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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Celebrando la sinrazón

Esta semana, y después de varios reveses muy serios, Europa ha podido, al fin, tomarse un respiro. En las elecciones generales de los Países Bajos, el llamado Partido por la Libertad (por la de unos pocos, se entiende), liderado por ese histrión davidlynchizado de Geert Wilders, ha alcanzado solamente el segundo puesto, muy lejos de la formación vencedora y aun más de las previsiones que hasta hace solo unos días tenían. Es más, ni siquiera ha sido la formación que más ha crecido allí, porque Izquierda Verde ha logrado una enorme pujanza que, curiosamente, pasa casi desapercibida en los medios.

En parte con razón, claro. Y es que se venía de unos momentos muy oscuros para el movimiento europeo. Con lo del Brexit, con el crecimiento indisimulado de partidos antieuropeístas por todo el continente, con la alargada sombra de Marine Le Pen nada menos que en Francia. Es por eso por lo que la “discreta” subida de Wilders se ha tomado prácticamente como una victoria y así ha sido celebrada en cancillerías (¿siguen existiendo las cancillerías?) y redacciones. Olvidando, por demás, la misma raíz del problema.

Porque en un lugar como los Países Bajos, tradicionalmente uno de los puntos de mentalidad más abierta del mundo (y viene siendo así desde hace 500 años, no es cosa de décadas) la extrema derecha ha quedado segunda en unas elecciones. Y aunque resulta comprensible el suspiro de alivio al ver que no se convertía en fuerza mayoritaria, las alabanzas y el alborozo están de más. Sobre todo teniendo en cuenta que dentro de unas semanas la ya citada Le Pen va a conseguir unos resultados históricos en el Hexágono, seguramente como la fuerza más votada, y solamente la particularidad del sistema presidencialista francés va a alejarla del Eliseo en una segunda vuelta que parece tener asegurada…

Hablamos más arriba de extrema derecha. E igual ese es, precisamente, uno de los problemas. Porque por sus actos los reconocerás. Huyan de quienes hablan de populismos, de partidos del pueblo, de ultranacionalistas. Huyan de los eufemismos. Hoy ya ninguno va a levantar el brazo, ni tampoco recogerán simbología fascista evidentes en su estética, en sus discursos, en sus programas. Bueno, igual los chiflados de Amanecer Dorado, o el tarado ese polaco, el del bigote, que más parecería una caricatura que algo digno de ser tomado en serio si no fuera por el cargo que ostenta, por el eco que tienen así ideas y palabras.

No, la cosa es ahora más sutil. La propia Marine Le Pen aprendió viendo a su padre, este sí un filonazi sin cortapisas, que esa no era la imagen que podría ganar. Y hoy los gestos son más sibilinos, las palabras más medidas, las promesas más vagas, disfrazado todo de eslóganes fáciles, de los de corear como borregos.

¿Borregos? Quizá no, y ese es el problema que parece no hemos entendido aun, el que nos hace tropezar una y mil veces en la misma piedra. Porque equivocamos el tiro, erramos el análisis. Nos fijamos en las consecuencias, o en los hechos concretos. Individualizamos en los políticos, en las figuras visibles, dejando de lado que quienes las visibilizan son millones de personas que los siguen, que los votan. En otras palabras, analizamos exhaustivamente las consecuencias (Wilders) sin tener en cuenta las causas.

Nadie (casi nadie) se preocupa sobre cuestiones que parecen poner en jaque al Estado Social de Derecho, y que son, que vienen siendo, las mismas que ya eran señaladas en Mayo del 68. La partitocracia, la pérdida de legitimidad parlamentaria, la burocratización. Medio siglo después se siguen apuntando las mismas taras del sistema, sin haber avanzado nada, prácticamente, en su solución. Ni siquiera parece buscar una explicación esa socialdemocracia europea (o quienes se dicen herederos de la socialdemocracia) que avanza de derrota en derrota hasta la hostia final.

Se deja de lado que amplias masas de la población están optando por propuestas que se basan, sobre todo, en la alteridad. El miedo al otro, el odio al otro, el desprecio al otro. Un razonamiento básico, en blanco y negro, que permite cargar todas las culpas en un sector de la sociedad diferente. Sin entrar en más análisis, que podría ser larguísimos, y a lo mejor hasta resultaban sorprendentes. Pero tampoco los necesitan estos partidos, que hacen que simplificar el medio acabe convirtiéndose en el contenido del mensaje.

Mientras nos felicitamos de que en Holanda solamente sean la segunda fuerza política, la extrema derecha sigue a lo suyo. Impasible. Sabe que si los problemas estructurales siguen existiendo y las opciones “tradicionales” no los abordan de forma directa ellos tienen las de ganar. El tiempo está de su parte, lo que no deja de ser una paradoja en movimientos que defienden ideas que pensábamos el tiempo había arrasado hace décadas.

Han llegado para quedarse, no es una moda coyuntural que pasará dentro de unos años. Y la única forma de hacerles frente (si es que realmente se les desea hacer frente) es obviar la excitación de victorias pírricas (analicen lo que significa en origen la expresión) y emprender el análisis, la crítica y la posibilidad de solución de las causas que preceden a su ascenso.

Esta semana, y después de varios reveses muy serios, Europa ha podido, al fin, tomarse un respiro. En las elecciones generales de los Países Bajos, el llamado Partido por la Libertad (por la de unos pocos, se entiende), liderado por ese histrión davidlynchizado de Geert Wilders, ha alcanzado solamente el segundo puesto, muy lejos de la formación vencedora y aun más de las previsiones que hasta hace solo unos días tenían. Es más, ni siquiera ha sido la formación que más ha crecido allí, porque Izquierda Verde ha logrado una enorme pujanza que, curiosamente, pasa casi desapercibida en los medios.

En parte con razón, claro. Y es que se venía de unos momentos muy oscuros para el movimiento europeo. Con lo del Brexit, con el crecimiento indisimulado de partidos antieuropeístas por todo el continente, con la alargada sombra de Marine Le Pen nada menos que en Francia. Es por eso por lo que la “discreta” subida de Wilders se ha tomado prácticamente como una victoria y así ha sido celebrada en cancillerías (¿siguen existiendo las cancillerías?) y redacciones. Olvidando, por demás, la misma raíz del problema.