que no, curiosamente. Que el aspecto de la Bahía ha mutado mucho en los últimos tiempos, aun más si nos vamos un par de siglos atrás. Como que antes era el doble de grande, y donde hoy hay prados antaño hubo, sobre todo, bosques. Pero vayan a explicarle eso a la carcundia. Si ya Gerardo Diego (que era un gran pusilánime, seguramente el mayor pecado en el que puede caer un poeta) se quejaba de que le había erizado Peña Cabarga y no era tan bonita como antes. Si vuelve Galdós qué se va a pensar al ver ese horror allí. O Alfonso XIII, vaya. Ni porno ni nada. Toda una vergüenza.

En su descargo hay que decir que la opinión sobre los “elementos externos que surgen del agua y me arruinan la bonita vista” no es siempre la misma. Aun se recuerda cómo puso el grito en el cielo el anterior máximo cargo de la ciudad (hoy fomentado en Madrid, aunque no es descartable que lo estiben de vuelta un día de estos) cuando algún ayuntamiento de la parte sur de la Bahía osó plantear la posibilidad de colocar aerogeneradores en su término territorial. Anatema, locos, bachi-buzuk, insensatos. Ahí sí que importaba la estética, mira tú, que no me vas a comparar el atardecer con aspas de molino al fondo. Y nosotros vivimos del turismo, joder, que a veces no queremos entenderlo. Igual hasta ni vienen los del barco.

Y lo mismo cuando se plantea la (periódica) cuestión del puente que comunique Santander con Cudeyo. También acusaciones de insania absoluta. Claro que si el asunto es hacer un enorme dique para que el mar (ese intrépido enemigo) no se lleve arena de una playa que ya no es playa (porque las playas tienen arena, y si te tienen que reponer tan sagrado material año tras año es que ni tienes ni vas a tener esa condición de cara al futuro) entonces, pues oigan, ahí no hay estética que valga. Que será más importante el tema de la playita, ¿no? Aunque desgraciemos la biología del lugar, y las corrientes y todas esas cosas tan de hippies.

Pero vamos, que la cosa es quejarse. Y que bien haría la carcundia en acostumbrarse al asunto, porque no parece que haya marcha atrás. Claro que esos mismos serán quienes, en diez añitos, digan que el Centro Botín estuvo ahí de toda la vida, y que cómo ha mejorado la ciudad, y que esto ya no es lo que era. Y mirarán, nostálgicos, a La Magdalena. Ojalá volviese. Ojalá…

Anda estos días la carcundia santanderina escandalizada porque les han quitado no sé qué de unas vistas. Que posee su ironía, oigan. A muchos niveles. Ya verán, ya.

La carcundia santanderina es que tiene estas cosas. Ustedes seguro que les conocen, porque incluyen una serie de características que los pinta como inconfundibles. Ellos pasean, nunca caminan. Escrutan y desaprueban, jamás miran. Gafas de sol, jersey al hombro, caracolillos (si queda pelo) en la nuca. Siempre de punta en blanco, por el qué dirán. Pulseras, muchas, alguna cadena incluso. Saludando con gesto torvo, serio, salvo que deseen hablar con una de esas personas-a-las-que-hay-que-conocer, entonces todo efusividad, sonrisas blancas, arruguitas alrededor de los ojos.