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Cifuentes ya no se hace la rubia
La corrupción es como la energía: ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Parafraseando a Lavoisier y su principio de conservación de la energía, realmente no podemos felicitarnos de que un día sí y otro también un escándalo público ligado a la corrupción ocupe los titulares. Primero, porque lo que parece un ejercicio de transparencia no es más que la punta del iceberg; y, segundo, porque gracias a Lavoisier, entendemos ahora que el corruptor-corrupto sólo se arrepiente de lo que no ha podido arramplar y que visto lo que les ocurre a otros, ni por asomo entra en trance extático de arrepentimiento, sino que se las ingenia para maquillar sus tropelías.
La corrupción se ha vuelto legal o con apariencia de legalidad. Ha pasado de la estética garbancera del puro y el fajo de billetes sujetos con una goma al glamour de la ingeniería financiera, la alegalidad, los concursos a la carta y los paraísos fiscales. Igual que hay jovencitos que celebran con una fiesta su mayoría de edad, la corrupción celebra otra por haber alcanzado la sofisticación de lo paralegal.
Mire el caso Cifuentes. Quien presumía por hacerse la rubia en cualquier trance, no ha caído por su gestión de Madrid, ni por sus juegos palaciegos, ni por el mercadeo de másteres, ni por una acción enérgica de su jefe de partido, ni por una moción de censura, ni por sus mentiras ni sus querellas intimidantes. Al final ha dimitido por dos botes de crema, que es lo imperdonable para el gran público (y ella lo sabe), el cual no se pregunta tanto si la cleptomanía es extrapolable del supermercado a la administración pública, sino si la cutrez es un atributo aceptable en una semidiosa. Ha caído por ser una más del vulgo común.
Demostrado quedó que la corrupción no tiene un castigo inequívoco en las elecciones y esta es nuestra perdición. Si partimos del hecho de que todos, rubios o no, tenemos algo que ocultar en nuestra agenda privada, aunque por lo general no interese a nadie, la diferencia con la expresidenta de Madrid es que no pudo terminar su mandato por su gestión pública, sino que esta pasó a un segundo plano ante sus flaquezas personales, como si fuera uno más. Quién no lleva dentro una acción de la que no presumir o una confidencia que puede acabar saliendo a la luz, pero el 99,99% de la población no tiene una relevancia pública que le convierta en escrupulosamente incompatible con los atajos y los tramposos. Cifuentes ha perdido el poder, es cierto, pero se ha escamoteado de la condena política que hubiera merecido mil veces más que la censura por un vulgar hurto.
La corrupción es como la energía: ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Parafraseando a Lavoisier y su principio de conservación de la energía, realmente no podemos felicitarnos de que un día sí y otro también un escándalo público ligado a la corrupción ocupe los titulares. Primero, porque lo que parece un ejercicio de transparencia no es más que la punta del iceberg; y, segundo, porque gracias a Lavoisier, entendemos ahora que el corruptor-corrupto sólo se arrepiente de lo que no ha podido arramplar y que visto lo que les ocurre a otros, ni por asomo entra en trance extático de arrepentimiento, sino que se las ingenia para maquillar sus tropelías.
La corrupción se ha vuelto legal o con apariencia de legalidad. Ha pasado de la estética garbancera del puro y el fajo de billetes sujetos con una goma al glamour de la ingeniería financiera, la alegalidad, los concursos a la carta y los paraísos fiscales. Igual que hay jovencitos que celebran con una fiesta su mayoría de edad, la corrupción celebra otra por haber alcanzado la sofisticación de lo paralegal.